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‘El declive de la civilización occidental: los años del metal’, heavy que corre por las venas

Un documental emitido por Antena 3 nos salvó la vida una madrugada de los 90 tardíos, cuando el indie señoreaba por el mundo con sus propuestas estériles y sin gracia

1/04/2017 - 

VALÈNCIA. Fue Antena 3. Con nocturnidad, de madrugada. A finales de los 90, cuando ya no quedaban esperanzas, cuando la música indie lo dominaba todo, con su elitismo, su prestancia y sus soporíferas letanías, más ignominiosas y ridículas que las del rock sinfónico en los 70, alguien cogió y se tomó la molestia de programar el documental ‘The decline of western civilization Part II: The metal years’.

En aquel momento, antes del revival ochentero que ya va para diecisiete años de duración -casi el doble que la década innombrable- dar por televisión algo sobre heavy metal de los 80 era como mostrar a un pájaro de exótico plumaje.

No se le pasaba nadie por la cabeza. Todo estaba intelectualizado, sofisticado y rebosaba babas de supuesto buen gusto. El heavy, que te sube de los intestinos al cerebro y te hace poner los puños encuernados y no al revés, como el indie, que baja del cerebro al intestino y te hace deponer blandurri, estaba completamente proscrito.

Pero algún lunático en Antena 3 lo programó. Y lo grabamos y quemamos la VHS cada fin de semana. Ese era un acto de resistencia y no el de Los Planetas, que en una de las entrevistas sobre su último disco la pasada semana se han erigido en oveja negra del sistema en aquellos años

‘The decline of western civilization’ es una trilogía de documentales que tuvo una importancia nada desdeñable. Con el primero, sobre la escena punk de Los Angeles a principios de los 80, ni se sabe la de grupos que se formaron a partir de chavales que se conocieron yéndolo a ver a la típica sala de cine medio vacía del medio oeste americano. Los malogrados Rock City Angels de Johnny Depp fueron uno de ellos.

Su tercera entrega fue en 1998, posiblemente ese fuera el motivo de la emisión en Antena 3, una suerte de oportunismo o promoción, quién sabe. Pero la tercera también iba de punk y de Los Angeles. La anomalía fue la segunda ‘The metal years’. Cuando se trató el fenómeno de las hair bands y derivados, parecidos, sucedáneos y grupos buenos que pasaban por ahí.

El heavy en los 80 llegó a ser una música comercial en Estados Unidos como ahora puedan serlo los casposos Coldplay. Aquello trajo polémicas importantes por el contenido de las letras y los mensajes que una música tan radiada daban a la juventud. Hubo una serie de juicios ridículos y de ahí vino la pegatina de ‘Parental advisory; Explicit Lyrics’, para alertar sobre el contenido obsceno de la música, que si no la llevaba un disco no te lo comprabas ni borracho.

Lo bueno que tuvo que el metal estuviese de moda fue el metal underground, el metal que despreciaba a los vividores que se habían colado en el top de las listas de éxitos con sus pelos crepados y sus letras sobre fiestas, follar y fiestas y follar. Kiss sin maquillaje fueron posiblemente el mascarón de proa de toda esta fanfarria que en su momento dio vergüenza ajena, pero motivó el morbo e interés que generó la aparición de grupos maravillosos como Metallica, Slayer y todo el thrash y metal extremo posterior.

No obstante, en los 90, cuando estaba muerta y enterrada la escena Glam metal, se la echaba de menos más que al agua potable porque lo indie, elevado a música obligatoria, se reveló como una de las expresiones sonoras más contrarias a los valores esenciales del rock and roll. Esto es: música directa y alegría. Que son igual a diversión. Una ecuación bien sencilla.

Hasta a los modositos Europe echamos de menos cuando los indies “resistían” al sistema. Y de repente aquella madrugada pudimos ver un documental que se abría con Motörhead a tope y Lemmy Kilmister con una mano en el bolsillo y otra en la hebilla del cinturón decía palabras que sonaban a gloria bendita: “El metal es rápido, es agresivo, es rebelde y los padres lo odian, lo que siempre ha sido marca de buen rock and roll”. Eso era más o menos, sí.

Y se le olvidó añadir a Lemmy que si algo bueno también tiene, es que te podías partir el culo con él. Como prueba, el mismo documental con, por ejemplo, Paul Stanley haciendo sus declaraciones en la cama con tres mujeres en ropa interior. Una exaltación de la heterosexualidad tan sospechosa como ridícula y perteneciente más al mundo de los sueños de los machotes acomplejados y carentes afectivos que al de realidad alguna. Pero así expuesto, como un insecto en un laboratorio, ese es el tema, era el puro descojone. Y eso que, pese a todo, hay que admitirle al interfecto una frase nivel Churchill. Dice Paul en el docu que el dinero, una vez que lo tienes, realmente no es importante, que solo sirve “para olvidarse del dinero”. Hay mucha sabiduría ahí.

