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VALENCIA ES HISTORIA  

Los Borja, su asombrosa historia en Orán

En la misma época en que Miguel de Cervantes publicaba ‘El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha’ un soldado asturiano destinado a Orán, Diego Suárez, escribía una obra que relataba los hechos de dos miembros de la familia Borja como gobernadores de aquella plaza argelina. Esta es su fascinante historia

| 03/07/2016 | 15 min, 5 seg

VALENCIA. Es mediodía del jueves 15 de julio de 1568. El sol se muestra alto y robusto, iluminando con destellos cegadores la bahía de Orán, protegida por la fortaleza española de Mazalquivir. Su Alteza don Juan de Austria, hijo natural del emperador Carlos V y capitán general de las galeras del Mediterráneo, ha fondeado en ella su flota de treinta y cuatro naves. Tras ser recibido con todos los honores a golpe de salvas, se dirige hacia la alcazaba, donde ha sido invitado a almorzar por el gobernador de la ciudad, el maestre de la orden valenciana de Montesa, don Pedro Luis Galcerán de Borja.

Tras departir largamente sobre los asuntos del reino de Tremecén, bajan a la plaza de armas para jugar una partida de pelota, como es habitual entre los soldados al levantarse la brisa vespertina. A pesar de su juventud —apenas supera los veinte años—, don Juan pierde un tanto tras otro ante su adversario, don Galcerán, que casi le dobla la edad. Entre el público que observa la disputa, los capitanes don Álvaro de Bazán y don Luis de Requesens se lamentan del mal juego de su pupilo, mientras que los caballeros de Montesa jalean divertidos a su maestre.

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Al día siguiente, a pesar del buen humor con que el Austria ha encajado la derrota, el gobernador Borja decide desagraviarle con un notable presente. El musulmán converso Juan García de la Puente traslada hasta la galera real tres bellas esclavas de quince años, vestidas a la morisca, con sendas canastillas de mimbre sobre la cabeza repletas de frutos de la tierra. Así, don Juan de Austria parte satisfecho por el agasajador recibimiento de los habitantes de Orán, que tan sólo tres años después celebrarán jubilosamente su espectacular victoria en la batalla de Lepanto, pues entonces daba esperanzas a la anhelada —y posteriormente frustrada— destrucción del poder otomano de Constantinopla.

La expansión española por el norte de África

Lo que se ha relatado hasta aquí no se trata del guión de una nueva serie para Televisión Española, tras las producciones de Isabel y Carlos, Rey Emperador, ni tan sólo para la nueva y deseada Radio Televisió Valenciana. Aunque, por la conjunción de personajes y la potencia evocadora de las imágenes, sean escenas soñadas para cualquier creador, lo cierto es que se trata de hechos verídicos, recordados por el soldado y escritor asturiano Diego Suárez Corvín en su Historia del maestre último que fue de Montesa y de su hermano don Felipe de Borja: la manera como gobernaron las plazas de Orán y Mazalquivir.

En concreto, dicha obra se insiere dentro de un género propio, desarrollado en la península Ibérica entre la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del XVII, relativo a la narración de los enfrentamientos entre la Cristiandad y el Islam en el Magreb. Su eclosión obedecía a la lógica de la política expansionista llevada a cabo por la Monarquía Hispánica desde la época de los Reyes Católicos. No en vano, no sólo entonces se había abierto el frente americano con la conquista de Cristóbal Colón y se había mantenido el europeo, con la proyección hacia Italia y el centro de Europa, sino que también se había continuado la lucha meridional contra los musulmanes, con la conquista de Granada y de numerosos enclaves del litoral norteafricano.

Melilla, Mazalquivir, Orán, Bugía, Bona, Bizerta, La Goleta... Un rosario de fortificaciones ocupadas por los españoles en suelo marroquí, argelino y tunecino abría la posibilidad de conquistar aquellos territorios, habitados por tribus de origen árabe y bereber, dominados por las autoridades otomanas y base de los temidos corsarios berberiscos como los hermanos Barbarroja, Dragut o tantos otros. Es por ello que una parte importante de la milicia española de la época tuvo puesta su mirada en el norte de África, una región inhóspita en muchos sentidos pero más cercana que los Países Bajos o el Nuevo Mundo. Y precisamente en aquel contexto hubo quien decidió escribir la historia de la presencia española en Orán.

