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'MEMORIAS DE ANTICUARIO'

El arte de relamerse

15/05/2016 - 

“Allí estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata de Málaga. Tenía camuesa, zanahoria, calabaza, confituras de mil maneras y otro infinito número de diferencias que me traían el espíritu inquieto y el alma desasosegada.”

El Guzmán de Alfarache relamiéndose ante el arcón de su amo el Monseñor Ilustrísimo Cardenal.

VALENCIA. Me encanta cocinar. Es algo para lo que siempre encuentro tiempo. El de la gastronomía es un mundo eximio y fascinante, y en un país como el nuestro diría que inabarcable…pero al contrario de lo que parece afirmarse en los últimos tiempos, nunca lo he considerado arte. No creo que los cocineros profesionales o amateurs durante el proceso de creación mental y posterior ejecución se planteen que están haciendo una obra artística. No creo que sea arte lo que diga la sociedad del momento que es, porque en este caso lo sería también el fútbol del Barca de Guardiola y los goles de Messi sus obras maestras. Sus pensamientos van por otros mundos. No me parece apropiado que los museos de arte contemporáneo acojan a la gastronomía como algo museable, tal como hizo el IVAM en el año 2013 en su exposición sobre arte y gastronomía y que el museo de arte contemporáneo razonaba tan previsiblemente: “Arte y gastronomía son dos disciplinas que a menudo van de la mano, ya sea porque un plato pueda ser considerado una obra de arte, o porque una obra de arte haga clara referencia a la gastronomía.” Argumentos poco trabajados y que enmarcaría en aquello que Vargas Llosa llamó en su reciente obra “Civilización del espectáculo”.

Sí que es algo indiscutible que el arte plástico, esencialmente la pintura, ha puesto el ojo en la cocina desde hace más de cinco siglos. En lo ya cocinado o en lo que está todavía por cocinar. Que el arte del bodegón en la España del siglo XVII y XVIII sea un género en sí mismo no es casual y va unido a la estrecha relación del ámbito hispánico con los productos que cultivamos o matamos, y su elaboración. Del comer venimos hablando desde tiempos inmemoriales. Dentro del ya subgénero del bodegón español, tenemos los microgéneros: bodegón de caza, de peces, de flores, de cacharros….

Se ha escrito mucho sobre el bodegón español barroco en los últimos años desde su redescubrimiento. En ocasiones de forma un tanto exagerada emparentándolo ilustrativamente con la poesía de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, atribuyéndole, así, un aura religiosa y mística un tanto hiperbólica. Quizás no sea tan exagerado decir que esa tipología sólo era posible en aquella España que entraba en decadencia y que era invadida por una bruma de melancolía y recogimiento. El carácter de estos bodegones, más se aprecia, por comparación, cuando lo hacemos con sus primos ricos del norte, los flamencos, tan opulentos ellos, tan bien criados, como si nos quisieran decir “así de bien nos lo montamos por aquí”, presumiendo de la riqueza comercial de sus puertos.

Dicho lo cual, parece que en esa suerte de ascetismo de ese cardo y esos humildísimos nabos que elige Sánchez Cotán (1560-1627), hay algo más profundo e indefinible. Hay también algo fascinante en ese fondo de la fresquera de un negro profundísimo y en esa suerte de baldas minimalistas, sin texturas, yo diría que irreales, imaginadas, casi de diseño contemporáneo que elige el madrileño Juan Van der Hamen (1596-1631) para exponer los productos perfectamente seleccionados. Los bodegones hispanos dotan de identidad a cada humilde elemento otorgando a la composición una emoción incomparable y sin parangón en la historia del arte. En el bodegón flamenco hay una “descarga” masiva de productos alimenticios sobre la mesa de roble, en el nuestro, el artista selecciona uno por uno, y la posición en que coloca cada uno de los contadísimos elementos, es parte misma de la composición de toda la obra. Al margen de ello siempre me pregunto cómo sabrían esos pequeños canutillos de barquillo del valenciano Tomás Yepes (fallecido en Valencia en 1674), elaborados sin química y fritos en cocinas de leña. O esas frutas y verduras recolectadas en una España sin herbicidas. Posiblemente el sabor era muy diferente al actual.

La identificación tan directa del bodegón con la España de un momento determinado tiene un peligro que se ha puesto de manifiesto con el paso del tiempo: el género como tal no ha sobrevivido al paso del tiempo, salvo en casos de profunda renovación estilística. El bodegón “clásico” ha sido revisitado por numerosos artistas hasta nuestros días en ejercicios académicos más o menos afortunados pero sin el aura de las obras de época. Curiosamente un bodegón barroco conecta mucho mejor con las decoraciones actuales que una mera variación fuera de época, y es que buena parte del arte de aquel bodegón barroco está en lo que no vemos, en lo que sucede más allá de la pintura.

Es raro y bastante consecuente con lo dicho, que en el bodegón español se cuele la figura humana. Parece que su presencia sobra. Cuando el personaje comparece en escena puede ocupar un lugar secundario como en las obras de Alejandro de Loarte, o ser actor principal- y el bodegón pasar a un discreto segundo plano- como en el caso del óleo de Zurbarán “San Hugo en el refectorio” o el velazqueño “Cristo en casa de Marta y María”.

En el mercado del arte, el bodegón barroco español goza de una cada vez mejor salud hoy en día más si cabe por una cierta revalorización internacional de la pintura española del siglo de oro. Durante siglos fue un género en cierta forma ninguneado hasta el año 1935 en el que se celebró en Madrid la exposición “Floreros y bodegones en la pintura española”, que resultó clave para la revalorización crítica del bodegón español. Es un subgénero que se aprecia cada vez más en el ámbito anglosajón y los grandes museos no quieren pasar la oportunidad de tener uno colgado en sus paredes. Aunque pueda parecer lo contrario, los bodegones de época en el mercado son más bien escasos y los atribuidos a los grandes maestros alcanzan precios muy elevados. Mientras que es relativamente fácil hacerse con uno del siglo XIX, es una verdadera hazaña hacerse con un buen bodegón del XVIII y sobretodo del siglo XVII.

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