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SILLÓN OREJERO

Lecciones de 'Patria', de Nina Bujevac

La historia de una familia de serbios enfrentados entre sí por el nacionalismo y el comunismo puso de manifiesto la desgracia que suponen los conflictos heredados entre generaciones en una novela gráfica excepcional

24/07/2017 - 

VALÈNCIA. Hace dos años recibimos con agradable sorpresa la publicación de Patria, un cómic autobiográfico sobre la familia de la autora, la serbia Nina Bunjevac. Me apetece repasarlo ahora, tras leer la biografía de la nueva primera ministra de Serbia, Ana Brnabic. La prensa por estas latitudes ha destacado que es la primera presidenta del gobierno, que no de la república, abiertamente gay de un país no occidental. Sin embargo, para mí hay un dato aún más interesante. Es "un cuarto", como escribió la prensa local, "croata". Su abuelo paterno Anton era de Krk, en Croacia.

Partisano en la II Guerra Mundial, fue un oficial del JNA, el ejército yugoslavo, en la posguerra, pero su mujer fue serbia y su hijo, Zoran, se casó con otra serbia hija de serbios. Una revista, Nedeljnik, ha ido más allá y ha averiguado que el padre de Ana, Zoran, como hijo de un matrimonio mixto que era, nunca se definió étnicamente. No eligió. Suponemos que porque sería de los que se declaraban yugoslavos, sin más. Ahora la nieta es gay y es la segunda autoridad del Estado de un gobierno nacionalista serbio, conservador y cuyo presidente, Vucic, en los 90, estuvo entre los instigadores de las guerras interétnicas más vergonzosas que se recuerdan por crueles y ridículas en la Historia contemporánea.

El cómic que dibujó Nina en Patria acerca de su familia rompía todos los tópicos habituales sobre estos conflictos. Estaba más centrado en la violencia intraétnica que interétnica. Los desencuentros y problemas que planteaba eran entre la parte de su familia chetnik, nacionalistas serbios monárquicos, y la partisana, comunistas yugoslavos.

Con un dibujo sombreado por tramas, en el que muchas viñetas eran copias de fotografías reales de su infancia, el tebeo transmitía una doble vertiente de hiperrealismo y de ternura. No en vano, hablaba de sus padres y abuelos. De su gente.

Los conflictos intraétnicos son a menudo ignorados cuando se cita la desintegración de Yugoslavia. El declive del espíritu partisano, que fue una fuerza antifascista que no preguntaba por el origen nacional, ni por el género ni por la edad de sus combatientes, supuso el renacer del nacionalismo croata, nunca exento de referencias directas al fascismo, y del serbio, de corte tradicionalista y patriarcal. Su enfrentamiento retroalimentó sus fuerzas hasta que se desencadenaron las guerras en Croacia y Bosnia con actos de genocidio profusamente documentados.

Pero no eran ángeles los comunistas yugoslavos. La inmediata posguerra estuvo marcada por un espíritu estalinista desatado. Y después fue todavía peor la ruptura con Stalin, derivada de la intención del Mariscal Tito de ayudar a los comunistas griegos en su guerra civil en contra del criterio soviético, como bien apunta el cómic, y de los deseos yugoslavos de establecer en Balcanes una confederación que uniera Yugoslavia, Albania y Bulgaria para aplacar de una vez por todas los conflictos nacionalistas que lastraban la región. Al enemigo anticomunista, los partisanos yugoslavos unieron a todos los estalinistas o prosoviéticos que tuvieron que purgar. Hubo un campo de concentración, Goli Otok, perfectamente dibujado en la obra, que trabajó a pleno rendimiento aquellos años.

Mientras Tito, tras la ruptura con la URSS y satélites, tuvo línea de crédito con sus nuevos aliados, Estados Unidos y democracias afines, nadie pudo disputar el poder a los comunistas en Yugoslavia, lo que se tradujo en varias generaciones que crecieron con un evidente déficit de libertad homologable a las occidentales, pero bajo el espíritu de la "Hermandad y Fraternidad". Lema de la república federativa para acabar por fin con todas las rencillas locales y que no se debe subestimar a la luz de lo que ocurrió después.

En el cómic, la autora fue llevada por su madre desde Canadá de vuelta a Yugoslavia a finales de los 70. Era justo el momento en el que la federación inició la cuesta abajo. Hay muchos detalles que reflejan el inicio de aquella crisis, pero uno es el que más hay que tener en cuenta, el paro; un paro insoportable que no permite a la familia recién llegada, la de Nina, tener autonomía. Comen patatas tres veces al día y es el abuelo materno el que tiene que pluriemplearse para darles algo de dinero.

