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MEMORIAS DE ANTICUARIO

Marinas valencianas. Pintando el Salitre (I) 

10/07/2016 - 

VALENCIA. Uno de los cuadros que más me impresionaron en esa etapa de la juventud en que uno se deja llevar más por la cantidad que por la calidad-aunque en este caso, está última también la había- fue una enorme marina, que tuvo mi padre, del pintor valenciano Salvador Abril. Sin ánimo de exagerar podía tener cuatro por tres metros. Representaba la Cova Tallá (o Tallada) que se encuentra en el cabo San Antonio y dentro de la cual el agua del mar se mezcla con las filtraciones de agua dulce que discurren por el interior de la roca. Recuerdo perfectamente la extraordinaria y valiente paleta de verdes, aguamarinas, turquesas que tan bien dominaba el artista cuando se aplicaba, pero sobretodo en unas gaviotas que en un primer vistazo del tema principal costaba distinguirlas, que volaban como emergiendo del fondo el inmenso agujero excavado por la acción del agua en la roca y que el artista, claramente, había empleado de forma magistral para que fuéramos conscientes de las dimensiones de aquel orificio natural. Desconozco donde estará hoy colgado ese inmenso lienzo, pero quien lo esté disfrutando posee un trozo de mar en su casa. Una naturaleza que sobrecoge y que trasladada a grandes lienzos también la he visto en otro gran marinista valenciano: Antonio Muñoz Degrain. 

Por mucho que se repita como frase hecha, es exagerado afirmar que Valencia ha vivido de espaldas al mar. En primer lugar, no toda Valencia lo ha hecho (ahí pecamos un tanto de “etnocentrismo” como si Valencia sólo fueran los otrora barrios intramuros). Urbanísticamente es posible que así fuera, por el desplazamiento hacia el interior de la ciudad, y sería largo explicar porqué la ciudad romana se asienta y comienza su expansión en la lengua de tierra existente entre  dos brazos que por aquel entonces configuraba el Río Turia. Es cierto, Valencia no vive volcada al mar (eso tiene también sus ventajas, pero eso es un asunto de mera opinión, y que además excede el hilo conductor de estos artículos), pero siempre lo mira de reojo y lo siente “al costat seu”. De hecho, la Valencia del XIX y principios del XX se puebla de miramares: esas torres que se elevan sobre los terrados con la finalidad de divisar más allá de la muralla, de la huerta hasta la línea marina por muy delgada que esta sea: su mera visión ya cautiva; “mira, se ve hasta el mar”. La planitud de la orografía hace imposible tener perspectiva del mar salvo que este se divisara desde los campanarios de las iglesias o de los mencionados miramares, ya que la altura de cornisa de las casas era sensiblemente inferior a la actual. 

La marina como género aparece en España después de 1850. La supremacía del poder eclesiástico y el político hace difícil que los artistas que pretendieran vivir de su oficio se desviaran de la temática religiosa, histórica o los retratos y cargaran con sus bártulos hasta la orilla del mar. Otras escuelas europeas, sin embargo, ya cultivan la marina desde el siglo XVIII: en Inglaterra sobretodo con la figura señera de Turner desde una perspectiva innovadora, en Francia con Vernet desde una visión clásica o en el sur de Italia con los Gouaches de la escuela Napolitana.

No son pocos los  artistas valencianos que han hecho del mar su pasión pictórica, o también su entorno urbano o el factor humano que vive en conexión con el medio marino. De hecho puede afirmarse que la mayor parte de los artistas españoles de la Escuela Española de Marinistas, son valencianos: Rafael Monleón (1893-1900) fue hijo hijo del arquitecto Sebastián Monleón Estellés, autor de la plaza de toros de Valencia es una figura esencial. Su experiencia como piloto naval le dio un particular dominio de la marina y de ahí la objetividad, más propia de un ingeniero, de sus cuadros. Se decanta también por escenas de naufragios y tempestades con claro temperamento romántico; fue un eminente historiador naval que le llevó a ser nombrado conservador restaurador del Museo Naval de Madrid. 

Otro artista de éxito es Javier Juste ((1856-1899). Un auténtico best seller que vendió mucha obra en vida, circunstancia de la que se hizo eco Las Provincias en 1877, cuándo el periodista nos dice: “muy fecundo es el pincel del joven marinista señor Juste. Ya hemos perdido la cuenta de los cuadritos que en pocos días ha espuesto (sic) en la calle de Zaragoza…”, 

Estoy de acuerdo con Felipe María Garín cuando afirma de forma lúcida que Salvador Abril (1862-1924), del que hablaba al principio del artículo “es quizás de los que más entienden el mar desde dentro. En sus títulos más conocidos se acusa ese carácter menos terrestre de su pintura”. Y es que hay artistas que los tubos de azul ultramar los agotan con más facilidad que otros colores. Uno de ellos es Salvador Abril. Quien ha visto ya un buen puñado de obras de este pintor, su mera mención nos evoca toda la paleta de azules.

Otros destacados pintores de esta escuela son Pedro Ferrer Calatayud ((1860-1944), Leopoldo García Ramón o Ricardo Manzanet y Millán (Valencia, 15 de febrero 1853 – Valencia, 1939) este último un pintor un tanto irregular pero, ocasionalmente, con unos resultados verdaderamente deslumbrantes. Es el mar de Ricardo Manzanet un mar más europeo, en grises, influido por el paisajismo de Carlos de Haes, maestro de muchos paisajistas de la escuela española.

Aunque Joaquín Sorolla (1863-1923) cultiva toda clase de géneros, no relacionar su arte con el mar parece absurdo. Aquí sin embargo, a diferencia de otros, el mar en Sorolla es un escenario en el que se desarrolla una determinada acción y el pintor coloca a sus personajes. En Triste Herencia, una de sus obras maestras el mar es esencial pero no es fin, sino medio. La escena marina sorollesca sucede en la orilla y se mueve entre el preciosismo más lúdico y frívolo, y el realismo social. Hablar de Sorolla es coger un hilo que si tiramos de él nos metemos en un mundo que excede con mucho el humilde propósito de este artículo, pues nos llevaría a Cecilio Plá con su elegante puesta en escena del gentío bajo las sombrillas en la playa de la Arenas, a José Navarro y escenas infantiles o Tomás Murillo Rams, un artista poco conocido pero que es posiblemente, con su especial sensibilidad, el más digno sucesor del mejor sorollismo.

El Sorollismo mediterráneo en el más estricto sentido de las expresión, sin quizás pretenderlo, irradia una luz cegadora y su larga sombra provoca un seguidismo nada disimulado entre numerosos artistas que, con mejor o peor fortuna, emulan tratamiento de la luz, temática o esa pincelada prodigiosa del maestro, hasta nuestros días. Sin embargo, no debemos olvidar, es más deberemos hablar, de aquellos artistas que, a mediados del siglo pasado reaccionan con cierta vehemencia a esa mirada unidireccional, que empezaba a hacer aguas en cuanto a cualquier atisbo de novedad. Esta navegación por la pintura marina valenciana tiene una segunda travesía. 

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