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La nave de los locos / OPINIÓN

Lo terrible es hacerse viejo

Foto: EVA MÁÑEZ

Hacerse viejo es una práctica muy extendida. España es un país gagá. Esto tendrá consecuencias terribles para las pensiones y la sanidad pública pero los políticos, más pendientes en asuntos menores, no hacen nada por evitarlas. A los ancianos, decisivos para suavizar esta crisis, no se les reconocen los servicios prestados

21/05/2018 - 

Como el viajante de comercio de Kafka que se despierta transformado en un escarabajo, uno descubre, una mañana cualquiera, que se ha hecho viejo. Ese día reparas en las manchas de tus manos, en que tus ojos han perdido brillo, en cierta inclinación de la espalda o en cómo tu sexo cuelga, ay, de manera escandalosa. No es aconsejable que nadie —ni siquiera los más íntimos— sepa que tienes un pie en la senectud. Ser viejo, como ser pobre o culto, está mal visto.

Además, la palabra “viejo” no debe emplearse porque está cargada de connotaciones negativas. El lenguaje está para dulcificar la realidad o sencillamente para enmascararla. Y así un viejo se ha convertido en un “mayor”, en un “senior” o pertenece a un grupo de personas bautizado con la expresión mentecata de “tercera edad”. Incluso “anciano”, que podría ser un sustituto aceptable para viejo, tampoco parece una palabra apropiada.

Y ya puestos, ¿cuántos “mayores” hay en España si por tales entendemos aquellos que tienen 65 o más años? Busco en internet y me salen cerca de nueve millones, casi un 20% de la población. En 2030 el 30% de los residentes en el país será viejo. Nuestros políticos, más predispuestos al regato corto, no han hecho nada por prever y mitigar los perjuicios de esta realidad. El envejecimiento de la población romperá, a no muy tardar, las costuras del frágil Estado del bienestar. El declive, que ya se aprecia, comenzará por la sanidad pública. Se ha escrito mucho, y no siempre de manera acertada y veraz, sobre la repercusión que este proceso tendrá en el sistema público de pensiones. Quizá sea el principal problema al que nos enfrentemos en el futuro, acentuado por la falta de preparación de una parte considerable de la juventud, esa que ni estudia ni trabaja y de la que no cabe esperar que contribuya al sostenimiento del sistema.

Malditos carcamales que se empeñan en vivir más de la cuenta poniendo en riesgo las cuentas de la Seguridad Social. ¡Hagan el favor de morirse, por favor! ¡Y háganlo pronto!

Los viejos y los jóvenes, sin embargo, se parecen más de lo imaginado. A ambos colectivos se les elogia de manera interesada —a los primeros porque son un granero electoral y a los segundos porque nadie osará criticar a la hermosa juventud—, pero en la práctica se las hace la vida imposible. Fijaos en la vida cotidiana, en ese matrimonio de ancianos que acude a la ayuda de un buen samaritano para sacar dinero de un cajero automático porque ellos no saben hacerlo. El banco ya no les entrega el efectivo en ventanilla. O en el abuelo que recurre al nieto de doce años para que llame al servicio de atención al cliente de una gran empresa porque no sabe hablarle a un robot. O en aquellos jubilados que han dejado de recibir el correo postal de su  compañía eléctrica o aseguradora y, si se quejan, se les dice que consultar la factura por internet es más rápido y ecológico. ¡Como si todo el mundo tuviese un ordenador en casa!

Foto: KIKE TABERNER

Luego llegan las elecciones, y los políticos calientan a los pensionistas como si fueran clientes de una barra americana. El truco para ganar votos ha funcionado hasta hace bien poco, si bien esto parece que también está cambiando porque los jubilados se han cansado de ser utilizados cada cuatro años y han salido a la calle, unos con más razón que otros. El Gobierno, cuando los ha empezado a contar, se ha puesto nervioso.

Los que pusieron sus pensiones para salir adelante

Yo, que veía la vejez como un lejano suceso y ahora la tengo por una realidad posible y cercana, creo que los viejos se merecen nuestro respeto. Muchos aportaron sus pensiones para que sus familias salieran adelante en la crisis. Han hecho de niñeros con sus nietos. Han ejercido de padres en familias de las llamadas desestructuradas. Han puesto cordura donde no la había. Y ese sacrificio, esos años de esfuerzos y renuncias, rara vez ha sido recompensado o reconocido. Una vara para medir la calidad moral de una sociedad es ver cómo se trata a sus ancianos. Lo que llamamos Tercer Mundo en tono despectivo nos puede dar lecciones en esto. En Occidente los viejos son considerados una carga, un estorbo engorroso, como unos tratos que conviene aparcar, para que no molesten, en residencias gestionadas a veces por desaprensivos.

Malditos carcamales que se empeñan en vivir más de la cuenta poniendo en riesgo las cuentas de la Seguridad Social, además de sacar de quicio a la señora Lagarde, la dominatriz del FMI, a quien imaginamos vestida de cuero y con una larga fusta para darles su merecido a todos los parias del mundo. ¡Hagan el favor de morirse, por favor! ¡Y háganlo pronto, hoy mejor que mañana! Sólo si son jubilados con recursos vivan un poquito más e imiten al señor Berlusconi —ese joven viejo de rostro indescriptible al que profesamos sincera admiración— pasando por el quirófano para operarse del corazón o del alma. Y así de paso habrán contribuido a consolidar la recuperación económica.

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