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'Patria', una gran novela sobre la infamia en Euskadi

Foto: EFE/JAVIER ECHEZARRETA
27/12/2016 - 

Tengo un extraño recuerdo de la infancia, de la sobremesa de los sábados invernales después del cocido, posiblemente exagerado porque es la imagen de todos los sábados. Es la del entierro de un guardia civil en el Telediario antes de la serie de dibujos animados. La viuda con la mirada perdida, los niños abrazados, la madre muerta en vida, el tricornio sobre el ataúd envuelto en la bandera de España, los políticos conmovidos... La recuerdo en blanco y negro pero también en color. A veces no era un tricornio, sino una gorra militar, y a veces no era una caja, sino dos, tres, cinco... en hilera macabra. Un día le pregunté a mi padre por qué había un ataúd blanco y descubrí que "la ETA" entonces se decía con artículo, como los Grapo o el IRA también mataba a niños.

Ese recuerdo me llevó a pensar, años después, que ETA no sé cuándo perdió el artículo mataba preferentemente los viernes. Nunca lo comprobé, pero asesinaba tanto en aquellos años que supongo que lo hacía cualquier día de la semana, sólo que yo los laborables comía en el colegio y no veía el Telediario.

Esta experiencia hace que, por un lado, me resulte insoportable la imagen de familiares con caras desencajadas por la pérdida de un padre, hermano o hijo asesinado, no tanto por empatía como por la vergüenza de invadir su intimidad, de ser espectador de su dolor hecho espectáculo. 

Y por otro lado, desde entonces me ha fascinado la literatura que muestra la capacidad de resistencia del ser humano a la crueldad de algunos congéneres, la manera en que cada uno afronta padecimientos infligidos por otros, las situaciones límite que el instinto de supervivencia ayuda a soportar. Testimonios en primera persona, desde Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag hasta Primo Levi en Si esto es un hombre, pasando por el Diario de Ana Frank o la novelada experiencia de Joaquim Amat-Piniella en K. L. Reich muestran que, parafraseando a Tolstoi, todas las personas felices se parecen pero las infelices lo son cada una a su manera.

También desgarradores son algunos testimonios en tercera persona como los recogidos por los periodistas Chaves Nogales en A sangre y fuego o Manu Leguineche en Annual 1921.

Y después está esa ficción tan bien construida que uno diría que el autor la vivió de primera mano no siempre fue así, como le pasaba a Tolstói con la monumental Guerra y Paz, a Grossman con Vida y Destino o a Alberto Méndez con Los girasoles ciegos. Historias de víctimas los verdugos quedan en un segundo plano que parecen reales porque muestran que los protagonistas no son héroes sino supervivientes, seres imperfectos con vicios y miedos que tratan de no perder la dignidad. Novelas de sufrimiento, de amargura, como una pequeña joya epistolar que descubrí el verano pasado: Paradero desconocido, de Kressmann Taylor

A este último grupo pertenece la última obra de Fernando Aramburu, Patria (Tusquets, 2016), muy recomendable para quienes todavía no conozcan a este gran autor. 

Fernando Aramburu. VP

Patria es la crónica de una muerte anunciada, la del Txato, asesinado por ETA en un pueblo guipuzcoano, relatada desde la perspectiva y los sentimientos de este pequeño empresario y de familiares, amigos y vecinos. Aramburu (San Sebastián, 1959) vivió de cerca aquellos años de plomo que para mí, con diez años menos y en Valencia, eran funerales en el Telediario del sábado. En 1985 se marchó a vivir a Alemania pero en la novela demuestra que no se despegó un ápice de su tierra.

Aramburu no relata un asesinato, ese es sólo el punto de partida para retratar a la sociedad vasca de los últimos treinta años y su comportamiento ante el asesinato como estrategia política. Un comportamiento que se resume en dos líneas de la novela, cuando Miren sale a la calle un día que "llovía a cántaros. Como la tarde que mataron a ese. Que si lo mataron, por algo sería. Y que yo sepa, mi hijo no fue. Así que a ver por qué va a tener que pedir perdón". 

