Un canto a los pequeños comercios históricos frente a la pandemia a ras de calle. Simple, Atypical Valencia y Gnomo eligen sus inspiraciones
VALENCIA. Botiga, botiga. Charlo de comercios de memoria infinita con quienes hoy tienen tiendas singularmente totémicas en la ciudad pero recientes en el tiempo. En plenas navidades alguien viene a darles la lata para hablar de botigues, para descifrar cuáles son aquellas que han venerado, las que les inspiran y a las que admiran. Llamaremos a esto un crossover, término que cualquier día la RAE admite entre sus estantes.
A vueltas con la protección del pequeño comercio deberá aparecer un Salvem que se proponga poner diques al cierre pandémico que sufren las tiendas eternas de la ciutat, con sucesos ejemplarizantes como cuando Unión Musical Española se trasladó de su bajo emblema en la calle la Paz para dar paso a un Ale-hop, especie colonizadora que se ha propuesto ocupar por completo el centro urbano.
Lágrima melancólica cada vez que una persiana baja definitiva. Sollozo impotente. Ay. El histórico comercio, minifundismo mercader, sucumbe ante el latifundio corporativo. Puede parecer solo cuestión melancólica y de resistencia al tiempo, algo de eso hay. Pero sobre todo es un temor a seguir viendo como el paisaje central de la ciudad -de ésta, de cualquiera- se vuelve un mejunje de franquicias, calles de plástico. Qué aburrimiento. Dónde está la variedad.
Los Simple, Sebastian Melmoth, Dadá, Madame Mim, Gnomo, Rafael Solaz, Kauf, Linda Vuela a Río, Atypical Valencia, The Apartment, Bartleby, Tresors… Quienes están llamados a convertirse en nuevos Luis Farinetti, bar Líbano, confitería Villanueva, bromas Moratín de una era distinta. A casi todos les une la vocación por agitar la ciudad tras su mostrador. Como asestan los Gnomo, “nuevo comercio de toda la vida”. Y que viva la botiga.
Es la calle Caballeros. Está Virginia Lorente en su Atypical Valencia, como un gran teatrillo de escenarios múltiples de los cuales ella mueve los hilos. "¿Qué tienda histórica te ha influido?", pregunto.
“Si pienso en una tienda legendaria la mente se me va a Lanas Paraíso en la Plaza del Mercado, número 24, quizá porque el nombre ya rezuma nostalgia y pasado, seguro porque pasé la infancia metida en una tienda de lanas, rodeada de ovillos, de señoras tejiendo y hablando sin cesar, ordenando madejas por colores en pequeños estantes cuadrados hasta componer unas matrices fantásticas, con el mismo esmero y cariño con el que expongo mis diseños por colores en los pallets, alineo las postales, los recortables, los puzles.
Siempre que paso, me quedo un rato observando a los dos señores, bien podrían ser personajes de Delicatessen, callados, rodeados de montañas de lana. Veo las novedades, esas lanas gruesas, naturales y me muero de ganas de meter la nariz, olerlas, comprobar el calorcito que dan y comenzar a tejer, lo que sea, pero tejer. Y dirás, no tiene nada que ver con mi pequeño @typical. Pero hablamos de vender emociones, recuerdos, nostalgia. Acaba de irse una chica del Cabanyal, que ahora vive en Boston, y se ha llevado el desplegable y una buena dosis de melancolía; imagino que la misma que siento yo delante del escaparate de Lanas Paraíso”. Toma.
Tienda Simple, calle Danzas. Javier Ferrer sonríe en una atiborrada trastienda, botiga capital del deseo en la vieja Valencia. Piensa en una inspiración y lanza: “La tienda es Sombrerería Albero. Siempre me ha gustado que conserve ese sabor a eterno, que se encuentra fuera de las modas y que sigan trabajando con mobiliario de origen. Debe de haber sido difícil no querer adaptarse a las modas desde que se fundó, muy muy dificil. Imagínate los años 60, 70, 80… un montón de negocios borraron su pasado origen para adaptarse a nuevos tiempos. Me emociona ver esa perseverancia y falta -bien entendida- de ambición. El producto que venden tambien me parece exquisito y fuera de tiempo. Mantenerse vendiendo sombreros y gorras, fuera también de las tendencias dominantes; saber destilar ese clasicismo (producto de siempre, boinas, sombreros clásicos y gorras duck) es lo que más me gustó de ellos. Son unos verdaderos héroes para mí”.
Gnomo, calle Dénia. Álvaro Zarzuela y Esther Martín son Gnomo, una trama de fantasía hecha hangar de productos. “Mucha gente nos compara con la mítica Agua de Limón (estaba en la calle Jorge Juan, diseñada por Mariscal) y nos hace una ilusión tremenda. Poco después de abrir incluso vinieron los dueños y se presentaron. Sabemos de la fama de Agua de Limón y nos encanta que se acuerden de ella cuando vienen a Gnomo.
Ofrecían una cuidada selección de artículos, basados siempre en el diseño de calidad y la creatividad. Era también una concept store, antes incluso de que ese término existiese, al menos en España. Su oferta era, como la nuestra, ecléctica y al mismo tiempo selectiva”.
Si hay que pedirle alguna cosa a 2016 (tampoco nos pongamos exquisitos) apúntenme ésa: que los comercios pequeños no sean solo una pieza bucólica que exponer, que no sean como las revistas de culto que tienen que cerrar por exceso de amor. “No me quieras tanto, cómprame más”. Que la ciutat a pie de calle sea divertida, personal, menos repetitiva, que no sea un amasijo de marcas blancas.