Coreografías de tres, seis, ocho y hasta 24 horas retan al espectador a detener el ritmo de estos tiempos desenfrenados
VALENCIA. Una propuesta de danza de tres horas de duración contradice los tiempos multitarea y multipantalla que vivimos. Es más, se puede encajar como una provocación. Y es esa mezcla de reto e increpación al espectador la que ha motivado a Sandra Gómez este cambio de tercio en su trayectoria. La coreógrafa y performer, curtida en legión de solos, escenifica el próximo 20 de enero en Carme Teatre Heartbeat, una propuesta en la que a los asistentes se les permite entrar y salir de la sala según sus necesidades. Ya sean de tipo fisiológico, ya marcadas por la fruición en las redes sociales.
“Estoy cómoda trabajando espectáculos unipersonales, así que me he sentido preparada para experimentar con el formato temporal y salir del típico solo que dura entre 45 minutos y una hora”, comparte Sandra, integrante, junto a Vicente Arlandis, de la compañía Losquequedan.
Heartbeat es un trabajo muy austero en elementos escenográficos. Sus mimbres son el cuerpo, el espacio, el tiempo y el movimiento. El baile se apoya en una playlist de 180 minutos de éxitos del techno, el dance y la electrónica. La bailarina no trabaja una técnica concreta, sino que, a partir de la modulación y gestión de su energía, fundamental para no desfallecer, va alternando diferentes estilos. “Se puede observar como un viaje, un recorrido que atraviesa diferentes plasticidades del movimiento y que puede sonar a cuerpos distintos”, avanza.
Su formación en danza contemporánea aflora entre expresiones de la cultura más pop y callejera. Popping dance, krumping, uprock, y twerking se van improvisando en una coreografía que no está marcada.
El título de su espectáculo está presente a nivel sensorial. En el plano visual, una proyección de un electrocardiograma presenta el latido del corazón de Sandra a tiempo real. En el sonoro, tanto al arranque como al término de la función, la coreógrafa se sirve de un dispositivo doppler que amplifica el sonido de sus palpitaciones. Y, finalmente, en el táctil, se invita al espectador a poner la mano sobre el pecho de la performer y sentir el latir de sus entrañas.
“Durante esas tres horas, hago un ejercicio de permanencia en el escenario en el que le doy al espectador la opción de entrar y salir, pero detrás de este montaje, hay una apelación: “¿Cómo vas a mirar esto?”. A la audiencia se le demanda una forma diferente de mirar”, expone Gómez.
No es la primera experiencia de este pelaje. Entre los referentes de la coreógrafa se hayan artistas plásticos que trabajan la ligazón entre arte y vida. La más obvia es la pionera de la performance Marina Abramovic, pero también le ha servido de inspiración la obra del artista chino Tehching Hsieh, que entre 1978 y 1986, protagonizó cinco performances de un año de duración.
El pionero en el ámbito de las artes del movimiento fue el belga Jan Fabré. El flamenco es el autor de Esto es teatro como era de esperar y prever y El poder de las locuras del teatro, piezas que convulsionaron la escena internacional en los ochenta. Desmesuradas en su duración -la primera se despliega durante ocho horas, y la segunda, durante cuatro y media-, y en la extenuación que provocan en el público y en los bailarines y actores, los montajes han merecido un destacado capítulo en la Historia del Arte e inspirado numerosas tesis doctorales. Con su apuesta por una instalación viva, este artista visual, escritor y hombre de teatro que reniega de la etiqueta de coreógrafo, provocó reacciones encontradas.
El díptico se repuso en 2013, y en ciudades como Viena, Aviñón, Zurich y Sevilla fue recibido con ovación en pie y excelentes críticas. “Estoy preparado para la estampida, pero mientras que en 1984 eran 500 las personas que abandonaban la sala, ahora sólo son 50”, se congratulaba el enfant terrible de la escena flamenca.
Este pasado 2016 rizaba el rizo temporal y se descolgaba con una propuesta de 24 horas, Monte Olimpo, que, entre otras capitales, visitó el Teatro Central de Sevilla.
La obra arranca con una voz que conmina a los espectadores: “Apaguen sus móviles, por favor. Buenas tardes, buenas noches, buena mañana, buen día y hasta mañana”. A partir de esta introducción, la audiencia se aboca a una orgía de belleza, exceso y locura que pretende recrear las sensaciones que las fiestas dionisíacas griegas desencadenaban en el siglo VI antes de Cristo con sus parrandas de tres días.
27 intérpretes entre actores, bailarines y músicos, conminan a la vigilia con “una reflexión sobre la catarsis en la sociedad de hoy”.
La Ribot, Premio Nacional de Danza 2000, también invita a reflexionar, pero en términos políticos, en Laughing Hole, pieza que en una de sus presentaciones se prolonga durante seis horas. La instalación performance es la propuesta más larga de la madrileña afincada en suiza. Y también la más politizada.
Según el escritor Jaime Conde-Salazar es una expresión de indignación y repugnancia hacia “la cárcel ilegal de Guantánamo y de toda la operación ideológica que rodea al asunto”.
El proyecto está protagonizado por un trío de mujeres ataviadas con uniformes de limpiadoras. La atmósfera es inquietante y tensa. Sus protagonistas ríen de manera desesperada. Y un artista sonoro mezcla electrónicamente el jolgorio, amplificando el sonido trastornado y desesperante de la pieza.
“La risa obsesiva e histérica de Laughing Hole recuerda inevitablemente a la carcajada de Hannah Arendt” ante la “banalidad del mal” durante los juicios de Nuremberg, expone Conde-Salazar.
El trío va mostrando, metódicamente, uno a uno, cientos de cartones donde se pueden leer frases tendenciosas, que van pegando en las paredes. “Muere ahí”, “Véndeme”, “Todavía en bancarrota”, “Alimenta el terror”, “Fiesta en Gaza” o “Fóllame suavemente” tapizan y alfombran el escenario.
“Es una propuesta loquísima –opina María José Ribot-. Hay fijadas unas pautas de utilización del cuerpo, del espacio y de los cartones, pero no hay nada marcado, así que durante seis horas, las artistas estamos concentradísimas para estar siempre en el sitio exacto que la pieza nos exige”.
En último término, la hilaridad desnaturalizada del conjunto es “un gesto de disidencia ante las imágenes verbales deshumanizadoras de los medios de masas. Haciéndose eco de la brutalidad de los titulares sensacionalistas, los textos de Laughing Hole protestan no solamente por los abusos occidentales contra los derechos humanos, sino por el modo en que los medios los presentan a los ciudadanos en cuyo nombre se han perpetrado esos abusos”.
Hay que estar por la labor de parar el reloj, de desconectar los dispositivos electrónicos, de detener el tiempo, en suma, para jugar el juego que proponen estas coreografías secantes con la vida real. Pero el espectador salta con red. En todos los casos, se tranquiliza al asistente con la posibilidad de entrar y salir del teatro sin mala conciencia. Pocos abandonan la cita.