VALENCIA. Cuando se habla de la dificultad que presenta la Missa Solemnis de Beethoven se está aludiendo, casi siempre, a las duras exigencias que tiene en el ámbito vocal, especialmente para el coro. Beethoven les pide a las voces, entre otras cosas, que aguanten notas muy largas en zonas difíciles de su tesitura. O que desplieguen una energía y un dramatismo que cuesta mucho deslindar de la estridencia. O que pretenda que la voz funcione a veces como instrumento encargado de ejecutar determinados esquemas rítmicos. Pero hay que añadir, a todo ello, la compleja polifonía que deben desplegar coro, solistas y orquesta. Se dirá que las grandes obras polifónicas de los siglos XVI, XVII y XVIII ya presentaban numerosas complicaciones contrapuntísticas, pero la escala es aquí diferente: aquellos compositores solían tener más clemencia para con la voz, mientras que los acerados contrastes de la Missa Solemnis requieren de todos los músicos una tensión interpretativa fuera de lo común. El director, por su parte, tiene que enfrentarse a una partitura que suma el regreso a las grandes formas contrapuntísticas con la ampliación de las estructuras sinfónicas y la complejidad expresiva. Esta obra se compuso entre 1819 y 1922, periodo en que Beethoven también elabora las Variaciones Diabelli y las tres últimas sonatas para piano. Trabaja asimismo en la Novena Sinfonía, que estrenaría en 1824, y, desde 1825 hasta que le llegó la muerte (1827), escribe los tres últimos cuartetos. La relevancia y los pasos de gigante que suponen todas estas obras, tan cercanas en el tiempo a la Missa Solemnis, muestran al genio de Bonn soltando anclajes con el Romanticismo, tendiendo puentes entre el pasado y el futuro, y alcanzando una maestría que le hace componer con libertad absoluta.
Con todo, se mantiene rigurosamente, en esta obra, dentro de una fidelidad estricta en lo que respecta al texto de la misa, sobre el que se documentó con interés, ya que desconfiaba de su propio conocimiento del latín. Como señala Tovey, uno de los aspectos doctrinales que procuró mostrar fue la abrumadora gloria de Dios, siempre en contraste con la pequeñez humana, aspecto este que ya se plasma en el comienzo del Kyrie, y que tendrá muchas ocasiones para materializarse a lo largo de la partitura.
La Missa Solemnis se interpretó por primera vez en el Palau de la Música en febrero del año 2000. Es muy posible que aquella fuese también la primera vez que sonó en la ciudad. Estuvo asimismo a cargo de la Orquesta de Valencia, dirigida en aquella ocasión por Luis Antonio García Navarro, con el Cor de València junto al London Philharmonic Choir, y un diferente cuarteto solista. No ha habido otra interpretación en Valencia hasta la de el pasado sábado, precedida por la del viernes en Alacant, con los mismos intérpretes. Al frente del elenco estaba el titular de la orquesta, Yaron Traub. El Philharmonia Choir y un cuarteto solista compuesto por Simona Saturova (que sustituyó a la inicialmente programada Genia Kühmeier), Elisabeth Kulman, Sung Min Song y Daniel Kotlinski lo completaban. Resulta demostrativo de la dificultad de su montaje el que haya tardado dieciséis años en repetirse. Por parte de Traub, cabe calificar de arriesgada la asunción de un reto como éste, puesto que la obra es, además, poco conocida a pesar de su fama.
El director israelí se centró, como es lógico, en el ajuste del entramado polifónico, primer cimiento sin el cual es imposible construir tal edificio. Prueba de ello fue el desbarajuste que se montó en el final del Gloria, donde una entrada fuera de tiempo del tenor provocó una reacción en cadena de los otros solistas y de las voces del coro, y el asunto acabó con el inevitable sálvese quien pueda, a pesar de los esfuerzos de Traub para reconducirlo. Muchos otros momentos de similar carácter –la obra contiene varias fugas de considerable ambición- quedaron mejor solucionados en cuanto a la métrica, pero mostraron a unos músicos y un director tan preocupados por este aspecto que no pudieron centrarse en los elementos expresivos ni, tampoco, en la belleza vocal, necesaria siempre por más difícil que resulte aquí. El Coro Philharmonia frecuenta muchas veces el Palau de la Música, pero la formación británica no está siguiendo una línea ascendente en Valencia, y los escollos de la partitura agudizaron los problemas de aspereza y exageración en el forte, sobre todo en la cuerda de las sopranos. Es cierto que, generalmente, su canto se escucha bien empastado, y que el único coro profesional disponible en la ciudad es el Cor de Valencia. Esta formación está ocupada casi siempre en la programación de Les Arts, y rara vez le queda tiempo para dedicar al auditorio de la Alameda. Las promesas que se hicieron al respecto no se cumplen porque no se pueden cumplir, ya que se requeriría el don de la ubicuidad.
En el cuarteto solista, las voces de Simona Šaturová y Elisabeth Kulman cumplieron correctamente, especialmente en el caso de la mezzosoprano, cuyo instrumento, bien coloreado y con molla, fue capaz, asimismo, de matizar y expresar el texto. El tenor coreano, Sung Min Song, lució una voz muy irregular, de centro bien timbrado y potente, pero con extraños quiebros en la zona aguda. Al barítono Daniel Kotlinski le faltó potencia y le sobró vibrato. En general, el cuarteto no logró empastarse entre sí –es decir, fundirse en un todo homogéneo- sino que hubo un claro desequilibrio a favor del tenor, cuya voz sobresalía en exceso por encima del resto.A pesar de no ser Beethoven uno de sus puntos fuertes, quien salió mejor parada el sábado fue la Orquesta de Valencia, que enfrentó la partitura con más seguridad que sus compañeros del coro. Sin embargo, en todos los casos, el carácter de la obra hubiera exigido un número de ensayos mayor, si no se quiere tenerlo todo cogido con alfileres, o limitar los recursos expresivos a bruscos cambios en la dinámica.
Deben recordarse también, sin embargo, los mejores momentos: contraste bien planteado entre el refulgente Gloria in excelsis Deo y el recatado et in terra pax, por ejemplo, las bonitas intervenciones de las maderas en la misma parte, el miserere nobis, que supo anticipar esos momentos de la Novena Sinfonía en que la música parece quedar suspendida en el aire, o el delicado final en pianissimo del Credo. A destacar el largo y bello solo de violín, a cargo de Anabel García del Castillo, antes de iniciarse el Benedictus.