“Hay un misterioso ciclo en los acontecimientos humanos. A algunas generaciones se les da mucho. De otras generaciones se espera mucho. Esta generación nuestra tiene una cita con el destino” [Franklin D. Roosevelt].
Roosevelt y la gran tragedia americana.
Junio de 1933. Han pasado 4 años ya desde el crack bursátil del 29 que sumió a los Estados Unidos y a buena parte del mundo, en una Gran Depresión, de dimensiones desconocidas. El país se arrastra por el fondo de un valle de lágrimas, hundido en una sima de desempleo galopante y con un colapso de la producción industrial y del consumo provocado por el desplome del poder adquisitivo de las familias estadounidenses, que miran con dolorosa nostalgia un tiempo que dejaron atrás, el de los felices años 20, esa década dorada y de esplendor sin tasa que inmortalizó para nosotros Scott Fitzgerald en El Gran Gatsby.
Llega la noche. Como lleva haciendo desde que un año atrás el pueblo americano lo eligiera Presidente a costa de su antecesor Herbert Hoover, - quien tuvo que pechar con las contingencias del crack bursátil y con los errores cometidos en el día después de esta tragedia colectiva-, Franklin Delano Roosevelt (FDR) vuelve a congregar a las familias norteamericanas junto a la radio, dispuesto a iniciar otro de sus “fireside chats”, sus reconfortantes charlas junto al fuego, un formato popular e innovador tantas veces copiado después en el que el Presidente Roosevelt, sin más intermediarios que las ondas hertzianas, se cuela todas las noches con su voz mineral en las salas de estar del pueblo norteamericano para explicar, en un lenguaje entendible y cercano, el sentido y alcance de sus decisiones políticas en este tiempo de angustia colectiva nacional.
Esta velada, Roosevelt, que lleva meses tratando de convencer a sus compatriotas, sin lograrlo plenamente, de la necesidad de acometer las acciones que implica su New Deal, ese multimillonario programa gubernamental de ayudas y estímulo económico que pretende devolver al país a la senda del crecimiento y la recuperación tras el enorme shock económico y moral, pronuncia el lema de las 3 erres (R’s): Relief, Recovery & Reform (Alivio, Recuperación y Reformas), que acotaría, al fin, el campo semántico de su Nuevo Trato, haciéndolo inteligible para el estadounidense medio.
Con estas 3 R’s, que definen el alcance de una acción gubernamental de escala colosal desconocida en un país poco dado al intervencionismo público, FDR logra, finalmente, interpelar a todas las clases sociales del país y trasladar el mensaje del New Deal a la historia, utilizando una fórmula de enmarcado épico del mensaje, una llamada a una movilización total de recursos voluntades y personas al servicio de una gesta colectiva enorme que ha sido copiada tantas veces después y que resuena con renovada intensidad entre nosotros en estos días de shock sistémico, en las horas más inciertas de esta crisis post Covid-19 que ha venido para laminar décadas de trabajo, arrogantes cosmovisiones públicas y un buen número de liderazgos políticos.
Durante los (primeros) “100 días” de mandato de FDR (de ahí procede esa expresión que aun hoy utilizamos para describir el período de gracia y paz social que concedemos a nuestros gobernantes electos) el New Deal de Roosevelt empezó a desplegar toda su potencia de fuego para promover el Alivio (Relief), esas acciones de carácter inmediato y urgente orientadas a detener el deterioro económico galopante de un país sumido en una profunda depresión post-traumática. Al Alivio le sucedió la fase de Recuperación (Recovery), que implicó el desarrollo de programas temporales para reactivar los flujos de demanda de los consumidores y la ejecución de grandes obras públicas, así como el proceso de Reformas (Reform), que impulsó una serie de programas permanentes, de naturaleza estratégica, enderezados a promover una revisión estructural del sistema que ayudase a prevenir y evitar otra depresión económica y social y protegiese a los ciudadanos contra el impacto de futuros desastres. Ayer y hoy; la misma música, pero con distinta letra.
