GRUPO PLAZA

LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

Un maravilloso anacronismo

La prensa de papel está en edad de prejubilarse, a la espera de pasar al retiro definitivo. Las cabeceras nacionales son como zombis que siguen andando, no se sabe adónde, por la inercia de tantos años de influencia ya perdida. Pero yo no puedo entenderme sin el periodismo, ese oficio hermoso y homicida

22/05/2017 - 

El viernes pasado, cuando regresaba a casa en el metro, besé a un hombre en la boca. Me salió así, tal cual, sin pensarlo. Un beso sincero, sin mala fe, en el que no hubo la más mínima ofensa a su destinatario. El hombre lo aceptó, sonrió y cerró los ojos. Acaso esperaba recibir otro beso de mis labios, pero esto no sucedió porque hay momentos irrepetibles que no conviene forzar porque te empujan a la melancolía.

Sin presentarnos nos cogimos de las manos. Un adolescente vestido con un uniforme de colegio concertado no nos quitaba ojo. Su profesor de Religión le habrá dicho que está muy mal que dos hombres se cojan de la mano mientras pelotean con sus miradas.

—Quería darle las gracias —me atreví a romper el silencio.

— ¿Por qué, querido? —respondió.

—Porque hacía muchos meses, quizá un año, que no veía a nadie leyendo un periódico de pago en el metro.

—¿Y eso te sorprende?

—Mucho; eche una mirada a su alrededor.

Todos los viajeros de nuestro vagón, no importaba su edad, sexo ni condición social, estaban mirando, absortos, sus cachivaches. Tal era su ensimismamiento que nadie, salvo el escolar de mirada traviesa y aviesa, había reparado en que el lector de periódicos y yo nos habíamos besado en la parada de Àngel Guimerà.

Seguimos hablando de generalidades. Me dijo que se llamaba Basilio. Le mentí sobre mi nombre. En la era de la transparencia conviene confundir con tu identidad, sembrar pistas falsas sobre quién eres. Se bajó en Jesús y tuvo el atrevimiento de besarme en las mejillas. No rechacé esta muestra de cariño, aunque pensé que se había cogido demasiada confianza durante el trayecto.

Basilio tenía toda la pinta de un prejubilado de Telefónica o del Santander. Su cara de hombre que no sabe llenar los vacíos de su vida lo delataba. Sólo había que ser un poco perspicaz para percatarse de ello. Con probabilidad se había apuntado a un club de senderismo e intentaría jugar al pádel pese a sus dos hernias discales. Pero nada de esto le acaba de convencer; mal que le pese, añora su cargo de subdirector en una oficina bancaria de Benetússer. Fuese o no fuese un prejubilado del Santander, a mí lo que me enterneció de ese señor es que leyera un periódico de papel… ¡en 2017! No pasará mucho tiempo en que conductas como la descrita estén tipificadas en el Código Penal. 

Uno teme que cualquier día la prensa de papel se derrumbe llevándose por delante a muchos compañeros. No me resultará indiferente. Viví del periodismo 20 años

Como el protagonista de nuestro artículo, la prensa de papel está también en edad de prejubilarse, a la espera de pasar al retiro definitivo. Las cabeceras nacionales, que limitan hoy su influencia a Madrid y su contorno, son como zombis que siguen andando, no se sabe adónde, por la inercia acumulada durante tantos años de relevancia ya perdida. Ninguno de esos cuatro diarios supera cada día los 100.000 ejemplares vendidos. Las tiradas son ridículas en un país con 46 millones de habitantes. ¿Cómo es posible que sobrevivan? Encontraréis pocas empresas que no hayan cerrado después de perder más de la mitad de su negocio en un decenio. Eso le ha ocurrido a la prensa escrita.

Uno teme que cualquier día ese castillo de naipes se derrumbe llevándose por delante las expectativas vitales de muchos compañeros. Sé de lo que hablo. Cuando eso suceda no me resultará indiferente porque viví del periodismo durante 20 años. Tuve la suerte de trabajar en Las Provincias de María Consuelo Reyna y en la edición regional de El Mundo de Benigno Camañas, dos periodistas que explican en parte que yo escriba estas líneas para Valencia Plaza.

Soy de oler y tocar el papel de un diario impreso

No puedo entenderme sin el periodismo, ese oficio hermoso y homicida. Estoy orgulloso de escribir en diarios digitales como este, que con tanta generosidad me ha acogido, pero persisto en la funesta manía de acercarme a algún quiosco —de los pocos que van quedando abiertos— cada mañana. Diréis que soy un ingenuo por gastar un euro y medio en un diario de 48 páginas, y llevaréis razón. Pero soy de tocar y oler el papel y de pringarme las yemas de los dedos con la tinta de un periódico recién comprado.

Ramón Gómez de la Serna escribió sobre su idea de felicidad, que era algo así como pasearse por la Puerta del Sol con las manos metidas en los bolsillos de la americana. Tengo una noción diferente de la felicidad a la de Ramón: para mí consiste en madrugar un domingo, salir de casa, callejear por una ciudad desierta, saludar al quiosquero del barrio y  dirigirme, con el periódico bajo el brazo, a un bar limpio, sin cáscaras de gambas en el suelo, a tomar un café caliente. 

Lo que cuento le será difícil de entender a todo aquel con menos de 40 años, pero para alguna gente de mi edad comprar el diario formó parte de una manera civilizada de estar en el mundo. En esa cadena de despedidas en que se convierte la vida, también tenemos que prepararnos para decirle adiós a la prensa de papel, ese maravilloso anacronismo. Sólo pedimos que nos dejen abierto algún quiosco hasta 2020, año en que llegará el tan esperado fin del mundo, según me confesó una conocida mía.

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