el placer de la comida

El bocadillo después del sexo

Comer después del sexo. El tema no va exactamente de eso pero sí empieza así

| 22/09/2017 | 3 min, 29 seg

“Fuimos a mi habitación, cerramos la puerta y me enseñó a hacer el amor. Después de aquello, ella se fue a su casa y yo entré en la cocina. Mi madre estaba preparando la comida. Yo estaba muerto de hambre. Acababa de echar el primer polvo de mi vida, estaba radiante pero muerto de hambre. Le pedí a mi madre que me hiciera un bocadillo. Desde entonces tomo ese mismo bocadillo justo después”. Lo cuenta el fotógrafo Helmut Newton en su Autobiografía (llena de pasajes delirantes, esto es apenas un aperitivo) y plantea una cuestión interesante: cómo hacemos ritual de la comida.

Aquí entre hedonistas entendemos la comida como se entiende la moda. La moda nació cuando la necesidad se convirtió en capricho, esto es, cuando pasamos de cubrir nuestro cuerpo desnudo a cambiar esa ropa simplemente porque nos apetece. Así que asumimos que la comida, al menos aquí, no es alimentarse sino un auténtico ritual. No nos damos cuenta pero ocurre. Tras leer a Newton, recordé que una vez hicimos una sesión de fotos y entrevista con un importante -muy importante- deportista español. Había catering, uno magnífico, pero él decidió comer solo y apartado y pidió una cosa muy concreta. La razón era casi mística: cuando hacía entrevistas y fotos, comía eso. Comía sushi. Una vez salió bien la cosa, imaginamos, y ya no dejó de hacerlo. Como reza un torero, como el músico se planta un altar en el camerino.

Supongo que no es ninguna locura tener una ‘comida favorita’ (a pesar de que siempre me ha parecido extrañísimo eso de tener una ‘flor favorita’ o un ‘animal favorito’) precisamente porque la comida es capricho y por lo tanto placer. Podemos elegir nuestros placeres. Pero es curioso pensar que existen platillos o sabores que nos mantienen en contacto con nuestras debilidades, nuestros miedos, el abismo de nuestra propia cabeza. Si no me como ese bocadillo justo después no será lo mismo. Es un poco como una película de Jean-Pierre Jeunet. Si tengo que comer una cosa por última vez, quiero recordar aquel sabor.

En la revista Monocle hay una sección habitual que se llama My last meal, donde un personaje conocido habla de sus recuerdos gastronómicos, de la comida que les produce sensaciones especiales y por supuesto de qué comida elegiría si esa fuera la última. Para cada cosa hay una vez que es la última. Eligen restaurante, elaboran un menú y hablan de su particular bocadillo después del sexo. Paolo Sorrentino, por ejemplo, recuerda cómo los sábados por la mañana su madre preparaba gnocchi y su pasión por la comida típica italiana. “Desde mi cuarto escuchaba el cuchillo cortando la pasta a tiras”, recuerda. Ojalá una escena con eso. Eligió el restaurante La Pergola en Roma como lugar para la charla y pidió, claro, pasta de la casa.

En toda esta serie hay un caso bastante especial, el de Isabel Allende, que eligió como última comida ‘la ternura’ porque “¿quién iba a pensar en comer cuando es tu última vez en el mundo?“. Y al final uno entiende la elección porque los sentimientos absolutos son los que deberían definirnos… pero la realidad dice que no funcionamos así. Somos cosas concretas. Somos un bocadillo de paella cuando llegamos una noche a las cinco de la mañana muertos de hambre y solo quedan restos. Somos ese día que nos pegamos un homenaje en el Rausell y, por qué no, somos también ese culito de vino que dejamos en el vaso para que no se tumbe. Todos tendríamos nuestra última comida bastante clara y muy probablemente la pediríamos. No alimentaríamos nuestros últimos recuerdos solo con (más) abrazos.

No tengo muy claro si alguien esperaba que uno revelara qué le gusta después del mambo. Pero Coca-Cola de cereza. Por si hay algún curioso.

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