Las cifras que arrojó el New Deal, al igual que las que hoy se manejan en términos macro y micro-económicos ante nuestros atónitos ojos de confinados, asustan.
Aquella acción gubernamental reconstituyente y descomunal dirigida por ese gentleman demócrata devastado por la poliomelitis que fue Roosevelt, asumió entre otros hitos, la edificación de un sistema de protección social solidario en un país de pragmáticos individualistas como eran (y son) los Estados Unidos o la indeleble ejecución de un ambicioso programa de obras públicas que dio empleo a 4 millones de compatriotas en situación de exclusión y del que son testimonio vivo los 285 aeropuertos, el millón de kilómetros de carreteras, los 77.000 puentes y los 122.000 edificios públicos construidos en los 7 años de desarrollo de las dos fases en las que se divide canónicamente el New Deal de FDR, recurriendo a políticas que luego fueron genéricamente bautizadas como keynesianas, aunque estrictamente precedieron a aquéllas en el tiempo.
Y todo ello explicado durante años por Roosevelt a sus compatriotas desde el calor y la intimidad de aquellas “Charlas junto a la chimenea”, cuyas grabaciones, 88 años después de ser emitidas, siguen guardándose en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos como un precioso e indeleble testimonio de la fragilidad colectiva, como recuerdo de una voz que a la larga acompañó la recuperación económica del país, y también, -y no menos importante- el retorno de la seguridad, la estima y la confianza del pueblo estadounidense.
Hoy, como entonces, en estas horas desabridas nuestros gobernantes, buscan – sin encontrarlo, acaso- su sillón junto a la chimenea en nuestros hogares.
Aliviar, Recuperar, Reformar. Y liderar.
Aunque en las primeras horas de desconcierto y desplome generalizado de la actividad económica ha sido la evocación de una suerte de nuevo Plan Marshall la que ha ganado posiciones en el relato político (especialmente ante el debate abierto en Europa sobre la reconstrucción continental) el recuerdo de aquel New Deal y de la engrandecida figura de Roosevelt ha regresado hoy a nuestras conversaciones y, también, al perfil de las redes sociales de nuestros políticos como testimonio y repositorio de recursos y recetas para nuevos problemas y emergencias, de las que sin duda podemos aprender algunas lecciones interesantes en este momento, especialmente cuando hablamos de aplicarlas en el ámbito de las ciudades y el poder territorial.
En nuestros días, tras la sacudida inicial, y superada esa sensación colectiva de desamparo y fragilidad de todo cuanto nos sostenía como sociedad, descontada esa irritación por la descoordinación institucional y asumido el imperio del ‘sálvese quien pueda’ que amenaza con cargarse de un plumazo décadas de proyecto europeo, los distintos estamentos de poder del país han empezado a adoptar medidas específicas orientadas a emular ese “Relief”, ese Alivio paliativo y urgente que caracterizó, salvando las distancias y los contextos, las primeras horas del New Deal americano, con esa consigna del no one left behind, el redivivo lema gubernamental del “que nadie se quede atrás”, que ha hecho fortuna en las largas sobremesas del actual confinamiento doméstico.
Expertos consultados, Alcaldes, Presidentes Autonómicos, asociaciones empresariales y sindicales y grupos políticos con representación municipal, - al menos hasta que la inercia del interés partidista, que no suele coincidir exactamente con el interés general, ha hecho añicos el consenso post-traumático - han venido promoviendo el impulso en el ámbito de sus territorios de una primera batería de medidas gubernamentales sostenidas y dotadas presupuestariamente que ayudase a paliar los efectos devastadores de la crisis sanitaria y económica en los sectores más vulnerables y expuestos al marasmo global, contribuyendo, después, a reactivar el pulso de la maltrecha economía sometida a un insostenible y oneroso ralentí.
