VALÈNCIA. Existe un auténtico corpus historiográfico sobre la represión franquista durante la posguerra inmediata, numerosos trabajos que analizan rigurosamente tanto la eliminación física de los vencidos como su privación de libertad en diferentes espacios de confinamientos en condiciones espeluznantes. Pero, ¿cómo trató la República a los partidarios del golpe militar de julio de 1936 en aquellas zonas y ciudades –como Valencia– donde fracasó? ¿Los juzgó? ¿Los fusiló? ¿Los confinó? En este último caso, ¿dónde? ¿En qué condiciones? ¿Estaban hacinados? ¿Tenían jabón para lavarse? Si se ponían enfermos, ¿se les dispensaba atención médica?
En Salud y enfermedad tras las rejas durante la Guerra Civil (La asistencia sanitaria en las prisiones de Valencia capital de la República) Xavier Garcia Ferrandis intenta responder todas estas preguntas tomando como paradigma el caso de Valencia. Dado que, como es bien conocido, la ciudad acogió la capital del Estado republicano durante buena parte de la guerra, el libro también ofrece mucha información de otras zonas del sudoeste de la España republicana, como Orihuela, Calpe y Albatera (Alicante); Totana (Murcia); Almería, Jaén, Ciudad Real, etc.
Durante la Guerra Civil se articuló en Valencia un verdadero universo carcelario. La posición de retaguardia de la ciudad y gran parte de su provincia durante la totalidad del conflicto favoreció el traslado de reclusas y reclusos de otras ciudades menos estables desde el punto de vista militar, muy especialmente desde Madrid. A las prisiones que ya funcionaban antes de la contienda se les unieron nuevos espacios de confinamiento habilitados ad hoc, mayoritariamente en propiedades de la Iglesia. Paradójicamente, muchos de estos lugares fueron utilizados por las autoridades franquistas al acabar la guerra. Por ejemplo, el tristemente famoso campo de Albatera había sido habilitado por la República en octubre 1937, algo poco conocido.
Ahora bien, el trato que ambos regímenes ofrecieron a la población reclusa fue radicalmente opuesto. La Dirección General de Prisiones republicana destinó grandes partidas presupuestarias al suministro de alimentos, jabón y material médico-quirúrgico de los diferentes espacios de reclusión, así como al sueldo de los médicos que allí trabajaban. La prolongación de la guerra, sin embargo, no pudo evitar que las condiciones higiénico-sanitarias se fueran degradando, haciendo acto de presencia el desabastecimiento y el hacinamiento, que pronto se tradujeron en enfermedades de transmisión aérea con la tuberculosis a la cabeza.
Por el contrario, las autoridades franquistas, inmediatamente tras la guerra, entendieron el sistema penitenciario como una macabra antesala: confinaron en condiciones terribles a miles de españoles y españolas que no tenían otra cosa que esperar sino la muerte, bien por inanición y enfermedades, bien en el paredón.