VALENCIA. Vuelves de vacaciones, desde un complejo mando a distancia enciendes la tele y entre los primeros anuncios que engulles te encuentras con las novedades del verano: una bebida reinventada a partir de extracto de baobab (literal) y una fregona cuyo cubo incorpora un nuevo y revolucionario centrifugador. ¿Es esta la innovación a la que podemos aspirar?
El diseño, en su amplia definición, debería incorporar el concepto de hacernos la vida más fácil. Así como el diseño gráfico facilita la comunicación, el diseño de producto ha de mejorar los distintos ámbitos de la vida cotidiana. Como decía uno de los principios de la Bauhaus, la escuela que sentó las bases del diseño moderno, la forma debe seguir a la función.
Sin embargo, la sociedad de consumo actual, el marketing (maldito mantra de hacerlo todo bonito y el "make it look nice") y las ansias por vender más y más han propiciado la prostitución del término "diseño", así como frivolizado su significado hasta conseguir que la sociedad no entienda que, ante todo, el diseño ha de cumplir una función.
El diseño debe hacernos más felices. Consiste en pensar, pensar soluciones que hagan que un simple detalle nos propicie bienestar y una vida más confortable, desde el ángulo del respaldo de una silla, la eliminación de botones inservibles de un cajero automático, la punta imantada de un destornillador o cargador de portátil o girar las etiquetas de la botella del ketchup para que quede guardado boca abajo (este ejemplo se lo cojo prestado al gran Álvaro Sobrino).