Como resultado de este consenso reactivo ante lo urgente, trabajadores, empresas, autónomos, arrendatarios, clases pasivas y casi todos los actores que componen nuestra estructura económica y productiva (con excepción –sé de lo que hablo– de los abogados mutualistas) han encontrado en un acuerdo del Eurogrupo, en un BOE, en un Diario Oficial de Comunidad Autónoma o en un Bando Municipal alguna línea que les interpelaba como colectivo o alguna partida presupuestaria de alivio y contingencia a la que acogerse, en un momento en el que la bolsa de los dineros públicos parece ser una galaxia sin límites conocidos.
Aunque nunca llueve a gusto de todos, nadie duda hoy de que una vez superada la contingente y procelosa fase de Alivio en la que nos encontramos, el verdadero reto del país descansará, como también le sucediera a la América de la Gran Depresión, en la capacidad de nuestras sociedades de diseñar y ejecutar políticas que acompañen esas otras dos R’s, las de la Recuperación y las Reformas, una tarea ingente y no exenta de épica que en buena medida va a radicarse en el plano territorial, en nuestras ciudades, las más afectadas por esta crisis que lo es económica y, como apuntaba hace unos días en este mismo medio, también de desconfianza, requiriendo el despliegue de los mejores atributos, soluciones y talentos que conforman eso que denominamos ya el Nuevo Poder Urbano .
Nuestro New Deal. La hora del liderazgo Local.
En el plano local llevamos semanas con una acción política y gubernamental naturalmente subordinada al estado de alarma vigente, a ese momento de Relief en el que toda la potencia de fuego institucional se concentra en respetar y hacer respetar el estado de excepcionalidad y en atender, allí donde es preciso, las necesidades contingentes de una población que aguarda, inquieta y expectante, un aluvión de buenas nuevas que no termina de llegar.
En términos de liderazgo público, y pese a la resonante hegemonía de un ejecutivo nacional cómodamente instalado ya en la inercia de este estado de alarma que lleva camino de convertirse en otro de excepción, han sido los poderes territoriales más que el Gobierno de la nación, a mi juicio, quienes han sabido exhibir y transmitir dosis crecientes de audacia y confianza a las poblaciones, acentuándose durante estos días el carácter presidencialista y personalista que está en la esencia misma del liderazgo local y regional en nuestro país.
Las recurrentes imágenes de Presidentes autonómicos y Alcaldes poniéndose al frente de los operativos territoriales, administrando medidas paliativas, conectándose en remoto desde las War Rooms de sus despachos oficiales con otros líderes e instancias del poder y ayudando a enjugar el mar de lágrimas de vecinos sumidos en la incertidumbre, han terminado por eclipsar la acción colegiada y gregaria de los equipos de Gobierno autonómicos o municipales, aun a costa de los equilibrios establecidos en las coaliciones gubernamentales, dándole la razón a Giulio Andreotti cuando afirmó que “el poder desgasta sólo a aquél que no lo tiene”.
Es verdad que que esta crisis sin precedentes y sin Manuales de Gestión de los que echar mano ha hecho saltar por los aires las agendas de todos los gobiernos, de aquí a Tombuctú y quizá debiéramos dar gracias todos los días por no tener aquí un Presidente de color naranja recomendando beber lejía a los enfermos por coronavirus. Sin embargo a estas alturas de marasmo, superados los 40 días de encierro, tal vez sea conveniente señalar que en el caso del Ejecutivo español, quizá por esas causas y azares que están en su génesis y que han terminado alineándose fatalmente para situarlo frente a un destino complejo e inesperado, el aterrizaje forzoso haya sido más estrepitoso y lacerante que el que pueda haber sufrido, en términos de mensaje y reputación política, un equipo de gobierno local o autonómico frente al shock del Covid-19.