El Montañés, soldado e historiador

La trayectoria de Diego Suárez, apodado el Montañés por haber nacido en los valles de Mieres, estuvo vinculada desde su juventud a los ejércitos hispánicos. En 1577, con 25 años, se embarcó en las galeras reales que partían hacia Orán, al parecer creyendo que se dirigían a Nápoles —un engaño habitual en la época —. No en vano, la fortaleza norteafricana, situada junto a la de Mazalquivir, era uno de los peores destinos que podía esperar cualquier soldado, por sus duras condiciones de vida y su enorme aislamiento. Sin embargo, una vez firmada la incorporación al ejército, era imposible abandonar el lugar sin una licencia expresa de los mandos, que rara vez llegaba.

Suárez, además, empezó desde lo más bajo, como peón de obra de las fortificaciones hasta que en 1581 logró ingresar como soldado de infantería en una de las compañías oranesas. Precisamente aquel mismo año Miguel de Cervantes, comisionado por la monarquía, residió durante un par de meses en Orán, donde sin duda, en una ciudad de poco más de 5.000 habitantes, debieron conocerse. Durante las dos siguientes décadas el Montañés cumplió fielmente con sus deberes militares: realizó las habituales tareas de vigilancia, salió en defensa del perímetro urbano y participó en las ocasionales cabalgadas dirigidas contra los tuaregs y beduinos que instalaban sus aduares nómadas en las zonas del interior.

Finalmente, en 1604, tras haberse casado y tenido una hija en Orán, Suárez consiguió la licencia para regresar a España, donde se movió durante cuatro años entre Valladolid y Madrid, siguiendo a la corte de Felipe III. Llevaba diversos manuscritos bajo el brazo, entre ellos dos obras de centenares de folios, la Historia del reyno de Tremecén y de Orán y la Historia del maestre último que fue de Montesa..., desgajada de la primera para relatar en exclusiva los hechos de los dos hermanos Borja que se habían sucedido como gobernadores.

Las había comenzado a escribir en 1592, el momento en que había sido nombrado escribano del Hospital de San Bernardino, un cargo que le había dado acceso a los archivos oraneses, complementados con el testimonio directo de los que allí residían desde hacía décadas. Sin embargo, a pesar de sus esperanzas en que algún miembro de la influyente familia Borja se hiciera cargo de la costosa impresión de la obra relativa a sus parientes, fallecidos hacía tiempo, no tuvo fortuna.

Ni el duque de Gandía, ni sus hijos ni hermanos accedieron, ni tampoco la ciudad de Valencia, a pesar de que el cronista oficial Gaspar Escolano había emitido un informe favorable a su publicación. Frustrado, el Montañés acabó partiendo en 1608 hacia un nuevo destino militar, Sicilia, no sin antes pensar en «quemar o echar el libro en el mar». Afortunadamente no lo hizo y, de hecho, lo debió traer de vuelta cuando regresó a España ya a la vejez, posiblemente a la propia Valencia, donde se encontraron algunos de sus manuscritos en el siglo XIX. Con todo, la obra sobre los Borja permaneció inédita hasta que hace apenas una década los doctores en Historia Moderna Beatriz Alonso y Miguel Ángel Bunes decidieron editarla por completo. Pero la cuestión es: ¿cómo habían llegado los Borja a Orán y qué hicieron allí?

Los caballeros de Montesa en Orán

En realidad, el soldado Diego Suárez nunca coincidió con Galcerán y Felipe de Borja, biznietos del papa Alejandro VI y hermanastros de Francisco de Borja, el general de los Jesuitas posteriormente canonizado. Aquéllos gobernaron de manera efectiva las plazas de Orán y Mazalquivir sucesivamente entre junio de 1567 y marzo de 1573, durante casi cuatro años y medio el primero y otro año y medio el segundo. Suárez, sin embargo, llegó en 1577, pero, en cualquier caso, su narración de los acontecimientos es tan vívida que sin duda alguna conversó con detenimiento con numerosos testigos de la actuación de los Borja en aquellas fortalezas.

