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DROGAS

Los valencianos ‘colocados’ de hace cien años

Juan Carlos Usó, autor de libros como Arroz, horchata & cocaína (Ed. Matrioska) o ¿Nos matan con heroína? (Libros Crudos), repasa en este artículo cómo las drogas se convirtieron en un problema en la Comunitat Valenciana décadas antes de la famosa ‘ruta del bakalao’  

| 06/08/2021 | 11 min, 37 seg

VALÈNCIA.- Si en la Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU) hubieran preguntado acerca del consumo y tráfico de drogas en València y su área de influencia inmediata, la mayoría de los alumnos y las alumnas habrían articulado su respuesta probablemente en torno a la denominada ‘ruta destroy’ (también conocida como ‘ruta del bakalao’). Sin embargo, mucho antes de que ese circuito de discotecas non stop en el que música, baile y drogas hicieron indiscernible el día de la noche se popularizara entre propios y extraños, modificando las formas del ocio nocturno en la España de los 80 y los 90, la ebriedad con vehículos distintos del alcohol ya contaba con una larga historia entre los valencianos. Y en contra de lo que pudiera pensarse no nos referimos al tardohippismo que se desarrolló durante los últimos años del franquismo y los primeros de la transición democrática, sino a las primeras décadas de la pasada centuria.

La incorporación las drogas consideradas eufóricas en la cultura popular valenciana fue algo que sucedió en el llamado período de entreguerras, es decir, entre 1918 y 1939, al mismo tiempo que los principales núcleos de población comenzaron a transformarse gracias al comercio, al capital financiero, al crecimiento demográfico y a la remodelación urbanística. 

En la actualidad existe la tendencia a creer que, por una parte, hay unos productos esencialmente buenos, llamados medicinas, que recetan los médicos y se venden en las farmacias y que, por otro lado, hay unos productos intrínsecamente malos, conceptuados como drogas, que están controlados por policías y son dispensados por criminales. Sin embargo, esta distinción no existía en España antes de 1918. De hecho, en Albal se elaboraba un licor estomacal a base de hachís, y en Aielo del Malferit, un vino digestivo que contenía hojas de coca. También había farmacéuticos locales, como Torrens —establecido en la plaza del Mercado de València— o Font —con oficina de farmacia en la calle Enmedio de Castelló— que fabricaban pastillas balsámicas para la garganta que incluían pequeñas dosis de clorhidrato de cocaína.

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Es decir, las sustancias que hoy consideramos como drogas peligrosas eran vendidas libremente sin receta en las boticas y consumidas por toda la población sin distinción alguna de edad ni condición social con fines terapéuticos convencionales. Hablamos de una época en la que un kilo de carne costaba 5,90 pesetas, una docena de huevos 3,50 pesetas, un kilo de sardinas 2,50 pesetas, un litro de aceite 2,20 pesetas, un kilo de jabón 2 pesetas, un kilo de azúcar 1,80 pesetas, un kilo de arroz 1,10 pesetas, un kilo de pan 73 céntimos, un kilo de patatas 41 céntimos, un kilo de carbón 27 céntimos… Y los precios de los fármacos psicoactivos estaban en consonancia con los de estos artículos de primera necesidad: un gramo de heroína 5 pesetas, un gramo de cocaína 4 pesetas, un gramo de morfina 3 pesetas, un gramo de extracto de opio 1 peseta, un gramo de extracto de cannabis 1 peseta, un gramo de opio en polvo 60 céntimos, un gramo de láudano entre 30-40 céntimos, un gramo de hidrato de cloral 25 céntimos, un gramo de éter anestésico 10 céntimos...

A pesar de resultar tan asequibles, con unas condiciones de acceso tan favorables, o precisamente por eso mismo, no existía ninguna problemática social asociada a su uso y las pocas muertes registradas por sobredosis no eran envenenamientos accidentales por adulteración, como frecuentemente ocurre en nuestros días, sino muertes voluntarias, es decir, casos de suicidio.

