Mucho se ha hablado de la impresionante representación de los horrores de la Guerra Civil y sus secuelas en El laberinto mágico, de Max Aub, en Incerta glòria, de Joan Sales, en Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, La forja de un rebelde, de Arturo Barea, Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, o A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales. Pero buena parte de las ficciones sobre la guerra muestran un lado fraudulento
VALÈNCIA. Mucho se ha hablado de la impresionante representación de los horrores de la Guerra Civil y sus secuelas en El laberinto mágico, de Max Aub, en Incerta glòria, de Joan Sales, en Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, La forja de un rebelde, de Arturo Barea, Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, o A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales. De la matanza del puerto de Alicante, mayor que la de Gernika, o de la matanza de la carretera entre Málaga y Almería, la llamada “desbandá”, que multiplicó el horror de Gernika o Alicante por diez e incluso por veinte. De los significados de la derrota durante los años cuarenta. De la condena al exilio.
Menos se ha hablado, en cambio, del testimonio de la capitana argentina Mika Etchebéhère, quien contó su experiencia militar y humana en la guerra de España en un libro prácticamente desconocido en nuestro país, titulado precisamente Mi guerra de España. O prácticamente nada se conoce de James Yates, el afroamericano que vino desde Mississipi a Madrid a luchar contra el fascismo que había arrasado su país de origen, Etiopía, y amenazaba con comerse Europa y Estados Unidos, y que acabó escribiendo el hermosísimo libro De Misisipi a Madrid. Memorias de un afroamericano de la Brigada Lincoln.
Decía Javier Cercas el jueves pasado al presentar su nueva novela, El monarca de las sombras, que existe un prototipo de intelectual, pensador u opinador en general muy estúpido, muy español y mucho español que dibuja una mueca de fastidio cuando ve otra maldita novela sobre la guerra civil (como diría Isaac Rosa). Y sin embargo, decía Cercas, la literatura nació con la guerra y morirá con la guerra. Como si se pudiera dejar de hablar de la guerra, el amor o la muerte, o como si el arte lo hubiera dicho todo sobre los grandes temas humanos.
No obstante, dentro del boom guerracivilesco, la literatura, el cine y las numerosas manifestaciones culturales que han visto la luz desde el principio de la contienda hasta (especialmente) las dos últimas décadas han configurado una manera de ver el conflicto muy problemática. Y con problemática quiero decir maniquea, simplista, injusta o directamente falaz.
En 1953 el catalán José María Gironella publicó una novela que fue durante años y años un enorme best-seller: Los cipreses creen en Dios, premio nacional de literatura. A esta le seguiría Un millón de muertos (1961) y Ha estallado la paz (1966) como partes de una trilogía que inauguró un nuevo relato. La ideología que se había de imponer era la siguiente: la guerra de España había sido “civil”, es decir, no una “cruzada” como había mantenido la propaganda fascista durante los años cuarenta, sino como una “guerra entre hermanos”.
El historiador David Jorge propone en su ensayo Inseguridad colectiva que la guerra pierda su adjetivo “civil” y empiece a considerarse como “la guerra de España”. El término civil, desde Gironella, vendría a certificar que todos mataron, que todos cometieron atrocidades, que la guerra fue una matanza inhumana y una carnicería sin sentido.
El relato del “sin sentido” elimina toda responsabilidad política concreta, la de los fascistas dando un golpe de Estado contra la República, y equipara a víctimas y criminales en un totum revolutum muy del gusto democrático. Hasta la actualidad.
En 1969, el futuro premio Nobel Camilo José Cela publicó una versión sui generis de la guerra titulada San Camilo 1936. Como parte del aparato represor del franquismo del campo cultural, dedicó su obra “a los mozos del reemplazo de 1937, todos perdedores de algo: de la vida, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia. Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie les había dado vela en nuestro propio entierro”.
Con su prosa excelente, Cela supo acuñar desde la élite franquista el relato que el propio franquismo había tratado de imponer a la sociedad española celebrando los veinticinco años de “paz”. Es decir, la idea de que la guerra fue una cosa entre españoles y que los extranjeros fueron aventureros y asesinos en nuestra propia carnicería. Y que de algún modo había dos Españas luchando por imponerse desde siempre.
Ni vascos, ni catalanes, ni gallegos, ni urbanos, ni rurales, ni España Plural, ni conflicto exterior. Con versos de Antonio Machado, fragmentos de Benito Pérez Galdós o pinturas de Francisco de Goya como el “Duelo a garrotazos”, las teorías de las dos Españas (marxista y fascista) vendrían a confirmar lo inevitable del conflicto y lo atroz de la sociedad española, que estaba cavando su propia tumba desde hacía siglos. Todo muy general, ninguna responsabilidad histórica concreta: el verdadero triunfo de la retórica franquista.
Hace poco Arturo Pérez-Reverte sorprendió (o no tanto) con un libro divulgativo sobre La Guerra Civil contada a los jóvenes, apropiándose del papel de padre, mentor y guía de las nuevas generaciones de españoles. En él se felicitaba de saber contar el conflicto “de forma escueta, objetiva y rigurosa, sin clichés partidarios ni etiquetas fáciles”. Lo malo es que revolvió todos los clichés partidarios y todas las etiquetas disponibles para volver a decir lo mismo: que los dos bandos fueron muy malos (como si la República fuera un bando y no un Estado de derecho), que la naturaleza del español normal es tiránica y violenta y que la República (en fin) provocó un golpe de Estado y, por ende, una guerra. Tanta fanfarria para volver al mismo punto de partida de la ignorancia.
Maura Rossi, profesora de literatura española en la Universidad de Padova, se embala cuando le pregunto sobre el tema. Habla de novelas largas, inútiles, acientíficas, sin rigor, sin gracia y ensarta una serie de títulos de los que no le voy a culpar. La sentimentalidad, los personajes tipos, las virtudes morales maniqueas se han colado de lleno en la guerra civil, tirando de relatos familiares y espacios de aventuras, convirtiendo el conflicto en un mero kitsch desde donde provocar lágrimas a lo tonto.
No todo es kitsch. O no siempre. O no tanto. Sobre el filo de este cuchillo caminan, cayendo del lado del conocimiento o del lado de la sentimentalidad (o de la emoción), Soldados de Salamina, de Javier Cercas, los “episodios nacionales” que está escribiendo Almudena Grandes, La abuela civil española, de Andrea Stefanoni, Los surcos del azar, de Paco Roca, Beatus Ille, de Antonio Muñoz Molina o Las trece rosas, de Carlos Fonseca.
Dejaremos los tiempos entre costuras, olivos de Belchite y maestras republicanas como una mala secuela de todos estos males.