A los enclaves españoles del norte de África acudían mayoritariamente castellanos y, sobre todo, gentes procedentes de la Andalucía oriental, especialmente de Granada y Málaga. Galcerán y Felipe de Borja, en cambio, llegaron por decisión regia, de Felipe II, que trató de alejarlos de la península durante el largo proceso de domesticación de la aristocracia valenciana. No en vano, los Borja eran en aquel momento la segunda gran familia nobiliaria del reino, sólo por detrás de los Centelles, condes de Oliva, con quienes estaban terriblemente enfrentados.

En dicha lucha Galcerán de Borja era una pieza fundamental, ya que desde 1544, con tan sólo dieciséis años, ocupaba la dignidad de gran maestre de la orden de Montesa, la institución que poseía un mayor número de señoríos, desde Vinaròs a Perputxent pasando por Sueca. A partir de la década de 1550 las disputas entre los Borja y los Centelles se incrementaron, llegando al asesinato y el encarcelamiento, destierro e incluso ejecución de algunos de sus principales miembros, como Diego de Borja, que fue ajusticiado en 1562 y era hermano de Galcerán y Felipe. Éstos dos, por el contrario, fueron enviados a Orán, el primero —eso sí— con el honroso título de gobernador, que, a pesar de alejarlo del territorio valenciano, le permitiría disfrutar de unas enormes posibilidades de enriquecimiento personal.

Así, en 1567 Galcerán de Borja desembarcó en Orán con un gran séquito de caballeros de Montesa: su hermano Felipe; el humanista, matemático y poeta Jaime Juan Falcó; los hijos del barón de Llaurí Jorge y Pedro de Vich; el hijo del barón de Anna Jerónimo de Borja; y también Gonzalo Llançol de Romaní, Francisco de Mompalau, Jerónimo de Híjar, Luis Bou, Juan Ferrer, Francisco de Tallada... A partir de entonces conformaron la élite política y militar de la ciudad durante casi seis años, que serían recordados como un período «de gran memoria y buena fama, tanto en el terror y el espanto de los enemigos moros y turcos cuanto en el beneplácito de la gente de guerra».

EL MANDATO DE GALCERÁN DE BORJA HA PASADO A LA HISTORIA COMO UNA ÉPOCA DE ESPLENDOR Y BUEN GOBIERNO; DEL DE SU HERMANO NO SE PUEDE DECIR LO MISMO

Según la historia de Diego Suárez, el mandato de Galcerán era especialmente rememorado como una época de esplendor y buen gobierno, a pesar de las dificultades inherentes a la plaza. El maestre era particularmente próximo a los habitantes de Orán, dirigiéndose a ellos con «amorosas palabras y buenas esperanzas», sentándose a comer en sus mesas «como si fueran sus iguales », sufragando el mantenimiento de un hospital, visitando a los enfermos todas las semanas con «las manos llenas de regalos que le enviaban de Valencia», y siendo «temido y estimado» por todos los pueblos de la región, incluso por «la nación negra de la Sáhara y Etiopía».

No en vano, su historial de victorias militares había sido impresionante, ganándose el respeto de los enemigos circundantes. En concreto, lideró hasta once cabalgadas o incursiones en las que se capturaron casi 2.000 esclavos, 800 caballos, 800 camellos y unas 20.000 cabezas de ganado entre vacas, ovejas y carneros.

Las salidas se solían realizar de noche, con unos mil soldados que partían en silencio, caminando en fila durante uno o dos días hasta llegar al lugar donde se sabía que habían acampado las tribus nómadas. Una vez allí, se daba la señal para atacar, «¡Santiago!», que precedía a la furiosa arremetida de los alabarderos, caballeros y arcabuceros. El botín conseguido, que se repartía tras el regreso a Orán, era uno de los mayores incentivos para unos soldados escasa y tardíamente pagados, por lo que los enormes éxitos de Galcerán le granjearon la simpatía de toda la guarnición.