La puesta en escena de la mayoría de grupos que salían en el ‘Decline’ era impensable en los asquerosos años noventa. Tipos semi travestidos, despeinados, maquillados con fulares y pañuelitos. Poison, por ejemplo, son los primeros en ser entrevistados de esa guisa. Se vendían como todo lo contrario a lo que entendemos por decoro, humildad y saber estar. Iban de millonarios reinonas estrellitas de Hollywood de un modo tan obsceno que, sinceramente, quien no les amase no tenía corazón.

Nótese que decían que no estaban en el rock and roll por dinero, porque ellos, explicaban, ya tenían dinero de antes. Eso es lo que daba a entender Bobby Dall, el único mínimamente en sus trece. Y ya ves tú qué plantel. Porque después no faltaban los entrevistados que vendían que sobrevivían gracias a una especie de “prostitución” con las mujeres, que les cosían, alimentaban o mantenían mientras ellos se maquillaban en el tocador.

El hito del documental y lo que todos recordamos es a don Chris Holmes, guitarrista de WASP, flotando en la piscina de su chalé. Este buen hombre tuvo a bien darle la entrevista a Penelope Spheeris, directora del invento, mientras ingería botellas de vodka a morro. Escanciándose en la traquea.

El hombre salía completamente mamao, diciendo incoherencias, lo cual podría ser muy rockero a tope, hasta que el cámara enfocaba a su madre. Apaciblemente sentada en el bordillo con cara de circunstancias. Pero luego él la hacía reír y se pasaban la botella. Había armonía.

Su deleznable mensaje de que bebiendo cinco litros de licor blanco al día lograba disfrutar de la vida era directo, sin subterfugios ni coartadas. No citaba a escritores. Nada que ver con la hipocresía de los cocainómanos de backstage que imperaron después en nuestra música underground de masas, también llamada, perdón por repetirlo, indie. Eso sí, en su defensa solo se puede decir que Holmes sigue vivo a día de hoy, con 58 años.

Los demás, los de Aerosmith, por ejemplo, Joe Perry, hablaron de la servidumbre y postración que es estar todo el día ciego. Metiéndose dos rayas para desayunar solo para poder seguir funcionado, esto es: bebiendo. Joe sigue vivo a sus 66 años. Lemmy, que nunca dejó de beber que se sepa, murió hace dos años con 70. Ozzy, recaída va recaída viene, sigue vivo con 68. Lo mismo está mi5ando el reloj.

No sé si otros estilos musicales con intención de ser molones, sorprendentes y epatantes han llegado a un punto tan bajo, pero tan entrañable, como el de esas escenas. Es como los asistentes a los bares de Los Angeles que salen entrevistados. Hablan como que están en el cielo, abrazando la verdad absoluta, cuando en pocos meses todos iban a cambiarse el look a marchas forzadas en cuanto, Nirvana mediante, los 80 quedaron definitivamente clausurados.

Mi corazón en esta cinta está con el grupo London. Enumeran, dándose importancia, los músicos que han pasado por su grupo. De Guns and Roses, de WASP, de Cinderella, de Mötley Crüe…y a todos les fue de maravilla, menos a ellos, los que se quedaron. Un ladrillete importante.

El final del docu estaba dedicado a unos Megadeth que estaban disfrutando en aquel momento de la fama de uno de los mejores discos de la historia, ‘Peace Sells... But Who's Buying?’. Tocaban al final “My last words” y era como una ducha después de tanta tontería. Luego los Metallica superarían con creces el patetismo de este documental con el suyo propio mostrando terapias de grupo, con Dave Mustaine, lider de Megadeth expulsado previamente de Metallica, incluido en un papel espantajo de novia despechada. Pero Show must go on, que dicen los británicos.

Ahora nada parecido a esto es posible. No es una cuestión de que estemos dominados por músicos que venden una estética estéril y unos valores morales impostados como cuando mandaban los indies. Un documental como este emitido a las tantas de la mañana no nos salvará la vida como pasó aquella madrugada de los 90, porque ahora ¡todo está de moda! Todo, absolutamente todo, da igual la época, género, estilo o propuesta. Todo vale. Solo, eso sí, si mira o viene del pasado. Si me preguntan a mí: el infierno en la Tierra, es el siglo XXI. Bendita sequía noventera.

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