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el tintero / OPINIÓN

700 días después, léeme los labios

Casi dos años con la boca tapada, la incómoda y no sabemos si tan efectiva pero sí efectista mascarilla desaparece (aunque no del todo) de nuestra vida. Hemos demostrado disciplina y algo de sumisión, el control de los gobiernos occidentales sobre su población ha funcionado. 

20/04/2022 - 

La mascarilla forma parte de nuestra rutina diaria como las llaves o la cartera y para algunos el tabaco, es ese kit imprescindible al salir de casa. Una nueva forma de vivir que al inicio nos generaba curiosidad, sensación de seguridad y cierta incomodidad (especialmente en verano), con el uso nos fuimos acostumbrando y ahora hay veces que no nos damos cuenta si llevamos puesta o no la mascarilla, como cuando “perdemos” las gafas y las llevamos puestas o colgadas en el cuello de la camisa. En cualquier caso, la protección oficial de la mascarilla es para evitar inhalar gotitas o salpicaduras con gérmenes, casi todos la usamos como escudo facial y nos sentimos seguros.

La mascarilla se pone y se quita según donde estás o qué vas a hacer, por ejemplo, los fumadores se la bajan para disfrutar de sus cigarros que son muy recomendables para la respiración, pero luego vuelven a ponerse la mascarilla para evitar gérmenes, o cuando entramos en un bar o en casa de un amigo, nos liberamos con gesto de hartazgo porque ahí no vamos a tener gente cerca de nosotros hablando o comiendo, a diferencia de cuando vas solo por la calle que todo el mundo se acerca y te lanza su aliento. Es decir, la mayor parte del tiempo usamos la mascarilla como una bufanda, para ir por la calle y retirarla en los interiores, haciendo que su teórica efectividad sea casi nula, algo realmente absurdo pero asumido como uso por todos.

La imagen que veíamos en capitales asiáticas, especialmente en Japón y que nos parecía exagerada con miles de personas caminando con mascarillas mientras iban de compras, ha pasado a ser la imagen de nuestras ciudades mediterráneas, con sus climas cálidos y soleados, lo cual ha sido un gran inconveniente a la hora de respirar con normalidad. La mascarilla es un artilugio que contiene una gran metáfora de la situación mundial que generó la gestión del Covid19 y que resumía de manera brillante la portada de la revista ‘The Economist’ donde se veía una mano sujetando una correa que iba atada al cuello de una persona y esta a su vez llevaba atado a su perro, ambos con mascarilla y rezaba el título y antetítulo: “Todo bajo control. Gran gobierno, libertad y virus”. En apenas un mes, la OMS dictó las normas de convivencia para todo el mundo, con todo tipo de cambios, contradicciones y normativas confusas que apenas criticábamos, sólo aprendíamos a cumplir e incluso a mirar mal a quien osara ponerlas en duda.

La pandemia, tras casi dos años de caras ocultas y bocas cerradas nos deja muchas enseñanzas, y una fundamental es lo fácil que es controlar y manipular al ser humano si utilizas con habilidad el miedo. Pocos agentes más potentes para sacar lo peor de las personas que el temor, la angustia, el pánico nos convertimos en nuestros peores enemigos y somos capaces de cometer actos ridículos cuando no crueles. Hemos vivido mucho tiempo asustados, y sobre todo confundidos. La mascarilla ha sido la visualización de como una sociedad que se cree tremendamente libre puede estar fácilmente sometida y silenciada. La conocida como cultura de la cancelación vive una época de esplendor en este 2022, eso que también conocemos coloquialmente como los ‘ofendidos’ y que en definitiva es un gravísimo ataque a la libertad de expresión y de creación, al mundo de las artes escénicas y del humor, y por supuesto a la ya enterrada presunción de inocencia.

La cultura de la cancelación es digna heredera del totalitarismo nazi y comunista, de la quema de libros, de la destrucción de estatuas y de la condena al ostracismo, es una forma más de linchamiento público sin pruebas en la mayoría de los casos y sin conocer a fondo sobre el asunto de fondo, es dejarse llevar por la horda enfurecida en versión redes sociales para crucificar a personajes públicos que días antes eran encumbrados o para vilipendiar a empresas o marcas cuando alguna de sus campañas no es del agrado de parte del público. Nos liberamos, en parte, de las mascarillas y debería ser un símbolo de que nos liberamos de la dictadura de lo políticamente correcto, del pensamiento buenista lleno de falacias e hipocresía, del hacer y decir lo que marque el gobierno cada semana, del querer contentar a los insatisfechos permanentes y renunciar a ser personas auténticas y leales a unos principios. Abramos la boca para defender la libertad de pensamiento y de expresión sin la autocensura que hemos asumido como algo normal y necesario para sobrevivir en estos tiempos inciertos. ¡Abajo las mascarillas!

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