A mitad camino entre el reportaje y la novela de no ficción, ‘K2 Enterrados en el cielo’ es la crónica de unas jornadas asombrosas y trágicas ascendiendo a uno de los ochomiles más peligrosos que existen
VALENCIA. En la cordillera del Karakórum, en una sección del Himalaya localizada en la frontera entre China y Pakistán, se erige un monumento a la aventura y a la muerte con forma de colmillo de tiburón. Su nombre original, Chogori, significa “Puerta de entrada al cielo”. En la actualidad, la mayoría lo conocemos por otra manera de referirse a él mucho más aséptica, una que parece la denominación de un arma: K2. Este pico, solo 237 metros menor que el mucho más visitado Everest, es una de las cumbres más peligrosas de aquellas que tocan el cielo en nuestro planeta; contemplar el mundo desde su cima y descender para contarlo es una meta en cuya consecución se han perdido muchas vidas. Sacrificios de sangre a antiguas deidades que habitan en las montañas y no toleran la presencia de desconocidos.
El K2 se elevó desde el mar tras la colisión de la placa continental india contra Eurasia durante un periodo de extinción masiva; ahora parece como si toda aquella violencia geológica y biológica que se daba entonces a su alrededor hubiera dejado una huella en su carácter en forma de maldición. En agosto de 2008, once escaladores no pudieron volver de la también conocida como “Montaña salvaje”. Formaban parte de distintas expediciones y países. Habían convergido allí con el fin de coronar el ochomil, pero un cúmulo de situaciones adversas y malas decisiones acabaron provocando un desastre en la llamada “Zona de la muerte”, esa región de altitud extrema a la que ningún ser humano por experimentado que sea puede adaptarse, y en la cual hay que pasar el menor tiempo posible.
Mientras la muerte se llevaba a los alpinistas con sus tentáculos blancos, Pasang, sherpa experimentado, tuvo la certeza de que había llegado su fin también. Se encontraba bloqueado en una pared de hielo sin siquiera un piolet, a una altura tal que podría haberse cruzado con un Boeing 737 en pleno vuelo si alguno hubiese pasado por allí. El rescate no era una opción; y no solo porque sus compañeros estuviesen sucumbiendo por los aludes, desprendimientos de seracs, o resbalando por pendientes letales a causa de la extenuación, sino porque era consciente de que intentar acceder a él atentaba contra una máxima de la supervivencia en alta montaña. Tranquilo, esperaba el golpe de gracia en la forma que este decidiese adoptar y no vio llegar a su salvador. Chhiring -cuyo nombre significaba “larga vida”- estaba llevando a cabo una proeza que se convertiría en leyenda haciendo honor al heroísmo de los sherpas.
Con un rigor digno de ser reconocido, Peter Zuckerman y Amanda Padoan recogen en K2 Enterrados en el cielo (Capitán Swing, 2015) una de las grandes tragedias de la escalada, y lo hacen de un modo elegante, preciso y documentado, con un texto que evita caer en el amarillismo, lo cual, es de agradecer. A través de entrevistas, de un estudio exhaustivo de los hechos y de experiencias personales de inmersión en la zona, los autores construyen una historia que puede ser leída tanto por escaladores experimentados como por profanos: a unos y a otros pondrá los pelos de punta.
Recrear sensaciones límite que no se han vivido, y hacerlo de tal manera que resulte creíble, es un ejercicio de empatía e imaginación realmente difícil. Porque, ¿cómo podemos suponer qué se siente al tener que descender a toda prisa segundos después de haber visto morir a tu pareja sepultado bajo una enorme piedra de hielo? Zuckerman y Padoan consiguen trasladarnos la emoción, la angustia y el vértigo de aquellas jornadas en un relato que además, consigue ser trepidante, y que llega a nosotros cuando se estrena el film Everest.
Pero la fidelidad a los hechos auténticos no es la única virtud del libro, que también es instructivo y original en su planteamiento. Además de la estructura de diario, en la que se narra fase por fase la expedición, el libro incluye unos capítulos -los más interesantes- que se centran en la vida de los sherpas, tanto de los protagonistas como del resto de nativos dedicados al oficio. Los sherpas, siempre los grandes olvidados y excluidos en la literatura posterior a la aventura, cobran aquí una importancia capital, recibiendo el trato que merecen por ser los hijos legítimos de aquel más allá congelado, aterrador y bello.
¿Por qué quienes pertenecen a esta etnia soportan tan bien las condiciones extremas de la altitud? La explicación es más sorprendente de lo que creemos. ¿De dónde proceden, en qué creen, por qué aceptaron hace décadas cargar con las mochilas de unos extranjeros débiles e irrespetuosos? Poder entender la mentalidad de los sherpas y su modo de concebir la montaña supone un gran aprendizaje.
“Los Sherpas y muchos otros budistas prefieren incinerar a los muertos. El humo transporta el espíritu hasta el reino sagrado […] Cuando alguien muere por encima de la cota donde se acaba la madera y es complicado encontrar leña, el entierro celestial sustituye a la cremación. […] Mientras queman incienso y recitan mantras, trocean el cadáver en pedazos y rodajas. Machacan los huesos con una roca o con un martillo y golpean la carne para convertirla en una pulpa que mezclan con té, mantequilla y leche. Este preparado atrae a los buitres, y las aves consumen el cadáver llevándose el espíritu por los aires y enterrándolo en el cielo, el lugar al que pertenece”. Este rito, que podría ser parte de la ficción de En las montañas de la locura, es sin embargo absolutamente cierto.
Crudo y duro como la vida en el entorno en que se practica, ese en el que nosotros, blasfemos, abandonamos cualquier tipo de fe para abrazar el culto al meteorólogo, cuyas predicciones pueden salvar o quitar vidas. Ese en el que hombres y mujeres curtidos en lo extremo se derrumban y se encogen. “Quería sentir amor.” -recordaba- “Lloraba dentro de la tienda y pensaba: esta montaña ha acabado conmigo”. ¿Por qué subimos entonces? ¿Qué lleva a algunos a aventurarse en un territorio reservado a fenómenos atmosféricos casi místicos como las desconocidas tormentas de vientos catabáticos? La respuesta la tienen quienes sienten la llamada. Om mani padme um. Ellos, y los ojos de los sherpas.