Legal o ilegal, un constructo social

A nadie se le escapa que la línea divisoria entre drogas legales (bebidas alcohólicas, café, tabaco, psicofármacos) e ilegales es básicamente una construcción social, que depende mucho más de la tradición, la moralidad y la cultura que de la lógica y la ciencia farmacológica. La piedra angular de ese constructo social en nuestra Comunitat fue la campaña de prensa contra el uso de cocaína y morfina al margen de fines médicos protagonizada al unísono por el doctor José Sanchís Bergón, presidente del Colegio de Médicos de Valencia, y el diario Las Provincias en julio de 1921. Desde luego, no fue la primera campaña en esta línea registrada en el Estado español. En 1915 ya había lanzado una el diario radical Germinal, que se publicaba en Barcelona.

Dos años más tarde el periódico El Diluvio, decano de la prensa republicana barcelonesa, y todos los periódicos donostiarras a coro lideraron sendas campañas en idéntico sentido. Finalmente, en febrero de 1918, en vísperas de elecciones generales, gran parte de la prensa madrileña (El Sol, La Acción, El Imparcial, Diario Universal, etcétera) acusó de inacción directamente al gobierno liberal de Manuel García Prieto con titulares de primera plana tales como: Los paraísos artificiales: Madrid se envenena y la autoridad se inhibe.

La presión mediática dio sus frutos y el 1 de marzo de 1918 se publicó una Real orden circular del Ministerio de la Gobernación, asumiendo las preocupaciones eugenésicas por «el vigor de la raza» manifestadas por ciertas voces ante el incremento del consumo de «la cocaína y sus derivados, el opio y sus alcaloides, singularmente la morfina, el éter, el cloral y otros narcóticos y anestesiantes análogos». El Gobierno había intentado frenar, de este modo, su avance «no solo en boticas y droguerías, sino en cafés, casinos, bares y otros centros de recreo».

Por lo tanto, la mencionada campaña desatada por Las Provincias, que no pretendía sino ejercer más presión mediática sobre las autoridades gubernativas, vino a poner de manifiesto dos cuestiones: en primer lugar, que algunas drogas —en especial la cocaína y la morfina— se habían vuelto corrientes y habituales, habían dado el salto desde los mostradores de las boticas y ya habían colonizado los cabarets y music-halls, que representaban los locales de moda, ya que en pocos años habían conseguido desplazar a los tradicionales cafés como principales centros de sociabilidad del ocio nocturno. En segundo lugar, evidenciaba que las medidas adoptadas no solo no habían dado el resultado apetecido, sino que de alguna manera habían contribuido a empeorar el estado de las cosas.

En los ‘locos años veinte’, un kilo de carne costaba 5,90 pesetas; un kilo de arroz, 1,10 pesetas y un gramo de extracto de cannabis 1 peseta

A pesar de esta primordial evidencia, desde ese momento se inició la versión valenciana de la guerra contra las drogas, que contaría con protagonistas tan destacados y relevantes como el protomártir del franquismo José Calvo Sotelo, gobernador civil de Valencia a principios de los felices —para unos— o locos —para otros— años 20, y el jugador de pelota Terencio Miñana Andrés, más conocido como ‘Xiquet de Simat’, quien tras su retirada de los trinquetes se dedicó al tráfico ilícito de cocaína hasta que pudieron detenerlo.

La prensa escrita fue construyendo un relato y creando un imaginario, cuyo epicentro se ubicaba en el dédalo de callejuelas —cuajadas de prostíbulos y mancebías— que se extendía entre las calles del Hospital, Guillem de Castro y San Vicente, y cuya arteria principal era la calle de Gracia. No obstante, la principal fuente de abastecimiento de ese incipiente mercado negro de drogas seguía encontrándose en las farmacias. De hecho, entre 1926 y 1927 fueron detenidos y sancionados varios farmacéuticos establecidos en la capital y en pueblos colindantes por ser los proveedores de los camellos más conocidos del llamado Barrio Chino, del que aún hoy queda algunos restos.

Mención aparte en este sentido merece el caso protagonizado por el médico alcoyano Emilio Casasempere Juan, quien fue multado en reiteradas ocasiones, e incluso juzgado y condenado en Madrid, por su liberalidad a la hora de prescribir recetas de estupefacientes, cargo del que se defendió alegando que era el único camino para «librar a los enfermos del calvario de la toxicomanía», dejándonos en la duda de si se trataba de un cínico redomado o, por el contrario, de un médico humanista, capaz de compadecerse del sufrimiento experimentado por las personas drogodependientes, aun a riesgo de poner en serio peligro tanto su carrera profesional como su peculio y su libertad personal.