 De hecho, sus acertadas y aguerridas actuaciones aumentaron continuamente su fama, como en la batalla en la que los cristianos fueron embestidos por un batallón de miles de camellos y «el maestro nunca se quitó de la vanguardia de su gente, animándola y discurriendo con su lanza en la mano de una parte a otra». No obstante, a finales de 1571 tuvo que ausentarse durante cuatro meses para solucionar ciertos asuntos en la península, lo que dio paso al gobierno interino de su hermano Felipe, que en las tres cabalgadas que protagonizó no tuvo tanto éxito. Con todo, Galcerán nunca regresaría a Orán, como tenía previsto, puesto que a partir de entonces comenzó su calvario con la Inquisición.

El infortunio de Galcerán de Borja

En mayo de 1572, justo antes de volver al norte de África, ni más ni menos que el gran maestre de la orden de Montesa era detenido y llevado a las cárceles del Santo Oficio de Valencia. La acusación era la de sodomía, un delito que los tribunales inquisitoriales juzgaban por primera vez en tierras valencianas. Y el acusador era otro caballero de Montesa, pero perteneciente, cómo no, a la familia de los Centelles, sus tradicionales enemigos.

Los testimonios, en cualquier caso, eran muy numerosos. Desde un prostituto de Madrid, Martín de Castro, que decía haber ganado «más dineros con mi carajo que el inquisidor con su campana», hasta otros caballeros de la orden, que relataron las andanzas sexuales de Galcerán en la corte y en Orán, en particular con su criado Gaspar Granulles, con quien lo habían descubierto «cabalgando por posterior».

El proceso se prolongó durante tres largos años y medio, que Galcerán de Borja pasó en las prisiones inquisitoriales. Su propia mujer, la noble portuguesa Leonor Manuel, con quien se había casado dos décadas antes y había tenido un hijo, burlando el teórico voto de castidad de los caballeros de Montesa, le defendió de manera ardiente, alegando que todo era un complot. En relación con ello, según explican los especialistas en la cuestión, la práctica de la sodomía entre las clases altas del siglo XVI era más un asunto de relaciones de dominación que de comportamiento homosexual como lo entenderíamos en la actualidad.

No obstante, la oportunidad que se le presentaba a Felipe II para acabar con el poder del maestre de Montesa y de su orden era enorme y no dudó en aprovecharla. La sentencia llegó en 1575: culpable. En cualquier otro caso, la pena habría sido la muerte, pero la dignidad del personaje le libró de la hoguera. Debería pagar una considerable multa de 6.000 ducados y permanecer encerrado en el castillo de Montesa durante diez años, una reclusión que, no obstante, se acabó ampliando a los extensos dominios de la orden. Así, la reconciliación entre el monarca y el maestre no se produjo hasta 1586, cuando, en su visita a Valencia, Felipe II se saltó el protocolo negándose a darle simplemente la mano y, según un testigo de los hechos, «en señal de mayor amistad le abraçó».

Muy poco después, además, ambos negociaron la incorporación a la Corona de la orden de Montesa, la única de toda España que aún no controlaba la monarquía. El difamado miembro de los Borja trató de asegurar que, a pesar de todo, su hijo y su nieto fueran los siguientes maestres de la orden y recibieran importantes sumas de dinero en forma de rentas, pero el destino volvió a golpearle y en apenas un año sus dos descendientes murieron de manera sucesiva. Habiendo pasado ya los 60 años y superado por las circunstancias, Galcerán acabó claudicando y firmó la cesión de la orden de Montesa a cambio de recibir el cargo de virrey de Cataluña, donde murió, finalmente, en marzo de 1592.

Ésa es una de las principales razones por las que Diego Suárez encontró tantas reticencias a publicar su manuscrito posteriormente, incluso en tierras valencianas. No sólo pesaba la condena por sodomía, sino que la opinión generalizada, según pudo constatar el mismo autor, era que aquél había entregado el control de la orden de Montesa a la Corona, acabando así con uno de los puntales de la autonomía del Reino de Valencia. Así, la historia de los Borja en Orán tuvo que dormir el sueño de los olvidados durante muchos siglos, demasiados, hasta que ahora ha podido ser finalmente recuperada. Una historia, cuando menos, asombrosa.

(Este artículo se publicó originalmente en el número de febrero de la revista Plaza)

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