Contrabando edita estas dos novelas del escritor y crítico valenciano que vieron la luz hace cuatro décadas y desde entonces conservan ese halo de novísima calidad
VALÈNCIA. ¿Es posible que a medida que la realidad se vuelve más y más compleja, la manera que tenemos de reflejarla se haya ido simplificando eliminando poco a poco lo que no es meramente funcional? En el territorio de lo gráfico no es una pregunta desconocida, de hecho es un asunto sobre el que se opina y se debate con asiduidad actualmente. El ejemplo habitual son los logos de compañías e instituciones, que han ido prescindiendo de los detalles, uniformizándose y dejándose por el camino, precisamente, la identidad, en aras de facilitar el trabajo de los programadores —según la crítica de muchos diseñadores—. La omnipresente tecnología digital requiere elementos corporativos que encajen con las interfaces de una app o del sistema operativo de un smartphone. Lejos, lejísimos, quedan las ilustraciones newtonianas de Apple, pero también los escudos de equipos o federaciones de diferentes deportes. En general, esto es algo difícil de digerir por la mayoría de aficionados: un escudo tiene mucho de emocional, y si transformarlo ya es delicado, despojarlo de lo que se percibe como bonito para reducirlo a la mínima expresión, es como mínimo un sacrilegio. Sin duda son muchos los logos y escudos que ganan en el proceso, pero no todos, y lo que es indudable también es que unos y otros se asimilan al caer más y más hondo en la dimensión de lo minimalista. Este fenómeno, por supuesto, no es exclusivo de lo gráfico. En la literatura —y casi seguro en la música y en el audiovisual también— la inercia algorítmica y la búsqueda de la satisfacción inmediata que ofrece el like empujan a replicar las fórmulas que se consideran de éxito, que siempre tienen que ser aptas para el umbral de atención que moldea la última red social de moda.
En la era de TikTok, ese umbral se alcanza en muy pocos segundos. Semejante panorama, es fácil de imaginar, no es amigo de la profundidad, y lo peor de todo es que el ritmo inhumano trasciende a la red social e intoxica incluso a quienes nunca se han abierto una cuenta en ella, como el humo del tabaco a los no fumadores. Son legión ya los tiktokeros pasivos. Por supuesto, simple no es lo mismo que simplón, pero ni todos los libros o textos son literatura ni la literatura es lo mismo que eso a lo que llamamos storytelling, que es narrativa pero enfocada siempre a vender. A la literatura se le exige un brillo auténtico que no se le exige a un copy, por muy resultón que este pretenda ser. A quienes celebran el brillo de la personalidad y la complejidad, hace muy felices encontrar lecturas estimulantes. Lecturas como el volumen que edita Contrabando para publicar dos novelas del crítico y escritor valenciano Rafael Soler, un tipo imponente en todos los sentidos. Estas novelas son El grito (1979) y El corazón del lobo (1982). El título del volumen, Dos novelas de la Transición, apela al periodo histórico en que estas historias vieron la luz, dos historias que comparten ruptura amorosa y un tremendo estilo —ahora iremos a esto—, y en ese periodo, las transiciones se produjeron en distintos planos: el sistémico-político y el cultural-relacional (no exclusivamente). Si ahora se le quiere llamar poesía a cualquier cosa, entonces Soler escribía esto página sí, página también: “Había resultado sencillo, tan natural y por sus pasos que luego, tumbado de madrugada en el hotel, Alberto hizo recuento, y repitió en voz alta que sí, carajo, estas cosas pasan, y apuró el último güisquito, perdido ya en la bruma confortable del alcohol, a solas con su día interminable, absurdamente duro y sin embargo, en el momento justo, cuando algo rondaba por dentro ‘eres un imbécil, qué haces aquí', descubrió el luminoso que anunciaba compañía, pasó, compuso una sonrisa ligeramente ambigua, escuchó sin una queja la música vulgar y repetida hasta la náusea, tropezó educadamente con los divanes en penumbra donde se arrullaban otros náufragos, enemigos de quién si era solamente lunes santo, veni, Creator; esperó su turno para probar de nuevo la pócima que todo lo puede, flato, somnolencia, acidez, tosió, ‘dios, qué pinto aquí’, soportó con entereza el envite de alguna descarriada, solísima también en la alta noche amenazante, cambió de postura, vigiló los hilos de su cara y entonces ocurrió, llegó lo inesperado, el vuelco súbito y un creciente galope por las venas, así, tan de repente, ‘bailas’?”.
Casi nada. Hay algo intenso y beatnik en esta forma de narrar que nos descuelga por la hoja, que nos desliza sobre las palabras en un viaje por la situación que es poético, canalla, sensible: Soler hace gala de una técnica sensacional, sabe lo que quiere decir y sabe exactamente cómo decirlo. La sensación, en concreto, es la de unos textos que fluyen orgánicos pero también bajo control. En los años en que Rafael Soler escribía esto, el país transicionaba de una dictadura a una joven y vulnerable democracia. Culturalmente España transicionaba de la restricción a la libertad, y es de suponer que el autor, efervescente en lo literario y probablemente en lo vital, cogía la ola creativa, que no es sino otra forma de transición, la de lo que no existe todavía y por oficio y arte se materializa, como esas partículas elementales que existen en forma de nube de posibilidades hasta que la observación hace colapsar lo que era un futuro virtual. La literatura, así, es transición, y se dice —a eso apuntan nuevas teorías disruptoras del paradigma— que quizás las cosas —un árbol, un ser querido, nosotros mismos— no sean cosas continuas e inamovibles sino sucesiones de eventos. Si se piensa, tiene mucho sentido: ahora mismo soy una combinación de configuraciones, y en el instante inmediatamente posterior he transicionado a la combinación que constituye a quien escribe esto, justo esto. La idea es inquietante y hermosa, energética y fluida, como estas dos obras de Rafael Soler.