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CARTAS DESDE BOLONIA

Risa, escándalo y tontería. Por qué repetimos que el humor es un género menor

¿Ha sido el humor un asunto maltratado en la literatura? Hay que tomar con precaución esa hipótesis. ¿Son minoría? Puede ser. Pero gozan de buena salud y de una gran tradición con los mejores nombres

5/06/2017 - 

VAlÊNCIA. ¿Es la literatura humorística un género menor? La pregunta se repite aquí y allá en cada presentación, en cada entrevista y en cada coloquio moderno o muy moderno. Como si fuera un cumplido introductorio al autor o autora de turno. Como si fuera una vindicación. O como si fuera un lamento. El lamento eterno, esencial y tremendista sobre nuestro país: piel de toro, vasto territorio de caínes y de abeles, país de charanga y pandereta, de guardias civiles y medallas a Vírgenes, a santas y a cristos de la buena muerte. Lo tenemos todo: alegría nacional y medallero olímpico.

Somos una gran nación, como ETA, porque nos hemos hecho fuertes con el humor de José Luis Moreno y de Arévalo en Noche de fiesta. Y con el de Ángel Garó, el de Cruz y Raya y el de Lina Morgan, que en el fondo estaban preparando a toda una generación para la angustia. En cine, José Luis Cuerda y Luis García Berlanga sabían de qué país hablaban. De los guardias civiles y de las medallas a Vírgenes, santas y cristos de la buena muerte custodiados por una legión de legionarios morenos, bultosos y tatuados haciendo coreografías. Es decir, el esperpento, tan de Valle-Inclán como de Paco Martínez Soria, ese actor que saltó a la fama por hacer eternamente de abuelo paleto y que escondía, en realidad, al socio de un prostíbulo de postín para la gente bien de Madrid.

Nuestra tradición es la humorística

¿Ha sido el humor un asunto maltratado en la literatura española? Hay que tomar con precaución esa hipótesis. Al fin y al cabo, pocas tradiciones nacionales ponen en la cúspide una obra como El Quijote, que no dejaba de ser la historia de un viejo loco que confundía cómicos con demonios y ladrones con botas de vino, y que iba acompañado de otro paleto pueblerino mucho más noble que aspiraba a ser emperador de una ínsula en medio del campo manchego. Lo del quijotismo y lo del espíritu de libertad frente a las imposiciones mundanas, es decir, la lectura profunda del Quijote, vendría luego. Lo que leyeron en el siglo XVII era un puro disparate.

También era un puro disparate la gran mayoría de obras teatrales del siglo de oro. Esa fue su mayor virtud y su mayor defensa cuando Lope de Vega en el Arte nuevo de hacer comedias argumentó que las obras debían hacerse pensando en quien las pagaba, y quien las pagaba se reía con amoríos entre criados, viejos verdes, amantes ridículos, cambio de identidades y un sinfín de enredos. Nada más tradicional a estas alturas, ni nada más humorístico, que El Quijote o que Los locos de Valencia, La dama duende, El lazarillo de Tormes, Góngora o Quevedo.

¿Son un género menor? En absoluto. ¿Son minoría? Puede ser. Mientras la cultura humorística española dejaba atrás a la otra generación del 27 y se fraguaba al calor del destape, los bingueros, Esteso, Pajares, la Ramona Pechugona, Gila, Eugenio, Faemino y Cansado, y las supergordas de Javier Gurruchaga, la literatura tras el franquismo no se decantaba a las claras por el humor, chusco o cínico, da igual.

Ciertamente deslumbró el talento de Eduardo Mendoza, que inauguró una nueva etapa de la parodia y, en general, de la novela española, y quien reivindicaría el humor de Cervantes precisamente el pasado mes de abril, en la recogida del premio que lleva su nombre: “Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector”.

Se distingue en él, con implícita maldad, una obra seria de una obra jocosa. El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas o la folletinesca Sin noticias de Gurb serían aquellas obras, grandes clásicos de la literatura secundaria, que le llevaron a decir a su autor: “En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades”.

Tampoco se puso a salvo de las responsabilidades Ramón J. Sénder, desde su exilio en San Diego, California, quien con La tesis de Nancy se reía de lo que hoy llamaríamos con gravedad el “choque cultural” entre una estudiante norteamericana de antropología llamada Nancy y su novio gitano llamado Curro. También desde su exilio, esta vez mexicano, Max Aub dedicó libros excepcionales al humor. Los Crímenes ejemplares siguen siendo deliciosos (y en edición de Media Vaca, aún más): “Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro”.

Villalobos, Pérez Andújar, Mendicutti

“Franco hizo quince visitas a Cataluña en cerca de cuarenta años, lo que sale a una visita cada 2,666666667 años. Hay quien ve menos a su familia”. Así comienza el paródico Catalanes todos, que catapultó a Javier Pérez Andújar al balcón del Ayuntamiento de Barcelona a celebrar las fiestas de la Mercé y a defender el TBO como sagradas escrituras, mientras una muchedumbre de independentistas lo llamaban “español” o “españolista”.

Retomaba un camino trazado por revistas, semanarios satíricos, cómics, pero un tanto desangelado por la última literatura. Y sin embargo, como con Mendoza, el público fue agradecido con el escritor. También lo ha sido a lo largo de su trayectoria con Eduardo Mendicutti, el gaditano que mezcla en sus ficciones risas y plumas, pues el componente gay hace que sus novelas sean a la vez risa y escándalo. Una mala noche la tiene cualquiera, Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy o Mae West y yo representan la brecha homosexual que ha abierto de par en par las puertas del gran armario español.

Es fácil rastrear el humor, el cinismo o la socarronería en Enrique Vila-Matas, Rafael Reig o Marta Sanz. Sin embargo, como género, hay que aplaudir al último Premio Herralde de Novela, el mexicano-catalán Juan Pablo Villalobos, quien en No voy a pedirle a nadie que me crea, urde una trama policial ridícula e hilarante llena de mafiosos mexicanos, argentinos insoportables, catalanes que en el fondo prefieren que nadie hable catalán y una red criminal que decide el destino de las tesis doctorales en teoría de la literatura. Dicho así no estoy seguro de que quede claro que es una novela estupenda. Lo es. Igual que es estupendo que se vuelva a premiar y a reconocer le literatura de risa, que no es una cosa menor, sino que entronca con una tradición intermitente y extraordinaria.

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