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LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

¿Por qué os divorciáis tanto, valencianos?

Siete de cada diez parejas se separan en la Comunidad Valenciana. Divorciarse es más sencillo que romper un contrato de alquiler. La legislación lo pone fácil. Los valencianos, con su mayoritaria inclinación a liquidar sus matrimonios, demuestran que son un pueblo moderno. Han interiorizado que vivimos en el imperio de lo efímero, donde lo duradero está desacreditado

10/10/2016 - 

El primer sábado de cada mes quedo a cenar con tres amigos. Nos hacemos llamar los tres mosqueteros. Yo me reservo el personaje de Aramis, el que más me fascina de la obra de Dumas. La cena es un alivio para nuestras vidas, a las que les sobra rutina y les falta algo de novedad, como le pasa a casi todo el mundo. Mis tres amigos comparten una particularidad: rompieron con sus parejas (o fueron rotos por ellas). Uno es divorciado, el otro separado y el tercero ha acordado con la todavía mujer “una suspensión temporal de la convivencia”, a la espera de que resurja el amor o la relación se pudra definitivamente. El único que no se ha separado o divorciado es un servidor, que no se ha casado nunca.

A veces me pregunto, sin ánimo de dar lecciones a nadie, por qué los valencianos siguen empeñados en pasar por una vicaría o un juzgado si saben que existen muchas posibilidades de que su relación acabe mal.

Echemos un vistazo a las estadísticas.

Siete de cada diez parejas se rompen en la Comunidad Valenciana, según desvela un reciente estudio del Instituto de Política Familiar. Nos situamos a la cabeza, junto a canarios y catalanes. Estos, como son tan proclives a la independencia, lo comienzan aplicando con sus parejas. Pero ¿por qué aquí la gente le ha cogido el gustillo a divorciarse? ¿Será la sensualidad del carácter mediterráneo? Mis amigos, peritos en la materia, no acaban de aclarármelo. Cada uno aporta su razón pero no resultan convincentes.

"Casarse ante un concejal se me antoja necio, chusco e irreparable; es la peor de las maneras de fundar una convivencia"

Habría que empezar diciendo que divorciarse es más sencillo que romper un contrato de alquiler. La legislación española lo pone muy fácil. Cualquier excusa, por nimia que sea, es válida para cancelar un matrimonio. Yo creo que los valencianos, con su mayoritaria inclinación a divorciarse, demuestran que son un pueblo moderno, diría incluso que posmoderno. Con cintura para adaptarse a un mundo enloquecido, han aceptado que vivimos en el imperio de lo efímero, donde lo duradero está desacreditado. Una pareja que celebra sus bodas de plata despierta sospechas. Pensamos que es un montaje, que no puede ser verdad. Si las lavadoras se fabrican con una obsolescencia programada, ¿por qué no aplicar este concepto a las relaciones sentimentales?

Uno de los males de la condición humana es que pronto nos aburrimos de todo. La fatiga, el hastío, el tedio. Ese es el origen de nuestras desdichas, según nos recordó Pascal. Cuando todo va bien nos encargamos de estropearlo. Una vez que hemos conseguido pareja, dejamos pasar un tiempo —la media de una relación es de 16 años— y luego nos entra el deseo más o menos voraz de probar gente nueva.

Como el mercado aconseja renovar los productos cada temporada, hemos ido interiorizando, cada uno a su manera, esa mercantilización de los sentimientos. Los valencianos más que la media. Son un pueblo situado a la vanguardia de las relaciones personales, en las que lo líquido ha sustituido definitivamente a lo sólido. Se sienten cómodos en un sistema que te vende al principio los teóricos beneficios del matrimonio por amor —¡qué inmenso error olvidarnos del matrimonio por conveniencia!— y después te empuja a separarte.

En efecto, al capitalismo le conviene este auge de familias rotas porque se duplican los gastos: allí donde había una casa ahora hay dos con sus recibos de agua, gas y luz, etc., sin olvidar la partida que suele reservarse para la consulta del psicólogo infantil, tan necesaria para esos niños que son como una pelota de ping-pong en el tablero sucio de sus padres. ¿Hoy dónde me toca dormir, papá?

El matrimonio se queda sin defensores

En esta década que avanza poco a poco hacia su final van quedando escasos defensores del matrimonio, una institución cada vez más anacrónica en la que a estas alturas sólo creen monseñor Cañizares y algunos homosexuales. Triste ironía la que acabo de enunciar, la de dos enemigos encarnizados defendiendo la conveniencia del matrimonio, el uno como sacramento y los otros como respuesta a una demanda histórica, con la monogamia como obligación para las cónyuges.

En diciembre me han invitado a una boda en Sueca. Nada me despierta menos curiosidad que asistir a una ceremonia de esta naturaleza. Para colmo, es una boda civil. Si alguna vez me caso, algo que nunca se puede descartar en quien es un dechado de contradicciones, lo haré por la iglesia, ante un cura que hable latín, y en El Patriarca, en el corazón de Valencia, como un señor de toda la vida. 

Uno ha aprendido que lo importante son las formas, es decir, ser fiel a un estilo, saber estar y cuidar el blanco de tu camisa planchada. Por eso casarse ante un concejal de Urbanismo se me antoja necio, chusco e irreparable; es la peor de las maneras de fundar una convivencia, en el lugar equivocado y con la persona menos indicada. Y todavía será peor si el concejal del que hablamos es socialista porque, en ese caso, el mal fario estará asegurado.

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