Millones de espectadores eligieron el cine español como forma de entretenimiento en 2016. Hubieran sido más sin un IVA tan agresivo. La creciente aceptación de nuestro cine debería dejar sin argumentos a quienes maldicen, escudándose en prejuicios ideológicos, cualquier película si ha sido hecha en este país
Me noto pesado, hinchado como un globo, con un ardor de estómago que no cesa. Llevamos demasiados días de comilonas y cenas, con televisiones que emiten a todas horas obscenos concursos para ser el mejor cocinero. Con tanto exceso navideño, es normal que hayamos ganados algunos kilos. Somos ciudadanos de un país que ha engordado. A punto de cumplir cuarenta años, nuestra democracia se ha vuelto fondona y algo grasienta. Da un poco de repelús acercarse a ella. A España se le ven los michelines. Son la corrupción, la desigualdad, la ignorancia orgullosa de sí misma y el separatismo. Al parecer no hay una dieta eficaz para acabar con tanta loncha sobrante, y si la hay nadie se atreve a ponerla en práctica.
Pero además de hincharnos a comer estas Navidades, podemos dedicar nuestro tiempo libre a otros menesteres menos agresivos para la salud. Ver jugar al Valencia contra el Celta en la eliminatoria de la Copa del Rey sería una opción, pero, vista la trayectoria del equipo, tan decepcionante para todos, me temo que pondría en riesgo el corazón de más de un aficionado. Si no es el fútbol, nos queda el cine, siempre el cine, esa costumbre tan antigua —y maravillosa— de entrar en un sala oscura para compartir una película con desconocidos.
La Navidad le ha sido siempre propicia al cine, sobre todo entre los pequeños. Aún se mantiene la tradición de que los padres lleven a sus hijos a ver la última de Disney. El día de Navidad o de Año Nuevo los cines se llenan de chiquillería. A los niños les hace ilusión; a sus padres quizá no tanto y a los dueños de las salas les permite resarcirse de la escasez de público de otros meses del año.
Seguiré viendo cine español porque lo que cuenta me resulta cercano, creíble y a menudo conmovedor, al contrario del que llega de Hollywood, en plena decadencia creativa
A los que somos adultos y sin embargo no somos padres, nos gusta también ir al cine en Navidad. Si hablo de mí, puedo apuntarme el acierto de haber visto 1898: los últimos de Filipinas, una extraordinaria película que recrea la gesta de unos héroes que seguían luchando por un imperio que ya no existía. No es casualidad que se trate de una producción española porque en 2016 casi todas las que vi eran de nuestro cine.
Empecé el año con Cien años de perdón, la historia del atraco a un banco con sede en Valencia, y continué con la floja Julieta, que acaba descarrilando por culpa de un guion sin pies ni cabeza; la interesante El hombre de las mil caras, que sin embargo no está a la altura de La isla mínima, del mismo director; la comercial y lacrimógena Un monstruo viene a verme, y la áspera Que Dios nos perdone, mezcla de cine negro y crónica social de los años más duros de la crisis. Todas ellas son candidatas a lograr algún Goya.
Como yo, ha habido millones de espectadores que han elegido el cine español como forma de entretenimiento en 2016. Hubieran sido más sin un IVA tan agresivo. La aceptación de nuestro cine debería dejar sin argumentos a quienes maldicen, escudándose en prejuicios ideológicos, cualquier película si ha sido hecha en este país. Conocemos de sobra a esos dogmáticos de derecha, igual de cerriles que los de la izquierda. Siempre aluden a que esta industria está subvencionada —como si no hubiera otras que también lo están, algunas de dudosa rentabilidad—. Como no han visto cine español desde el estreno de Volver a empezar, sus críticas, en lugar de basarse en criterios artísticos, caen en la descalificación personal. Atacan el pasado comunista de la familia Bardem y el antiespañolismo de Fernando Trueba.
A mí me importa poco que Javier Bardem sea un rojo millonario. Lo único que puedo hacer es descubrirme ante uno de los grandes actores del país. Por eso voy a verle cuando se estrena una de sus películas. A Trueba no lo censuro por renegar de su condición de español —cada uno es libre de sentir lo que quiera—; simplemente no veo su filmografía porque nunca me ha interesado. Creo saber diferenciar entre la obra y su autor porque, de lo contrario, me hubiese perdido las novelas de Céline y los poemas de Pound. El talento va por un lado y la bondad por otro, y muchas veces no se cruzan ambos caminos.
Con el año recién estrenado ignoro cuál será la próxima película en caer. Si siguen proyectando Tardes para la ira, iré a verla en buena compañía. Y si no, esperaré a que la repongan en un cine de reestreno. Entretanto, consultaré la cartelera cada semana. Pienso seguir viendo cine de mi país porque lo que cuenta me resulta cercano, creíble y a menudo conmovedor, al contrario de lo que llega de Hollywood, en plena decadencia creativa. El cine español es hoy una apuesta segura.