El fracaso de Primo de Rivera

De nada sirvió la política autoritaria y represiva desplegada durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Así, según desvelaba pocos años más tarde Gabriel Trillas Blázquez en un extenso reportaje por entregas titulado Sobre la ruta del veneno blanco, publicado en plena Segunda República, en la ciudad de València había «más tráfico que en Barcelona». Y tanto el citado Trillas Blázquez como su colega Paco Madrid señalaban como principal responsable de ese comercio ilícito a Conrado ‘El Valenciano’, un personaje misterioso que era comparado con el célebre asaltante de bancos estadounidense John Dillinger, llegando a ser considerado como «nuestro enemigo» público número 1. Los cronistas de la época se referían a él como el «gran Manitú de la cocaína», ya que estaba conceptuado como «el más peligroso traficante de los que trabajan en España», sospechándose que tenía «sobre él personajes influyentes que se mueven en otros países».

Los cronistas de la época se referían a Conrado ‘El Valenciano’ como el «gran Manitú de la cocaína» y «el más peligroso traficante de España»

Pero más allá de las vicisitudes que fueron conformando los inicios de este juego del gato y el ratón con el consumo, el tráfico y la represión de las drogas como telón de fondo, la historia nos demuestra a través de numerosas fuentes primarias cómo las drogas quedaron definitivamente incorporadas en la cultura popular valenciana durante los años señalados. Ejemplos extraídos de escritores como Carles Salvador y Fausto Hernández Casajuana, o de pintores como Daniel Sabater Salabert y Enrique Pertegás, muestran el impacto y la influencia de la cocaína y la morfina en la sociedad del momento.Aunque seguramente algunos tangos de moda, cuyas letras coreaban los espectadores y las espectadoras que abarrotaban los teatros Apolo y Ruzafa cada día que actuaba el transformista Egmont de Bries, o típicos sainetes valencianos, como ¡Això si que té importància! (1924), L’ airet de la matinà (1925), La vista causa de Mary Hetta (1931), Barraca de fira (1934) y Les trapisondes de Tofolet (1950), fueron los que mejor cartografiaron esa asimilación psicoactiva por parte de nuestros antepasados en su búsqueda incansable del placer.

Desde luego, la Guerra Civil y la posterior dictadura franquista supusieron una fractura de la memoria histórica que también afectó al legado psicoactivo. La España que se autoproclamó «reserva espiritual de Occidente» se creyó libre de drogas hasta que a finales de los 60 y principios de los 70 las familias del Régimen descubrieron con estupor que sus propios cachorros no eran indiferentes a las promesas contraculturales que encerraban sustancias como la dietilamida del ácido lisérgico (LSD) y la marihuana, tal y como ocurrió en València tras la macrorredada practicada en el céntrico club Siroco en septiembre de 1969.

Por lo demás, la Comunitat Valenciana tampoco fue inmune a la crisis de drogas —con el consumo de heroína por vía endovenosa como detonante— que se desató a partir de 1977 y que habría de prolongarse hasta mediados los 90. De hecho, corría 1978 cuando un grupo de madres y padres que buscaban nuevos procedimientos para el abordaje de las drogodependencias de sus descendientes, ya que los métodos clínicos de desintoxicación que habían probado no resultaban eficaces y existía un vacío institucional en este campo, crearon de manera un tanto informal la Asociación Valenciana de Información y Ayuda al Toxicómano (AVIAT), auténtica pionera en España.

No hace falta insistir en la fragilidad de la memoria colectiva. Pero toda esta historia que ya cuenta con un siglo de andadura pone en evidencia que la tradicional política de observancia rigurosa de la ley no solo es algo impracticable, sino que difícilmente va a poder resolver el denominado problema de las drogas por sí solo. Por otra parte, nos invita a reflexionar sobre el papel desempeñado por los medios de comunicación, no solo en la incorporación de las drogas en la cultura de masas, sino también en la construcción del problema social a su alrededor, y sobre todo, a cuestionar la supuesta eficacia de todo el entramado prohibicionista, es decir, a valorar si la prohibición de las drogas ha servido para algo positivo, más allá de convertirlas en un valor económicamente estable.  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 82 (agosto 2021) de la revista Plaza

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