El director recientemente fallecido combinó el trabajo para la gran industria con proyectos de corte independiente
VALÈNCIA. Salgan a la calle, hagan una encuesta espontánea y pregunten a un puñado de gente al azar por su director de cine favorito. Pueden estar seguros de que nadie pronunciará el nombre de Jonathan Demme. Sin embargo, la mayoría habrá visto, como mínimo, dos de sus películas: El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1991) y Philadelphia (1993), un par de éxitos de taquilla que pusieron de manifiesto su habilidad para elaborar un cine capaz de llegar al público desde perspectivas muy diferentes. La primera, además, le valió su único Oscar como director, y de algún modo dio el pistoletazo de salida a un subgénero que combinaba con acierto el cine negro con el de terror, fórmula con la que el propio Demme había flirteado anteriormente en Algo salvaje (Something Wild, 1986) y que David Fincher llevaría un paso más allá con Seven (1995). En cuanto a Philadelphia, el crítico Sergi Sánchez subrayó en su momento, sobrado de razón, su “tono quejumbroso y sensacionalista”, pero es indudable que sirvió para dar visibilidad a la enfermedad del sida en el cine comercial, con la complicidad de Tom Hanks, Denzel Washington y Antonio Banderas.
Lo que el espectador medio seguramente desconoce es que Jonathan Demme, fallecido el pasado 26 de abril, no siempre fue un cineasta de masas. Nacido en Baldwin, Nueva York, en 1944, estudió química en Florida, donde empezó a colaborar como crítico en un diario. De vuelta a Nueva York, trabajó como productor en publicidad y terminó rodando un cortometraje. Una experiencia escasa, pero que no fue un impedimento para que Roger Corman le ofreciera empleo. Y como la mayoría de aquellos que han estado alguna vez a sus órdenes (entre ellos, poca broma, James Cameron, Francis Ford Coppola, Joe Dante, Ron Howard, Dennis Hopper o Martin Scorsese), el famoso productor de cine de explotación acabó por proponerle que dirigiera una película. Se tituló La cárcel caliente (Caged Heat, 1974), y aunque hay quien ha querido ver en ella cierto discurso feminista, estaba más cerca de la típica fantasía masculina protagonizada por mujeres ligeras de ropa en un centro penitenciario. No abrió a Demme las puertas de la gran industria, pero le sirvió para aprender a usar las herramientas de la narración cinematográfica.
Si le preguntaban, y pese a las estrecheces que suponía trabajar con medios extremadamente limitados, Demme siempre reconoció la importancia de su primer mentor. “Admitámoslo, sobran motivos para argumentar que Corman es el mayor cineasta independiente que tuvo nunca la industria norteamericana. Hay cientos de personas cuyas carreras cinematográficas se han consolidado porque él les dio una primera oportunidad. Es un coloso en todas las vertientes. Su contribución al cine es algo absolutamente inconmensurable”, asegura en Cómo hice cien films en Hollywood y nunca perdí un céntimo (Laertes, 1992), la biografía del titán de la serie B, donde Demme también confiesa que rodando Algo salvaje tuvo “la sensación de estar haciendo un Corman de los ochenta”.
A diferencia de otros directores que se iniciaron en la misma factoría, Demme no logró un éxito inmediato, y quedó atrapado en una incómoda tierra de nadie. No pertenecía a la generación del Nuevo Hollywood, que había cambiado las reglas entre finales de los sesenta y principios de los setenta, coincidiendo con el fin de los grandes estudios clásicos, y cuando le llegó el turno de coger el relevo a los cachorros de Sundance él ya era un cineasta experimentado. Un incondicional del indie, lo llama John Pierson en el imprescindible libro Spike Mike Slackers & Dykes (1995). Un representante de una generación puente que se distinguió más por la fuerte personalidad de sus individualidades que por compartir rasgos de estilo comunes. Quedó, por tanto, en el mismo limbo que otros como John Sayles o Monte Hellman, reconocidos puntualmente por la crítica, pero alejados del gran público. Francotiradores independientes que han permanecido en la trinchera sin asomar demasiado la cabeza, o que, como Jonathan Demme, lo han hecho en ocasiones puntuales, no sin pagar las consecuencias. Porque si bien El silencio de los corderos y Philadelphia marcaron el techo de su relevancia comercial, no todo fueron aciertos. Cuando rodó La verdad sobre Charlie (The Truth About Charlie, 2002), un innecesario remake de Charada (Charade, Stanley Donen, 1963), el también director David O Russell, que por entonces andaba intentando colocar un proyecto, se lo echó en cara: “Pese al respeto que me merece, Demme se pulió allí todo el capital para proyectos independientes de la Universal. Lo despilfarró. Y no fue el único. El clima para las películas de los independientes no es favorable si no cuestan menos de diez millones de dólares”.
Las declaraciones las recogió Peter Biskind en otro libro de cabecera sobre el cine norteamericano reciente, Sexo, mentiras y Hollywood (2004), donde se reconoce a Demme su papel de pionero del cine independiente, junto con el ya citado Sayles, Spike Lee, David Lynch, los hermanos Joel y Ethan Coen, Gus Van Sant o John Waters. De hecho, y aunque no ha sido la faceta en que más se prodigó, vale la pena recordar que también ejerció como productor en algunos proyectos de interés como Miami Blues (1990), reivindicable adaptación del novelista noir Charles Willeford a cargo de George Armitage (otro director forjado a las órdenes de Corman). El demonio vestido de azul (Devil in a Blue Dress, Carl Franklin, 1995), The Wonders (That Thing You Do!, Tom Hanks, 1996) o Adaptation (El ladrón de orquídeas) (Adaptation., Spike Jonze, 2002) son otros títulos que se beneficiaron de su apoyo económico. Son películas muy diferentes, que ratifican el hecho de que Demme es una figura difícil de mesurar acogiéndose a la política de los autores. Como Steven Soderbergh, otro profesional que ha sabido ponerse al servicio de la industria en películas comerciales tan exitosas como carentes de interés, pero que, al mismo tiempo, ha demostrado una marcada personalidad y estilo en cintas como Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Sex, Lies, and Videotape, 1989) o Traffic (2000).
