Bitácora de un mundo reinventado  / OPINIÓN

Fantasías sexuales a revisión

27/09/2024 - 

En La Banalidad del Mal, Hannah Arendt desentrañó por qué no hacía falta ser un monstruo para planificar el asesinato de millones personas en los hornos crematorios nazis. Sólo hacía falta no pensar, obedecer órdenes, mandatos. Ser un funcionario obediente y gris, ni alguien abyecto ni brillante, ni siquiera alguien con dificultades para distinguir el bien del mal; Gisèle Pélicot nos ha enseñado que también un violador es banal. Alguien correcto que gusta a su vecindario, como ha sido hasta ahora su marido. Un señor que obedece mandatos internos, poderosos, que un día cualquiera mueve su fantasía sexual al plano de la realidad y cosifica a su mujer para conseguirlo. Como el nazi juzgado en Israel tras la guerra, el francés tenía un gran talento logístico. Lo usó para sedarla, ofrecerla y grabarla con los 92 perpetradores que hizo entrar en casa durante diez años. Ellos también eran obedientes y correctos, acudían duchados y debían desnudarse en la cocina sin un ruido. Todos eran Adolf Eichmann, el hombre anodino que usaba su inventiva para la logística de la Solución Final; Pericot un marido cualquiera que multiplica su golpe y lo hace maestro, logra amplificar el daño con una sencilla web que recibe 500 mil visitas al mes. Ninguno de esos visitantes pensó en poner una denuncia.

Asistimos estos días al juicio de estos 72 hombres banales que aceptaron violar gratis a una desconocida y nos estremece la cloaca que llevamos dentro. Muchos se indignan. Ya están aquí las feministas llamándonos bestias a todos, oigo, exagerando como sólo ellas saben. Pero el foco no está ahí sino en lo latente: se trata de acabar con ese manojo de fantasías eróticas que mueven el mundo. Esa machacona puesta en escena en la que una violación resulta excitante. Parecen sólo fantaseos, no salen de la cabeza. Ideas comunes pero inocentes. No lo son. Un porcentaje de personas se plantean tarde o temprano llevarlas a lo real. Si la fantasía es hacer un trío, de acuerdo. Si se trata de un racimo de adolescentes que ven porno en su móvil (desde que estrenaron su Smart phone por la primera comunión), tenemos una manada.

No sólo el imaginario masculino está permeado de sumisión, disciplina y dominio. Que se lo digan a la autora de Cincuenta sombras de Grey, que ha vendido más de cien millones de copias. Esta versión moderna del Drácula de Bram Stoker reduce el erotismo femenino al paradigma del sometimiento y refuerza la idea de que el sexo es “eso que los hombres hacen a las mujeres”. En ese guion de Hollywood del calentón universal, seguimos encasilladas. Parece que no vamos a salir nunca de la cosificación y el masoquismo, o sea, el disbalance en la escala de poder.

Gislèle Pélicot, como la célebre filósofa judía, se ha colocado en el lugar de la verdad a pesar de las ampollas que iba a levantar con ello. La verdad de Arendt fue que no se requerían monstruos para el mal monstruoso. Péricot consigue además que la vergüenza cambie de bando. La aplaudimos. Su cara es un poema cuando sale del juicio porque no expresa drama ni sorpresa detrás de sus gafas de sol. Parece una mujer de escayola, ha perdido la sangre. Vivía con un vampiro sin saberlo. Se confiesa una ruina y cuesta acusarla de exagerada, comedianta o fantasiosa. Histérica. Cuesta hacerle “luz de gas” también a ella.

El tema provoca asco e incredulidad, ha inflamado las redes y los debates. Discutimos en las sobremesas, en los corrillos del trabajo, aquí y allá se reaviva el MeToo y todo dios se revisa dentro. Los más evolucionados se asquean de que ser hombre implique eso, los menos nos acusan de nuevo a nosotras de victimismo, de histeria, de exagerar el daño: se nos hace luz de gas porque elevamos una protesta. El año pasado fue el beso de Rubiales y entender que, demasiadas veces, blanqueamos o negamos abusos de cualquier calibre pero ya basta. No tragamos con más impunidad hacia los abusadores. Llegar este año al fondo del asunto Pèricot implicaría revisar aquello que nos excita.

