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La nave de los locos  / OPINIÓN

Vuelva usted mañana (al banco)

La banca sigue siendo una institución tan odiosa como necesaria. Por mucha campaña de imagen que se pague con nuestro dinero, suspende en la consideración de los ciudadanos, que no olvidamos las tropelías de personajes tan despreciables como Rodrigo Rato, ese pirata con perilla  

15/08/2016 - 

El día de 1837 en que Mariano José de Larra se pegó un tiro en el pecho con una pistola pequeña y coqueta, el país seguía gobernado por hombres ineficientes y presumiblemente corruptos. 

Esa mañana de febrero, Larra salió de su casa en la calle Santa Clara y se dirigió a Arenal. Entró en el sitio acostumbrado para desayunar. Evitó los churros; se conformó con un bizcocho que mojó en una taza con café. Después caminó hacia la Puerta del Sol. Eran las nueve de la mañana. Acababan de abrir el banco. Sólo un cliente se le había adelantado y ya era atendido en ventanilla. Larra sacó el dinero de su cuenta (ignoramos para qué si se suicidó horas después) y se metió los billetes en un bolsillo de su pantalón gris marengo que hacía juego con un chaleco rojo burdeos de fabricación francesa. Empleó, exactamente, seis minutos en hacer la gestión en el banco, que disponía de sucursales por todo Madrid. 

Hoy, en el mes de agosto de 2016, no quedan bancos en la Puerta del Sol. En su lugar hay tiendas de regalos, heladerías, bares y cafeterías, unos grandes almacenes y establecimientos para comprar ropa juvenil y deportiva, idénticos a los que pueden verse en La Coruña o Cádiz. Es frecuente que la plaza esté concurrida desde primeras horas de la mañana. En ella coinciden turistas de provincias, carteristas de distintas nacionalidades, algún chapero que no sabe dónde dormirá hoy, niños que consultan sus móviles imitando a su sus padres, saltimbanquis y hasta bailarines que imitan los pasos de Michael Jackson.

La Puerta del Sol ha cambiado mucho desde que Larra paseaba por ella. De hecho, la facilidad con la que el insigne periodista sacó todo su dinero del banco, sin apenas tiempo de espera, es difícil de imaginar hoy. Sabemos que acudir a una oficina de un banco o de una caja de ahorros es una tarea ingrata, que requiere paciencia y templanza, el último recurso siempre que haya otra alternativa a mano. 

La banca es el único sector que obliga a los clientes a adaptarse a su manera de trabajar, cuando debería ser al revés; te dicen cómo y cuándo disponer de tu dinero

Nada más cruzar el umbral de la puerta, el cliente se tropieza con una larga cola de personas que aguardan a ser atendidas. Salvo rarísimas excepciones, sólo hay un cajero en cada sucursal. Su cara de agotamiento, cercana a la extenuación, despierta, en algunas ocasiones, la ternura y la complicidad de los presentes. El cajero, castigado por no se sabe qué razón, soporta jornadas extenuantes y los clientes, que no corren mejor suerte, deben esperar hasta una hora o más, según los casos, para ser atendidos. Nada que ver con la banca del siglo XIX, que disponía de personal y horarios más amplios en su trato con los ahorradores. 

Este problema se ha agravado en los últimos meses porque la mayoría de los bancos y de cajas han cerrado parte de sus oficinas y han despedido al personal de más edad. Esta medida se repite cada cinco o seis años. Donde había tres oficinas en el barrio ahora sólo queda una. Es normal, por tanto, que la sucursal que permanece abierta esté atestada de público, lo que empeora el servicio, circunstancia que no parece importar a los ejecutivos de Madrid o Barcelona que adoptan estas decisiones.  

“Haga sus gestiones por internet”

La última vez que acudí a una caja de ahorros —rescatada con dinero público y hoy camuflada bajo un nombre inglés—, me encontré con que la directora despachaba en la caja. Sólo estaba ella en la oficina una mañana de julio. Dada su falta de práctica, no se aclaraba con lo que tenía que hacer. Los minutos pasaban y la desesperación de los clientes crecía. Eran cerca de las dos y algunos se marcharon para volver al día siguiente. Cuando me llegó el turno, le comenté educadamente que no nos merecíamos ese trato. Me contestó que disponía de internet y de la banca telefónica para hacer mis gestiones. Conozco ese argumento para el que tengo respuesta: “Si todos hacemos las gestiones por internet, usted acabará sobrando”. Me sonrió con desprecio y añadió: “El siguiente, por favor”.

A la luz de mi experiencia, la banca sigue siendo una institución tan odiosa como necesaria. Por mucha campaña de imagen que se pague con nuestro dinero —esas que dicen que lo importante son las personas—, suspende en la consideración de los ciudadanos, que no olvidamos las tropelías de personajes tan despreciables como Rodrigo Rato, ese pirata con perilla. La banca, además, es el único que sector que obliga los clientes a adaptarse  a su manera de trabajar, cuando debería ser al revés. Ellos te dicen cómo y cuándo puedes disponer de tu dinero, si puedes hacerlo en ventanilla o has de acudir al cajero automático, por no hablar de cuando te suben las comisiones de manera unilateral.

¿Por qué maltrata la banca a sus clientes, especialmente a los de mayor edad? Porque sabe que, haga lo que haga, saldrá ganando, como se ha demostrado en esta crisis. Papá Estado acudirá siempre al rescate. La responsabilidad de esa impostura no es del cajero desbordado de trabajo, que se mantiene a base de tranquilizantes, ni de la directora que te despide con una sonrisa displicente y que tiene las horas contadas en su trabajo. A fin de cuentas, ambos pagan, como los clientes, las torcidas decisiones que les llegan de arriba, de esos futuros perceptores de indemnizaciones millonarias que, incluso cuando violan la ley, siempre acaban yéndose de rositas. Sólo cuando juegan al golf, según me cuentan allegados míos, se relajan y parecen humanos.  

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