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crítica de cine

'Cold War': 'Amour fou' durante la Guerra Fría

5/10/2018 - 

VALÈNCIA. Pawel Pawlikowski nació en Polonia, pero con solo catorce años su familia tuvo que exiliarse a Gran Bretaña huyendo del régimen comunista. Allí estudió literatura y terminó desarrollando la mayor parte de su carrera como cineasta.

Comenzó asentándose en el terreno del documental hasta que, a finales de los ochenta, se pasó a la ficción con The Stringer (1998), la historia de un joven ruso que se enamoraba de una reportera británica hasta el punto de hacer todo lo posible por conseguir su afecto. Sin embargo, sería con su siguiente trabajo, Last Resort (2000) cuando se asomó a la escena indie británica gracias a su particular mirada hacia el tema de la inmigración. My Summer of Love (2004), el idilio entre dos adolescentes pertenecientes a clases sociales diferentes sirvió para encumbrarlo definitivamente como uno de los mejores directores de su generación y para lanzar la carrera de Emily Blunt.

Sin embargo, todo cambió con Ida (2013). El director regresó a su país de origen después de hacer una película en Francia (La mujer del quinto) y recuperó los elementos más básicos y depurados sobre los que había trabajado en sus primeras obras llevándolos a un nivel superior: el estudio detallado de personajes relacionándolos directamente con entorno político y social en el que viven, el minimalismo gestual y la limpieza formal. La película supuso un regreso a sus raíces y, de hecho, ese es el tema central de la película, el viaje de descubrimiento de dos mujeres en la Polonia de los años sesenta que han de enfrentarse a las heridas del pasado mientras se cuestionan su fe en el seno de un paisaje moral desolado.

Ahora Pawlikowski continúa la senda que abrió gracias a esta cinta milagrosa (con la que ganó el Óscar a la mejor película de habla no inglesa) y continúa exorcizando sus propios fantasmas en Cold War, en esta ocasión todavía de una manera más cruda y dolorosa, ya que está basada (y dedicada) a sus padres y su turbulento idilio amoroso.

La película comienza en los años cincuenta. Un pianista (Tomasz Kot) acepta trabajar para el gobierno en un encargo que consiste en rescatar a través del folclore la verdadera esencia del pueblo polaco para enardecer el espíritu patriótico. Por eso se dedicará a buscar entre los campesinos de un país en ruinas a jóvenes talentos que formen parte de una compañía de coros y bailes regionales que se encargará de ir de gira por todo el país. Desde el principio sentirá una atracción irresistible por una de las candidatas, la bella Zula (Joana Kulig) y ambos terminarán viviendo una relación de amor y deseo clandestino.

Cold War plasma de manera perturbadora la historia de Polonia durante los años del Telón de Acero a través de la relación entre dos personas que se necesitan y al mismo tiempo se hieren. Dos criaturas vulnerables que son víctimas de sus contradicciones. Unas contradicciones que no son otras que las del propio país, sometido ante un régimen que manipulaba a sus ciudadanos y no los dejaba ser libres ni siquiera cuando conseguían escapar de él. Marionetas trágicas de un sistema podrido, demasiado resignadas a obedecer y acatar.

Él, Wiktor simboliza la figura del rebelde que siente la necesidad de huir de ese panorama hostil y represor. Ama la música occidental y las sociedades libres. Ella, Zula, se identifica con el estado de autismo que caracteriza a buena parte de la población de su país. Es incapaz de disfrutar con la posibilidad de escape que le ofrece Wiktor. En su mirada triste parece concentrarse todo el dolor del mundo. Consiguió desprenderse de la tiranía a la que la tenía sujeta su progenitor, pero no podrá hacer nada con el peso de la culpa que sobre ella ejerce el régimen.

Pawlikowski vuelve a utilizar una impresionante fotografía en blanco y negro como ya hizo en Ida. La composición de cada una de las escenas resulta de una enorme elegancia. Su cadencia va desde la contención inicial, la sobriedad estilística, al desgarro emocional, la locura y la fiebre a medida que avanza una narración que nos va adentrando en las idas y venidas de la pareja a lo largo de los años.

  Cold War es una apasionante historia de amour fou. Tiene un poso atormentado y visceral a pesar de su pulcritud formal. Hay mucha rabia interna contenida en sus imágenes. A veces estallan, como en la fiesta parisina a ritmo de ‘Rock Around the Clock’, de Bill Halley, de naturaleza catártica. Otras, permanece en estado latente hasta culminar en la total desesperanza de un final sin futuro. Es de esas películas gélidas que trasmiten fuego, que producen desgarro interno. Es un torbellino silente en el que no necesariamente tenemos por qué comprender las acciones de los personajes, porque son impulsivos, autodestructivos, tóxicos, pero al mismo tiempo están solos y son víctimas de las circunstancias. Una película sobre las fronteras, las físicas y las emocionales, sobre las líneas que nos permitimos cruzar y los muros que nos contienen. Una hermosa y triste sinfonía de pasión atormentada.

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