Not all men, but always men, se lee en las pancartas que toman las calles por todo el mundo. Una vez atendí a un joven que aseguraba haber sido violado por su novia. Había aprendido a enfrentar la incredulidad y añadía, de forma refleja, que su ex era policía para que la imaginase corpulenta, imbatible. Me negué a personarme como perito en su juicio. Not all Men, but always Men. Entonces no conocía el eslogan, ni había reflexionado sobre ello. Tampoco había caído en la cuenta, como denuncia Najat El Hatchmi, de que todas estamos implicadas en la cultura del porno. Ningún consumidor de porno le suelta la frasecita (not all men...) a los productores de las películas que les venden orgasmos fáciles. Esos ofendiditos se reservan su indignación para nosotras, las feministas, y sólo cuando Gislèle nos ayuda a ir un paso más allá en el clamor contra esta mala educación secular. Cada vez abrimos mejor los ojos al maleficio. Porque no sólo se trata de visibilizar abusos laborales y sumisiones químicas: se trata de bajar al subsuelo de nuestra programación mental y entender cómo la desigualdad se nos ha marcado a fuego hasta el mismo inconsciente.

Alguien dijo una vez que todo en la vida parece que vaya de sexo salvo el sexo, porque el sexo no va de sexo sino de poder. El ex marido de Pèlicot se ha confesado violador, pero debería confesarse también un pringado, un infeliz, un nadie. Hemos sabido que no era un monstruo, ningún violador lo es, solo un pobre infeliz que sonreía a la cámara. También nosotras sonreímos a la cámara. Leemos Las Cincuenta Sombras y hasta idolatramos a ese millonario que guarda látigos en el sótano. Es como se nos ha educado y este es el eje que impera en la humanidad desde su inicio, un relato tan poderoso como el eje polar que condiciona nuestros giros sin resistencia. Se nos ha dicho que así somos, pero no se trata de una esencia natural: por fin entendemos que es cultural. Los animales no violan, y menos en masa.

Un maleficio mediado por la educación, la cultura que consumimos, los modelos familiares que copiamos. West Side Story, Grease, Pretty Woman. Si te llamas Bertolucci y quieres rodar tu fantasía de sexo con una desconocida, la historia se llama Último tango en París. Solo cuando la malograda Maria Schneider falleció en 2011, el aplaudido cineasta confesó que lamentaba no haberla avisado de la escena de la mantequilla. Necesitaban captar en su cara el impacto natural de la sorpresa y el horror: el realismo logrado formó colas de españoles en los cines de Francia durante su estreno. Así nos educamos. Es como se nutre un linaje, un testigo que pasamos de generación a generación.

Sabina Urraca en El Celo le hace la autopsia a este subsuelo y describe lo telúrico en un grupo de apoyo de mujeres maltratadas. "Yo sólo siento con él…”, dice Mecha, que explica las reconciliaciones con un novio que ha intentado liquidarla tres veces. Mecha es ficción, pero está tan bien construida como las jóvenes que he atendido en la consulta, mujeres Frankenstein, muertas y resucitadas una y mil veces, tambaleantes, recosidas, tercas en el dolor. Siempre me quedo perpleja al comprobar cómo vuelven una y otra vez a su agresor, la forma maniática de abrazar a su carcelero y verdugo. Hace poco conocimos el horror del silencio de Alice Munro, que había hecho literatura como nadie con este descenso a los infiernos.

"Se puede tratar la violencia acumulada en el cuerpo ―escribe Urraca―, aplacar el terror, hacer que se suelen unas costillas, pero es muy difícil extraer un maleficio".

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