El paro fue una válvula de escape del régimen. Yugoslavia envío trabajadores al exterior por cientos de miles. Así puso un parche a sus finanzas, no solo expulsando a los desempleados que no podía absorber su economía socialista autogestionaria, también equilibrando el presupuesto con las remesas que estos enviaban a sus familias.

En esas diásporas de trabajadores extranjeros fue donde primero se manifestaron los conflictos no del todo resueltos en Balcanes. El padre de Nina, anticomunista furibundo, se enrola en un grupo terrorista en Canadá que atenta contra los intereses yugoslavos y sus comunidades fuera de la federación. A su vez, en aquellos años, la inteligencia yugoslava tuvo una actividad parapolicial entre la diáspora para meter estos movimientos en cintura que escandalizó al mundo mucho antes de las guerras.

El retrato que dibujó Nina de su madre es el de una mujer que huye del odio, de esos conflictos en la diáspora, pero que de algún modo nunca logra escapar de él. El personaje de la abuela es paradigmático. Partisana, ilustra la ética de estos luchadores con el recuerdo de cómo tenían prohibido tomar nada de los campesinos. Un niño, que iba con los soldados, cuenta, antes de coger una ciruela de un árbol, muerto de hambre, prefería comer llorando hormigas del suelo. Era el recuerdo de la II Guerra Mundial favorito de esa mujer. Su por qué luchamos. Un típico ejemplo de la ética de hierro que se quiso imponer y que por su propia perseverancia no pudo adaptarse a los cambios que experimentó una sociedad que evolucionó, como dibuja Nina, de forma no muy alejada de los estándares europeos aunque, no hay que olvidarlo, en una sociedad autoritaria.

Vemos cómo el régimen a inicios de los 80 contraprogramaba en la televisión con películas épicas de partisanos los cortes en el suministro de las tiendas y los de electricidad, motivo por el cual aún hoy la gente mayor tiene pánico a los pisos altos, por si deja de funcionar el ascensor. Al tiempo, en esos años los jóvenes estaban interesados en los videoclips de la música occidental y esas querencias frívolas y divertidas las tenían que combinar con el culto a Tito en las filas de los pioneros, ceremonias equivalentes a la primera comunión y demás sacramentos religiosos en la vieja España. Todavía perdura esa contradicción entre las generaciones que crecieron en ese ambiente.

Pero la esencia de estas páginas reside en la búsqueda del padre. De quién era y por qué murió. Y el relato refleja a un hombre que desde niño estuvo inmerso en la violencia política con la ocupación alemana. Su padre, el abuelo de la autora, fue internado en el espantoso campo de exterminio de Jasenovac, del que detalla todas las rudimentarias y bestiales formas de ejecución que tuvieron lugar allí. Pero cuando acabó la guerra, llegó la victoria partisana también con violencia política. El crío, de una familia reventada, nunca pudo librarse de estas destructivas cadenas históricas.

Este es un debate que prevalece en Balcanes y que es aplicable a un país como el nuestro, donde no hemos llegado a un consenso sobre la violencia política. Ya sea la desatada con el golpe de estado del 18 de julio o la de ETA en la época contemporánea.

No obstante, en Balcanes, especialmente en Bosnia, las mentes más lúcidas son conscientes de que los crímenes y violaciones cometidos en las guerras nunca deben olvidarse. Por un motivo, porque las nuevas generaciones tienen derecho a crecer sin esa losa de juicios sin sentenciar. El no olvidar es el verdadero olvido, pero se ha revelado imposible hasta el día de hoy. Pocos están por la labor de que se señalen los crímenes cometidos en nombre de su nación.

En un país que salió mucho mejor parado de la dictadura como es España, seguimos, sin embargo, con todas las heridas de los últimos cien años sin cicatrizar por puro egoísmo e instrumetalización del dolor de políticos más oportunistas que oportunos. Es por eso que un cómic como Patria supone una muestra sensible y detallada de cómo estas actitudes mezquinas y despreciables condenan a generaciones.

La obra maestra Maus de Art Spiegelman ya esbozó este fenómeno de forma tangencial. Con ese padre trillado para siempre tras sobrevivir al Holocausto. En la actualidad, el trabajo de Bunjevac no puede ser una descripción más contundente y útil de lo mismo.

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