ALCOY. Lejos de estar en esa primera línea de batalla de esta cuarentena, en cuanto a visibilidad se refiere, lo cierto es que la sociedad sigue funcionando en prácticamente todo su engranaje, aunque sea de manera distinta, a pesar de encontrarse a medio gas. Siguen arreglándose farolas en las calles, reparándose fugas de agua en los domicilios y abriéndose puertas, aunque no demasiadas. Este último oficio, el de cerrajero, es uno de los que más teme por el cierre a cal y canto; también se encuentra en pleno estado de convalecencia por la crisis económico-sanitaria. Juan Castelló lleva en el negocio, el suyo propio, desde 1968. No es nada optimista. "Los jóvenes como tú lo tenéis bien negro, de esta no salimos hasta el 2023 lo menos", nos dice poco antes de comenzar con la entrevista.
Su taller, el que lleva su apellido, se ubica en una de las salidas del municipio de Alcoy, en el barrio del Viaducto. Justo nos ha recibido un cartel antes de que lo haga él. "No, lo tengo así, girado, pero estamos trabajando dentro, con pedidos que llegaron de antes de la pandemia", insiste el dueño de la cerrajería. El relevo del trabajo lo han tomado sus dos hijos, Jairo, el pequeño, y Juan también, en el caso del mayor. Están enfrascados en la fabricación de estructuras de metal para alguna obra, como la que está llevando a cabo ahora mismo en una carnicería de la ciudad, y encargos de puertas, sobre todo, que pintan al fuego, con sus correspondientes copias de llaves. "Solemos hacer muchas. Ahora, estamos con alguna para comunidades de vecinos, que se había roto y estaba cayendo a trozos, pero de casas de campo no entra nada; y las obras, tenemos tres o cuatro encargos, que en teoría no han parado, nos llaman", asegura Juan padre. Es esto lo que les permite mantener el ritmo más o menos normal, aunque no saben hasta cuándo podrán resistir. Como una gran mayoría de estos sectores más silenciados.
"Dicen que no hay mal que cien años dure, pero lo peor vendrá después", insiste el cerrajero, a nosotros y a una clienta que llama por teléfono. Y es que el servicio de apertura de puertas flojea, claro, a falta del particular, confinado ahora mismo. Pero la vida sigue, en cierto modo, y dejarse la llave detrás del cerrojo es un clásico que no pasa de moda."No necesariamente le pasa a gente mayor. Que se te cierre la puerta por el viento cuando sales a pasear al perro siempre ha ocurrido, y esto sí puede seguir pasando ahora mismo", explica con una sonrisa, de esas que se llevan ahora, de bajo el escudo protector de su mascarilla. El mismo protocolo que mantiene a rajatabla quien le espera en la puerta. "No hay problema, van con la careta y todo el rollo", relata despreocupado. El obstáculo en este sentido va por otros derroteros. "Este servicio está mal pagado aquí, unos cuarenta, cincuenta, euros, muy barato", confiesa. Eso si no llaman a la policía o a los bomberos. "Suelen hacerlo después de las dos de la mañana y a ti no te dicen nada porque entienden que estás durmiendo, y que sería un servicio especial, claro". El seguro, muchas veces, es la última opción, "porque tardan hasta tres horas en llegar", insiste, aunque luego la factura vaya al nombre de la compañía. Son los clientes más veteranos, en definitiva, los que suelen llamar a Juan para este servicio, en quien confían también en esta cuarentena. "Hemos hecho alguna apertura de vivienda, porque están los despistes, pero ahora en realidad no hace falta abrir puertas, no hay cristo que salga de casa". Y matiza: "Claro, además es algo que a la gente no le suele pasar más de una vez, es muy difícil". Aunque de todo hay. Eso sí, siempre con el mismo humor, "cabreados".
El cambio de cerraduras podría ser otra cuestión. "Ayer cambié la de la puerta de una terraza, que se había roto, y la chica no me abrió, me dijo que le dejara las llaves en el buzón, en serio", relata, sorprendido. "La gente tiene mucho miedo". Juan también realiza trabajos, recuerda, sobre algo que todavía se da, y más con la tensión del momento pandémico, como son las separaciones sentimentales. "Pues cuando la gente se divorcio, y no quieres que el otro te entre al piso, me piden que les cambie el cerrojo". Juan Castelló echa mano de anécdotas, que no le faltan. Las más divertidas, o las de cuando trabajó para Correos, dejan paso a otras más crudas, las que brinda el oficio de cerrajero, por desgracia. "Un día me llamaron para abrir una puerta en la calle San Lorenzo, a las cinco de la tarde. Dentro estaba la policía y personal de la ambulancia, y había una bebé de seis meses muerta, junto a su madre, al lado, inconsciente". Ahí sí tumbó la puerta con una palanca, relata, aunque no suele ser la práctica habitual que emplea, junto al resto del equipamiento, formado por láminas, ganchos y ganzúas. "Normalmente no rompo ninguna, pero tenía que entrar rápido", argumenta. Se estremece. "O la última, en la calle Jordi de Sant Jordi, nos encontramos muerta detrás de la puerta a una mujer de la que sus familiares no sabían nada desde hacía quince días, y dieron la voz de alarma". Y es que la vida no ha dejado de ponerle pruebas, bien desde el aspecto familiar, tener que criar a cuatro hijos solo -tiene seis en total-, tras el fallecimiento de su primera mujer, bien a nivel profesional, cuando se atrevió a montar su propio negocio, llave inglesa y destornillador en mano, y con tan solo veinte años.
Su historia comienza, primero, como tornero, fresador. "Levantar el negocio me costó 200.000 de las antiguas pesetas", hace memoria. En todo este tiempo, nunca ha dudado de la razón que le ha llevado a abrir el taller cada día. "¿Por qué soy útil? Pues porque ayudo a la gente, por ejemplo a esa mujer que me llama llorando detrás de la puerta, además de que cobro", sonríe. Por eso vivió tan mal la crisis de 2008. "Tuve que despedir a los nueve que tenía aquí trabajando. ¿Sabes lo duro que es decirle a un buen trabajador que se vaya a casa? Le estuve dando cuatro o cinco vueltas al puente de San Jorge para tirarme", cuenta, muy afectado todavía. "Lo pasé fatal, por eso no he empleado a nadie desde entonces, solo están mis hijos", asegura. Un cerrajero no puede llegar a forrarse, al menos, según su experiencia. "Hubo un momento en el año 2000 que sí, fabricábamos un montón de ventanales...Pero esto no deja de ser un negocio pequeño, anem tombant i vivint, que se dice". Ahora, con el depósito de la furgoneta prácticamente lleno desde hace quince días, y perdida la costumbre de llevar a sus hijos al bar cada viernes, o de jugar a la lotería, está aguantando, como la mayoría de los del gremio.