Cuando los diseñadores comentamos precios, a menudo toca justificar. Siempre, de hecho, en caso de que uno de los participantes de la conversación sea ajeno al gremio, como cuando se hacen públicos los costes en diseño de las instituciones o la inversión de una empresa en solucionar una imagen corporativa que no funcionaba, eso que cuando es un gasto en el sector de la banca se llama estímulo, pero a los diseñadores nos ha tocado cargar con el lastre de trabajar en una profesión joven y, realmente, aún desconocida.
Lo cierto es que no escucho a compañeros reconocer forrarse con esto, ni siquiera permitirse disfrutar de más vacaciones que el resto de profesiones (sino más bien todo lo contrario). Y es que uno de los estigmas del diseñador es la habilidad para olvidar los fines de semana del calendario. Si bien es cierto que en los 80 el negocio de la publicidad generó mucho dinero, los diseñadores de entonces estaban a la cola de todo aquello, con ese descuido o parcial desidia económica que es otro de los signos más generalizados de los diseñadores, y es que no nos gustan las calculadoras, ni hacer presupuestos ni encargarnos de facturas, somos torpes con los números, igual que, generalizando un poco más, no sabemos cómo va la liga ni qué equipo ha fichado a quién.
Hay una conciencia general de que el diseño es caro. No entraré aquí en dar explicaciones sobre el valor que aporta, sino en justificarlo con números para que lo entendamos y para ello sacaremos la calculadora (si la encuentro) unos párrafos más adelante. Cuando se comenta lo que ha costado un logo se cae en el desconocimiento (por ser una profesión extraña y joven) de que en la mayoría de casos no era sólo un logo, además de que se asume que ese importe va al bolsillo del diseñador. Sin embargo, cuando consumimos otro tipo de servicios asumimos que el importe que se paga no va íntegro al profesional. Hablar de cifras de proyectos resta valor al diseño, ya que es complicado cuantificar la partida exacta en la que el profesional ejecuta el encargo (lo que popular y erróneamente se entiende por diseñar), y posiblemente sean más las horas de análisis y reflexión o de reuniones con el cliente que las de lápiz u ordenador, además de la confianza que da un profesional, que va en el presupuesto.
De la popularización a la precarización
Hizo mucho daño la democratización de los ordenadores personales (el sueño de Steve Jobs, quien tanto facilitó la vida de los diseñadores con su Mac y paradójicamente también dio alas al intrusismo), y con el diseño convertido en un hobby el mercado sufrió una bajada de precios paulatina rematada con la última crisis mundial. La guinda al intrusismo la pusieron, con internet, los mercados de saldo y las plataformas especulativas disfrazadas de crowdfounding o de directorios de freelances (aunque muchos van cayendo al ser modelos insostenibles). Y así es como la evolución tecnológica, maravillosa y maquiavélica a la vez, ha conseguido precarizar un sector a base de abusar de aficionados o de diseñadores poco experimentados.