Es cierto que ni la incertidumbre del momento que se vive en todas las cancillerías mundiales ni la extensión temporal de la crisis sanitaria y la del consiguiente confinamiento personal ayudan a colocar un discurso convincente en términos de liderazgo gubernamental, haciendo del Ejecutivo central, tan sobre-expuesto a la opinión pública como titubeante en su ejecutoria, el blanco de nuestras invectivas de recluidos pandémicos forzosos, haciendo buena la frase del recientemente desaparecido Marcos Mundstock, alma de Les Luthiers, de que“toda cuestión tiene dos puntos de vista: el equivocado y el nuestro”.
En el mismo orden de cosas, tampoco soplan a favor del Gobierno central los vientos de la creciente polarización política o los provocados por las deslealtades públicas entre los socios del ejecutivo, algunos de ellos empeñados en impulsar atropelladamente agendas políticas que no encajan en modo alguno con el tiempo de excepcionalidad que vivimos en el país, pues las transformaciones de más calado de nuestro sistema democrático y constitucional han nacido, al menos hasta la llegada de estos tiempos de liderazgo de plástico y red social, de un elemental consenso y co-responsabilidad entre fuerzas políticas y representantes sociales, y en todo caso, nunca bajo la égida de un estado de excepcionalidad constitucional, que lo distorsiona todo.
Por otra parte, y por no hacer descansar todo el peso del análisis en la cargada espalda de un Gobierno acuciado por la ansiedad colectiva, las métricas, las curvas y los resultados, resulta notorio también que la incomodidad de los grupos de la oposición para vestir la cándida túnica del consenso institucional no pone fáciles las cosas a quienes nos rigen, como tampoco lo hace la desagradable sensación de revivir los peores clichés de una Europa resuelta a reinterpretar este momento histórico desde las páginas de La Cigarra y la Hormiga, mostrándonos a unos disciplinados y hacendosos Estados nórdicos frente a esa canalla de vagos y descuidados parientes meridionales, algo (lo uno y lo otro) que seguro que habrá que evaluar, con cierta distancia y mucho aire fresco, cuando hayamos salido del ojo de este huracán vírico que nos nubla el alma y enciende los ánimos.
De igual manera, la sobre-representación mediática del Gobierno central en estos primeros 40 días de confinamiento, en los que hemos asistido en riguroso prime time y con disciplina prusiana a no pocas ruedas de prensa largas y tediosas, blindadas a las preguntas incómodas, en las que hemos tragado con explicaciones paternalistas un día o inquietantes y desabridas al otro, y en las que hemos recibido no pocos mensajes ininteligibles y titubeantes de nuestros mandatarios, ha contribuido a dragar el suelo que pisa el gobierno, enturbiando el fondo de unas medidas económicas necesarias que han ido llegando paulatinamente, aunque envueltas en una nueva lingua franca gubernamental hecha de neologismos sanitarios, sonoras evocaciones bélicas y llamadas a una épica colectiva que la historia contemporánea, de momento, sólo ha reservado al gran Winston Churchill de las horas oscuras o al mercurial Charles De Gaulle de la Résistance frente a los nazis.
Comparto la opinión de mi amigo Joaquín, pronunciada entre generosos viñedos de uva palomino en Jerez, que es probable que a este Gobierno central, que fue diseñado (desde el casting en tiempo real de Ministros hasta la narrativa que lo acompañaba hasta hace unos días), para hacer frente a una agenda política sofisticada conformada alrededor de vectores como el cambio climático, el feminismo, el multilateralismo o la globalización, le haya costado adaptarse, como sí lo han hecho los poderes locales, a la lacerante realidad actual marcada por la necesidad de meterse en el barro, de atender con urgencia y agilidad necesidades básicas de la población, en un escenario mucho mucho menos refinado y cosmopolita que el que constituía el foco y relato fundante de un ejecutivo que hoy sufre unos vaivenes públicos que ni la estudiada mercadotecnia ni la comunicación política pueden compensar.
