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Cartas desde Bolonia

Póstumos y supervivientes. La literatura a ambos lados de la muerte

Rafael Chirbes, Milena Busquets, Gabriela Ybarra, Francisco Umbral, Cesare Pavese. Literatura y muerte convergen en una misma voluntad: sobreponerse a la vida

18/01/2016 - 

VALENCIA. “Bromeaba, le tomaba el pelo, me reía mientras caminábamos por el sendero de grava”. Así son las primeras palabras de la despedida literaria de Rafael Chirbes. La novela que se acaba de publicar a título póstumo, París-Austerlitz (Anagrama, 2016), la dejó preparada antes de morir el pasado verano. El amor de un pintor y un obrero en París, la confesión del pequeño burgués ante el pecado de ser homosexual, la rememoración del dolor o la infinita capacidad del ser humano para someter, así se despide Chirbes. 

En París-Austerlitz llevaba trabajando dos décadas, recuperando textos, manipulándolos, pensando en dejar una obra a sabiendas de que se consideraría su testamento, como palabras que se leerán al otro lado de la vida. Bajo estas circunstancias excepcionales, la novela adquiere un simbolismo que trasciende la propia historia

“Tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y lo que sé convenía. ¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”. También Miguel de Cervantes saludó de esta manera al borde de la muerte, dejando acabados y pulidos Los trabajos de Persiles y Sigismunda, cuatro días antes de su fallecimiento. El ingenioso alcalaíno creyó legar su mejor obra en esta novela bizantina, sin pensar que la muerte lo desdeciría encumbrando al ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha como obra inmortal. 

Todo esto da asco

“Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”, fue la última anotación de Cesare Pavese en el diario que lo había acompañado desde 1935 hasta ese 18 de agosto de 1950 en que, sumido en una profunda crisis existencial, consideró la literatura (o la vida) algo asqueroso y despreciable. Prescindible. “Perdono tutti e a tutti chiedo perdono. Va bene? Non fate troppi pettegolezzi”, escribió en la primera página del libro que habrían de encontrar junto a su cadáver. No hagan de esto demasiado chismorreo. 

Había elegido Turín como la ciudad perfecta. Fría, elegante y tranquila. Profunda y reposada, como habría de ser su conciencia. Sin embargo, la tranquilidad de los paisajes y de las páginas a menudo no bastan para aplacar la fatalidad que se cierne en los que buscan un sentido inquebrantable en el amor, en la literatura, en la filosofía o en la política. Todo es vacío incluso en Turín

Una sobredosis de somníferos acabó con su agonía una noche de agosto en la habitación 346 del Hotel Roma, frente a la estación de tren de Porta Nuova. Sus diarios fueron publicados por la exquisita profesionalidad de Natalia Ginzburg e Italo Calvino en la editorial Einaudi, y a estos apuntes reveladores, decidieron llamarles Il mestiere di vivere, El oficio de escribir

Entre otras cosas valieron estos diarios para apartar las sospechas morbosas de la prensa italiana, que se empeñaba en conectar el fatal desenlace con su convulso amor por la actriz norteamericana Clarence Dowling, y abrir la mirada sobre la figura de Pavese y la profundidad de su obra. La profundidad y la autoconsciencia en el oficio de escribir. Frédéric Pajak en la inmensa soledad dibujaría un ensayo gráfico a propósito de Cesare Pavese, Friedrich Nietzsche y Turín, la ciudad de los huérfanos, titulado La inmensa soledad (Errata Naturae, 2015). A modo de reclamo turístico, hoy la habitación donde se suicidó Pavese cuesta 60 euros la noche. 

Atravesados por otra historia, la más terrible, Stefan Zweig y Lotte Altmann decidieron quitarse la vida en la apartada Petrópolis, una ciudad media del interior de Río de Janeiro. Era febrero de 1942 y este matrimonio de judíos alemanes, que habían escapado la Alemania de Hitler, acababan de leer en la prensa la caída de Singapur y, convencidos de que el régimen nazi acabaría por encontrarlos, decidieron poner punto final a sus vidas. “Creo que es mejor finalizar en un buen momento”, decían en la nota. El mundo de ayer, autobiografía y crónica de una época, vio la luz en Estocolmo en 1944; su texto póstumo es un homenaje a la gran cultura europea de otro tiempo, arrasada por la guerra mundial.

También perseguido por las S.S. y por la policía franquista, Walter Benjamin había sido encontrado muerto en Portbou y solo años después de su suicidio se publicarían sus imprescindibles Tesis de filosofía de la historia, unas reflexiones breves y atronadoras sobre cómo acercarse al pasado. “Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. [...] La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el estado de excepción”. 

A este lado de la orilla

En 2013 Antonio Prieto publicó Cartas a un amigo difunto (Seix Barral) donde el viejo profesor despedía a su amigo muerto, entre prosa e imágenes de la Roma clásica. “¿Acaso tú, Hilario, viejo amigo, podrías asegurarme que mañana alguien atenderá mi palabra? ¿Que ella podrá ser leída o escuchada por un amigo y no despedida con indiferencia para hundirse en el pantano de la nada?”. Como las cartas de Séneca o como los poemas elegíacos de Propercio o de Ovidio, la elegía encontró ecos en Jorge Manrique, recuerde el alma dormida, de Federico García Lorca, “Dile a la luna que venga, / que no quiero ver la sangre / de Ignacio sobre la arena”, o de Miguel Hernández, compañero del alma, compañero. O de Victor Hugo: “ Demain, dès l'aube, à l'heure où blanchit la campagne, / je partirai”. O de Jaume Vidal Alcover: “ara sí que som lliure i estic sol: quan les ombres / precipitades cauen damunt la teva tomba”. 

La escritura como elegía o como terapia ha alumbrado últimamente obras destacables. En También esto pasará (Anagrama, 2015) Milena Busquets analiza el dolor y la ausencia de su madre, la editora Ester Tusquets, con la luminosidad y la finura de los veranos de Cadaqués. Y la ligereza: “Pero nunca me imaginé con cuarenta años, ni siquiera con cincuenta. Y sin embargo aquí estoy. En el funeral de mi madre y, encima, con cuarenta años”.

“Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida. Es invisible, pero está ahí. Tiene plato, vaso y cubiertos. De vez en cuando aparece proyecta su sombra sobre la mesa y borra alguno de los presentes”. Esos ausentes, como en toda familia, se van acumulando. Gabriela Ybarra recupera en El comensal (Caballo de Troya, 2015) sus presencias para elaborar el duelo por la pérdida de su madre, fallecida en 2011 a causa de un cáncer. La rememoración de la muerte de su madre le llevará a la recuperación de la muerte original, aquella que marcó la vida y el destino de toda la familia: el asesinato a manos de ETA de su abuelo, el empresario Javier de Ybarra, las amenazas a su padre, el traslado de Euskadi a Madrid, etcétera, etcétera, etcétera. 

Desde distintas habitaciones en Nueva York, la protagonista recuerda las sesiones de radioterapia de su madre, los amores fugaces en medio de la tormenta, las búsquedas de google para explicarse cómo fue lo de su abuelo, la revisión en hemerotecas digitales, cómo un día de domingo empezó a hablar sola delante de la pantalla del ordenador. Asombra tanta naturalidad.

“Solo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Solo encontré una verdad en la vida y la he perdido”, escribe Francisco Umbral en Mortal y rosa. La muerte es lo único cierto, según la sabiduría popular, o lo único real según el psicoanálisis. El resto es sobreponerse a ella. Antes y después.

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