VALENCIA. Cada una de las señales del pasado indica que, desde un principio, todo estuvo bastante viciado. Si doscientos años atrás Beethoven ya repartía los papeles protagonistas de la música en función de la testosterona, poco espacio queda para la argumentación razonada. “La música debería inflamar el corazón del hombre y arrancar lágrimas de los ojos de la mujer”; mientras que la inflamación del corazón invita a hacer cosas, a tomar decisiones,… ¿A qué invita llorar? ¿A levantarse a por un pañuelo? La mujer como sujeto pasivo en la música viene de lugares muy oscuros.
De aquellos polvos, estos lodos. Del patriarcado de la música clásica al del rock hay sólo unos cuantos botones de la camisa desabrochados. Dos siglos después de Beethoven, la presencia marginal de la mujer sobre un escenario marca su ausencia en la gran rueda comercial de los festivales. Encontrar el porcentaje femenino en un cartel suele necesitar de mucho tiempo y generosidad, además de altas dosis de fantasía y ciencia-ficción; especialmente si abandonamos el repugnantemente mal llamado indie y nos adentramos en los turbios territorios del rock.
No hace demasiado, en Estados Unidos se publicaba un estudio que arrojaba, tras analizar los 9 festivales más importantes del país, una conclusión demoledora: el 74% de los grupos estaban formados sólo por hombres, mientras que las bandas con al menos una mujer apenas llegaban al 15% y, las formadas sólo por mujeres, al 10%. En España basta echar un vistazo al cartel del último Resurrection Fest, o al del mismo Azkena Rock en el que las legendarias L7 (junto a la cantante de The Last Internationale) ponían la nota exótica en un line-up masculino al 90%.