La editorial barcelonesa Blackie Books acaba de publicar el tercer libro del escritor gallego, autor además de uno de los mejores podcast de temática literaria del momento, Grandes Infelices
VALÈNCIA. “Escribirnos y leemos para olvidar que vamos a morir, para escapar del absurdo de la existencia. Creo que ese es el motivo por el que nos obsesionamos con las historias. Las inventamos para olvidar que nada tiene sentido. Para evitar la locura”. Puede que Javier Peña (A Coruña, 1979) no sea el escritor más optimista y dicharachero de su generación, pero es precisamente su estilo narrativo melancólico y ultrasensible lo que le hace despuntar entre muchas otras voces literarias de su tiempo. Humilde incluso para confesar su propio ego de novelista, el autor gallego acaba de publicar en Blackie Books un libro que se sitúa a medio camino entre el ensayo y las memorias, y que además mantiene un lazo directo con el podcast de temática literaria Grandes Infelices, que Peña dirige y presenta desde hace dos años, con enorme éxito además -acumula más de 150.000 oyentes y dos millones de escuchas-.
Aunque Tinta invisible (2024) es el tercer título que publica en la editorial barcelonesa -le precedieron las novelas Infelices (2019) y Agnes (2021)-, probablemente muchos lectores se asoman por primera vez a sus libros después de enamorarse del citado podcast, en el que Peña narra las trágicas vidas de grandes autores de la literatura universal. Lo hace siempre de una forma muy literaria, amplificando detalles aparentemente secundarios, creando metáforas bellísimas, introduciendo preguntas retóricas, interpelando al oyente, metiendo cliffhangers para mantenerlo en vilo… Es un podcast de escucha sosegada, sin fuegos de artificio. Peña tiene un talento especial para convertir las vidas de los demás en cuentos bellísimos, llenos de hallazgos y anécdotas interesantes.
Todos estos rasgos de estilo están presentes en Tinta invisible, un libro que también se ha cosido con retales de biografías de escritores y escritoras. La diferencia reside en el hecho de que, en esta ocasión, el autor entrevera su propia historia. Una sumamente íntima y catártica: el recuerdo y el análisis de las últimas semanas que pasó con su padre antes de fallecer. Es una “odisea emocional” -así lo describe la propia editorial, de forma bastante certera- en la que las alegrías y las miserias de Shakespeare, Roald Dahl, Kafka, Margaret Atwood, Tolstói, Saramago, Vonnegut, Melville, Juan Rulfo o Emily Dickinson se entremezclan con las suyas propias. ¿Por qué? Muy fácil: porque todas ellas, ya hayan nacido en el siglo XIX o en el XXI, son personas atravesadas por el poder de las historias. Enganchadas a ellas al mismo tiempo como lectores y como creadores.
“Tarde o temprano, los escritores acabamos escribiendo de una u otra forma sobre la muerte de nuestros padres”, apunta Peña en el libro. Lo que ocurre es que, en su caso, esa deuda tenía una doble razón de ser. El padre de Javier Peña, que trabajó toda su vida de marinero, lo que le obligaba a pasar largos meses en alta mar lejos de su familia, era además un lector empedernido. Entre hijo y padre no fluían las conversaciones íntimas y trascendentes; sin embargo, las reseñas literarias y las curiosidades sobre vidas de escritores discurrían entre ellos como en una autopista de doble sentido. Tinta invisible es el duelo de un hijo que muchos meses después de la muerte de su padre comprende por fin el enorme papel que ha jugado este en su propia construcción como escritor. “Creo que intento conocer a mi padre conociendo a los autores que ambos admiramos”, se dice a sí mismo en un capítulo central.
Si Irene Vallejo nos enamoró absolutamente con El infinito en un junco, un ensayo de enorme valor literario sobre la historia de los libros y su importancia tanto física como simbólica, Javier Peña hace un ejercicio más fragmentario, pero similar en su esencia, sobre las ficciones que nos habitan. No es de extrañar que la filóloga y escritora maña haya descrito Tinta Invisible como “un libro fascinante”.
No debemos llevarnos la impresión equivocada de que estamos ante un libro “bajonero”. A pesar de su halo melancólico, en Tinta invisible hay muchos momentos divertidos. Anécdotas poco conocidas que Javier Peña ha ido extrayendo mediante la lectura de decenas y decenas de biografías (todas ellas están generosamente listadas al final del libro, para quien quiera buscarlas).
Hay páginas que desvelan los hábitos de escritura poco ortodoxos de algunos escritores. J. D. Salinger escribía en un búnker, situado a 500 metros de la casa de Cornish (New Hampshire) donde se refugió para huir del éxito de El guardián entre el centeno. John Cheever se levantaba por las mañanas, se vestía como si fuese a la oficina y bajaba en el ascensor junto a sus vecinos, igualmente trajeados. Pero él continuaba bajando hasta el sótano del edificio, donde se quedaba en ropa interior y se sentaba delante de la máquina de escribir.
Curiosa también es la relación de algunos autores célebres con la mentira. Parece ser que Juan Rulfo frisaba la condición de mentiroso patológico, y Mark Twain defendía el embuste como un arte que debía incluirse como materia curricular en los colegios. Descubrimos casos verdaderamente tronchantes, como el de T. Lobsang Rampa y el timo de El tercer ojo, ese librito que causó furor entre la comunidad new age occidental, pero que en realidad no fue escrita por ningún monje tibetano, sino por un fontanero desempleado que se llamaba Cyril Hoskin.
Peña nos descubre historias de envidia y admiración, como la que existía entre Tolstói y Dostoyevski; y también de los egos y las inseguridades que atenazan al novelista. “Escribir es dedicar tu vida a algo que nunca sabrás si es lo suficientemente bueno”, dice Peña. Susan Sontag lo bautizó como la “agonía del escritor”. Es un embrollo emocional complejo, porque, en opinión del autor coruñés, “para que una historia esté completa, debe ser compartida, y para compartirla, hace falta ego. El problema en sí no es el ego, sino una desmesura de él”. Hay casos, de hecho, en los que la confianza en uno mismo, e incluso un puntito de arrogancia, es necesaria para no dejarse ningunear; para seguir adelante hasta que a todo el mundo le quede claro que sí vales. Y sino, que se lo digan a Ursula K. Le Guin y a tantas otras mujeres escritoras.
Más sufrimientos “gremiales”: el bloqueo del escritor -lo sufrieron, por ejemplo, Francis Scott Fitzgerald y Paul Auster, que llegó a plantearse abandonar la literatura- y la pereza. Escribir un libro, decía Orwell, “es una lucha horrible y agotadora”. Flaubert, por su parte, comparó el gesto de escribir con el de tocar el piano con unas bolas de plomo atadas a cada falange. Aunque, para procrastinadores, Victor Hugo. El autor de Los Miserables era capaz de ingeniar las excusas más alambicadas con tal de no ponerse a escribir y entregar a tiempo.
¿Será, de algún modo, la procrastinación, una forma de evitar el miedo al fracaso? Una de las reflexiones que hace Peña en relación a la proverbial sensibilidad del escritor ante las críticas ajenas es el hecho de que “escriba de lo que escriba, un escritor se escribe siempre a sí mismo”. Por eso, añade, las historias de ficción son una parte muy íntima del autor. Tanto que su fracaso “solo puede interpretarse como una derrota personal”.