A mediados de la primera década del siglo XXI, y tras sus dos grandes éxitos de público, Demme pareció echarse a perder con remakes como el de Charada o El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 2004). De alguna manera, parecía haber terminado dando la razón a quienes siempre le consideraron un impersonal artesano al servicio de la industria. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Demme, que ya había demostrado tener otro tipo de intereses en sus rockumentales, también es miembro fundador de la organización Artists for Democracy in Haiti, motivo por el que en 2003 se embarcó en una apasionante aventura cuyo resultado fue The Agronomist, un documental sobre la figura de Jean Dominique, activista político haitiano asesinado en el año 2000. Durante años, Demme había filmado diversos documentales sobre la batalla por la democracia en el país, que culminaron con este largometraje (a diferencia de los gratuitos remakes comentados, inédito en España) en el que adoptaba una postura política clara (hecho muy poco habitual entre los directores de Hollywood) y denunciaba la situación en la que Haití lleva décadas inmerso. Como otros cineastas, Jonathan Demme invierte el dinero ganado como asalariado de la gran industria para poner en marcha sus proyectos personales. Por lo tanto, considerar su obra de manera global, sin detenerse en cada título y valorarlo en su justa medida, resulta tan injusto como poco riguroso.
De hecho, y pese a todo lo apuntado hasta ahora, a Demme le bastaría una sola película para tener un merecido lugar en la historia del cine. Se titula Stop Making Sense (1984). Hacia finales los años sesenta y a lo largo de los setenta, exitosos documentales sobre festivales, como Woodstock (Michael Wadleigh, 1970) y Monterey Pop (D.A. Pennebaker, 1968), y filmaciones de conciertos como The Song Remains The Same (Peter Clifton, Joe Massot, 1976) o Pink Floyd: Live at Pompeii (Adrian Maben, 1972), que se estrenaron en salas comerciales, instauraron un canon a seguir para plasmar en cine las actuaciones en directo: Grandes espectáculos épicos, en los que los músicos adquieren categoría de semidioses, capturados en su momento de mayor gloria y en recintos de grandes dimensiones (como el anfiteatro romano de Pompeya). Además, se suelen incluir imágenes tomadas en backstage o entrevistas, y se presta especial atención a las reacciones de un público totalmente entregado. En 1984, Jonathan Demme y los Talking Heads cambiarían el concepto con un film que la revista The Face definió como “el Ciudadano Kane de las películas de conciertos”.
El inquieto David Byrne, cantante y compositor principal del grupo (que en 1986 dirigiría el interesante largo de ficción True Stories), concibió una puesta en escena muy visual, con elementos teatrales, que se desmarcaba de cualquier filmación previa. En 1983 se metió durante cuatro días de diciembre en el Pantages Theater de Hollywood (California) con la intención de organizar un concierto diferente, que captara toda la atención del espectador a partir de lo que sucedía en el escenario. Un espectáculo que va de menos a más y que comienza con un escenario desnudo, vacío, exento de la parafernalia (incluso de los instrumentos) que caracteriza un show en vivo, únicamente con un micrófono en el centro. Byrne sale con la guitarra acústica en bandolera y un radiocasete en la mano. Se pone delante del micro, anuncia al público que tiene una cinta que quiere que escuchen, presiona el play y comienza a sonar el ritmo de Psycho Killer. A partir de ese momento, prácticamente en cada canción (y son muchas) sucede algo nuevo y sorprendente. Byrne ha concebido el show para que sea filmado, y Demme se convierte en el cómplice perfecto.
Stop Making Sense no solo pone de manifiesto de manera sumamente inteligente el artificio de un concierto, a base de movimientos de cámara y soluciones de montaje que van descubriendo al espectador lo que sucede en el escenario. Es, además, el retrato en vivo de una banda en estado de gracia, con un repertorio mayúsculo y un elenco de lujosos colaboradores (todos afroamericanos) que explicita la deuda de su sonido con la música africana. Jonathan Demme demostró con la película que pertenecía a una generación de directores que había crecido con la música popular y la consideraba parte de su herencia cultural. En el futuro, continuaría relacionado con ella realizando videoclips (UB40, New Order) y otros rockumentales, como Storefront Hitchcock (1998), un emotivo retrato de Robyn Hitchcock, o la trilogía formado por Heart of Gold (2006), Trunk Show (2009) y Journeys (2011), centrada en Neil Young. Tampoco fue casual, obviamente, que Bruce Springsteen compusiera el tema principal de Philadelphia. Y, de algún modo, con sus últimas películas puso de manifiesto que en el fondo era un viejo rockero. Después de saborear las mieles del sistema, pero también sus sinsabores, títulos tan modestos y valiosos como La boda de Rachel (Rachel Getting Married, 2008) marcaron su convencido regreso a la independencia, el territorio del que quizá nunca debió salir y donde realizó sus películas más importantes. Con su muerte desaparece también una manera de sobrevivir en la jungla de la industria que, por suerte o por desgracia, ya forma parte del pasado.