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Julio de la Rosa escribe a la sexta extinción en 'Wendy y la bañera de los agujeros negros'

El músico, cantante, compositor y escritor jerezano nos lleva de viaje rumbo al amor y a las estrellas, un viaje accidentado en el que nada sale según lo previsto y en el que la única certeza es el viaje en sí mismo

16/10/2017 - 

VALÈNCIA. Los llamamos agujeros, pero lo cierto es que no sabemos muy bien qué son: al principio creíamos que eran pozos insondables que engullían todo lo que quedase a su alcance, oscurísimos monstruos espaciales siempre con las fauces abiertas y una garganta tan profunda que no encajaba con lo que hasta el momento pensábamos que era el universo. Un tiempo después empezamos a plantearnos otras posibilidades: ¿son en realidad estas estrellas muertas tan voraces? Cierto es que por tragar, se tragan hasta la luz, pero Stephen Hawking nos dijo que puede ser que dejen algo para los demás, unas sobras expulsadas en forma de radiación a la que ahora llamamos, claro, radiación de Hawking. También nos preguntamos ahora si los agujeros negros serán una colosal trituradora de información que desintegra sin piedad, o por el contrario, una puerta de acceso -algo incómoda, seguramente- a otros universos. Estos sumideros celestiales, de momento, los elementos más misteriosos de aquellos que pueblan el cosmos y que nosotros conocemos, ya tienen, al menos en teoría, un horizonte, el horizonte de sucesos, y unos “cabellos” que podrían ser el registro de sus víctimas. De lo que no hay duda es que los agujeros negros ejercen una atracción irresistible que no es solo fruto de su inimaginable campo gravitatorio, sino también de su potencial como motor para todo tipo de historias.

No podemos saber con certeza cómo ocurrió que el cantante, músico, compositor ganador de un Goya y escritor Julio de la Rosa (Jerez de la Frontera, 1972) se viese arrastrado hacia ellos; puede ser que estuviese un día leyendo algún artículo sobre progresos de la física -esos que con tan poco rigor trata la prensa generalista, salvo honrosas excepciones- cuando de pronto sintiese un pequeño tirón sacudiendo su cerebro, o que sin querer pisase dentro de su área de influencia mientras cruzaba a través de una novela de ciencia-ficción. Quizás ya los había intuido allá a lo lejos y un documental lo dejó expuesto y a la vista de uno de esos pozos de Sarlacc siderales que extendió sus invisibles tentáculos más allá de la pantalla hasta rodear su cuello, su pecho, sus brazos y sus piernas para no liberarlo nunca más. Porque cuando se sabe de la existencia de los agujeros negros y se averigua lo poco que creemos entender sobre ellos, el agujero negro se instala en nosotros y ya no se va. Nuestra mente, necesitada de enigmas que mantengan viva la curiosidad que nos ha ido ayudando a sobrevivir como especie -y que a tantos ha dejado por el camino, dicho sea de paso- encuentra hoy en las preguntas que se hace la física el magnético misterio irresoluble de la existencia, las cuestiones que desde distintas perspectivas han mantenido ocupados a filósofos, luego a filósofos y a científicos, y mientras tanto a representantes de cualquier religión o creencia. Por esa solemnidad de los interrogantes objeto de estudio de la ciencia, y por nuestra herencia de explicaciones mitológicas a asuntos naturales -mucho más interesantes y complejos que los mitos, cuyos creadores somos los seres humanos, y por tanto, son tan complejos como podamos serlo nosotros, nada más-, por eso es que acabamos tirando de fe y uniendo bosones con divinidades y hablamos de partículas dios. Quizás, si algún día resolvemos las dificultades para una Teoría del Todo, digamos que es una ecuación derivada de los cabalísticos setenta y dos nombres de dios. Esperemos que no.

 El caso es que de una manera u otra, De la Rosa llegó a ellos, y ellos llegaron a él, y él vio que eran buenos y con ellos construyó la novela Wendy y la bañera de los agujeros negros que llega ahora a las librerías en el catálogo de Aristas Martínez con una bella ilustración de Alice Wellinger que interpreta a la shakesperiana Desdémona de la tragedia Otelo, cuya presencia en la cubierta puede ser casual o no o todo a la vez, como tanto le gustaría a Schrödinger. A partir de esta portada, una cita del Asimov más místico y un desconcertante testimonio del protagonista, casi un aviso, que no nos prepara para lo que se nos irá revelando pero sí nos convence y nos seduce. Jose, como así descubriremos que se llama, viaja a Lisboa con Wendy para celebrar el cuadragésimo aniversario de su primer aliento en la Tierra. Wendy no se llama Wendy, y el viaje la exaspera: el calor es insoportable, y al coche no le funciona el aire acondicionado. El calor abotarga su mente, la pone frenética, otorga a todo un halo doloroso, insufrible, extraño, tan extraño como esas ondulaciones de la realidad que emanan del asfalto de pleno agosto. Jose la ha bautizado como Wendy quién sabe si como él asegura, para recordarse a sí mismo “la adolescencia inane en la que llevaba enrocado tanto tiempo”, o por su búsqueda consciente o inconsciente del país de Nunca Jamás. Puede que el calor, puede que el propio Jose, o puede que una serie de fenómenos imposibles de explicar, terminan por truncar lo que debía ser una experiencia gratificante, un debido homenaje a la cuarentena, y los pone en marcha rumbo a la asturiana playa de Poo, y de ahí a la Comarca de las Hurdes que tan bien conocerán quienes frecuenten las Nave del Misterio que comanda el magnífico Iker Jiménez. 

A medida que las páginas de la novela se vayan consumiendo -y se consumen rápido-, nos iremos dando cuenta de que como se afirma, el contexto lo es todo, que se puede buscar a los dioses con el piano gracias a la pitagórica teoría de la armonía de las esferas que se viene desarrollando desde tiempos del griego y que trabajó también el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler en su obra Harmonices mundi; que cuando hacemos las cosas mal durante demasiado tiempo es fácil llegar a un punto de no retorno, que en el municipio madrileño Robledo de Chavela hay una base de la NASA llamada Deep Space Communication Complex, la única de la agencia en España, y que una bañera puede ser un ejemplo bastante acertado para representar lo que sea en que vivimos y vemos, porque puede que más allá de nuestra bañera, fuera del alcance de nuestra capacidades, esté pasando todo. Las estrellas son la última frontera actual, pero como nos ha demostrado la historia, las fronteras se empujan. La pregunta ahora es, adoptando el rol de “periodista del infierno” que imagina De la Rosa, si sobreviviremos lo suficiente para llegar a las estrellas o si seremos pasto de nuestros propios errores. En ese sentido, el amor tiene mucho que enseñarnos. 


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