Miren, madre de etarra, es una de las protagonistas de esta novela coral junto con Bittori, su vecina, su amiga del alma hasta que los proetarras dejan una pintada contra el Txato y Bittori acaba viuda después de un ignominioso aislamiento por parte de casi todo el pueblo. 

Miren y Bittori, dos matriarcas de familias rotas que Aramburu retrata con maestría gracias a su estilo directo, sin adornos, y a la mezcla de primera y tercera persona tan habitual en este autor. Una fórmula que reconforta en medio de tanto drama, que a veces provoca la sonrisa y hasta la risa al introducir una y otra vez reflexiones cotidianas de unos personajes que puertas adentro son como nosotros, imperfectos, a veces idiotas. No hay héroes porque las personas que sufren, cada una a su manera, se dividen sólo entre quienes mantienen la dignidad y quienes no son capaces de hacerlo. Tampoco se recrea Aramburu en el dolor de las víctimas, ni falta que hace.

Le falta a la obra profundidad al abordar la evolución de los etarras, pero el autor ha dejado muy claro que su intención era mostrar el sufrimiento de las víctimas y el comportamiento abyecto de parte de la sociedad, y no tanto la espiral en la que cayeron muchos jóvenes obnubilados por los cantos de sirena patrióticos.

En un momento del libro, un escritor trasunto de Aramburu presenta en San Sebastián un libro de ficción sobre las víctimas de ETA, y ahí Aramburu o su personaje explica los motivos: "Este proyecto de componer, por medio de la ficción literaria, un testimonio de las atrocidades cometidas por la banda terrorista surge en mi caso de una doble motivación. Por un lado, la empatía que les profeso a las víctimas del terrorismo. Por otro, el rechazo sin paliativos que me suscitan la violencia y cualesquiera agresiones dirigidas contra el Estado de Derecho". "Escribí, pues, en contra del sufrimiento inferido por unos hombres a otros, procurando mostrar en qué consiste dicho sufrimiento y, por descontado, quién lo genera y qué consecuencias físicas y psíquicas acarrea a las víctimas supervivientes". Y añade: "Asimismo escribí en contra del crimen perpetrado con excusa política, en nombre de una patria donde un puñado de gente armada, con el vergonzoso apoyo de un sector de la sociedad, decide quién pertenece a dicha patria y quién debe abandonarla o desaparecer. Escribí sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias".

Efectivamente, Aramburu escribe de su pueblo sin odio, con cariño y hasta con su característico humor en medio de la tragedia. Esa vileza de parte de la sociedad vasca recorre Patria de una forma que nos hace entender a los de fuera algo que nos habían contado y que es difícil de digerir, la división que provocó el terrorismo en el seno de familias donde convivían conviven proetarras y víctimas. 

Es algo que ya había explorado Aramburu hace diez años en Los peces de la amargura (Tusquets, 2006), el libro de relatos que le hizo saltar a la fama. Aquello fueron geniales pinceladas que formaban un cuadro no del todo completo. Patria es un inmenso Gernika en 125 capítulos muy cortos que saltan atrás y adelante por los más de 20 años en que transcurre la novela. Una estructura que atrapa al lector nocturno porque siempre quiere "un capitulito más. Total, son cinco minutos. Mañana me acostaré antes" (permítaseme este pequeño homenaje al autor).

Aramburu es uno de mis escritores en castellano favoritos desde que lo descubrí gracias a una crítica de Ricardo Senabre lamento su ausencia cada vez que acabo un libro con ocasión de la publicación de Los ojos vacíos (Tusquets, 2000). Aquella deliciosa novela del imaginario reino de Antíbula sigue siendo, en mi opinión, su mejor obra, pero con Patria, igual que con Los peces de la amargura, el escritor donostiarra ha alcanzado un altísimo nivel que hace muy recomendable su lectura. 

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