Pareciera, acaso, que en un país conformado alrededor de 17 centros de poder autonómico (que no han logrado ponerse de acuerdo ni para contar a las víctimas de la pandemia) y en el que los de siempre aprovechan para socavar los fundamentos de nuestra convivencia territorial, la idea de un Estado al que creíamos hasta antes de ayer fuerte y solvente, corriendo detrás de la realidad – por más que esta sea compartida, en ciertos aspectos, con las naciones de nuestro entorno – se nos ha hecho difícil de aceptar, provocando un deterioro acelerado de la imagen institucional del Gobierno de la nación – tal vez excesivamente injusto - que ha sido aprovechada por los líderes territoriales para reivindicar su momentum y proyectar hacia sus grupos de interés un liderazgo auténtico, concentrado en lo importante y desprovisto de filtros y afeites.
Así, en estas horas de ‘Alivio’ post traumático, Alcaldes y Presidentes Autonómicos, ya sea a base de una agilidad recuperada (sorprendente en algunos de ellos) o por la astucia y escuela que otorga el ejercicio del poder más cercano a la gente sin el recurso a la coraza del coche oficial y la los guardaespaldas perimetrales, o ya sea a fuerza de vistosos golpes de mano abriendo canales imposibles de aprovisionamiento en ese mercado internacional de filibusteros en el que se ha convertido la compraventa de mascarillas, respiradores y tests víricos, han logrado impulsar y comunicar de manera cercana e inteligible soluciones y medidas para enfrentar los problemas que se manifiestan en nuestras ciudades, auténticas zonas cero de la pandemia.
En esta España del Mando Único, y con las naturales excepciones a la regla en un país que cuenta con 8116 municipios, 17 Autonomías y 2 Ciudades Autónomas, el poder territorial ha sabido ejercer su cuota de liderazgo público, su parte de imperium político de manera mucho más efectiva y vistosa que sus counterparts en el Gobierno de la Nación, con los efectos que hoy ya percibimos. Frente al agarrotamiento de otras instancias de poder, el tándem Almeida – Ayuso, los Puig, Lambán, Feijóo o Abel Caballero, (y otros mandatarios locales en menor medida) han sabido además – y esto es un atributo al alza del liderazgo político que estamos viendo emerger durante estos días de palpitante humanidad colectiva- mostrarse cercanos, reconocer errores y pedir perdón, algo que ha costado muchas semanas escuchar desde esa Illa (isla) en que se ha convertido La Moncloa, recuperando buena parte de la imagen, el afecto y la reputación que el poder local se había dejado en lustros de obstinado deterioro de su imagen institucional.
En momentos de zozobra, los poderes territoriales han sabido ganar, tal vez sin pretenderlo, la batalla por el relato del liderazgo contingente y la proactividad pública, enfrentando esta fase de Relief/Alivio de nuestro New Deal logrando consensos entre distintos partidos políticos y tomas de posición concreta frente al Gobierno central, como es sin duda, la referida a la reivindicación liderada por la FEMP, la Federación Española de Municipios y Provincias de que los Ayuntamientos puedan disponer con libertad de los remanentes de tesorería municipal para atender a las necesidades territoriales de Recuperación y Reformas, surgidas de esta ominosa epidemia que nos asola.
Asumo que es complicado hacer balances y acertar desde el ojo del huracán que nos asola, pero en esta trituradora de liderazgos públicos post-coronavírica, hay ya un cierto consenso en la percepción de un poder territorial que ha logrado comunicar de forma inteligible y cercana las razones y el sentido de las complicadas decisiones que se van tomando sobre la marcha, algo que, reinterpretando a Gramsci, resulta reconfortante para la población durante estas lentas horas de transición entre una anormalidad que no termina de marcharse y esa añorada vida convencional que no termina de regresar.
Al final, más allá de recetas infalibles, todos esperamos, 88 años después, percibir el calor de la la chimenea de Roosevelt junto a nosotros.
No se relajen, por favor. Queda mucho por hacer.