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A grandes males, tremendos remedios

11/04/2021 - 

Recientemente estuve intercambiando mensajes con el exagregado comercial de Chile en China, mi buen amigo Andreas Pierotic Mendía. Andreas desempeñó con talento, habilidad y eficacia las tareas propias de su cargo. Tuvo generosamente a bien involucrarme en los numerosísimos eventos que se organizaron para incentivar no solo las relaciones comerciales entre China y Chile sino también las inversiones del gigante asiático de naturaleza más estable y más propicias para crear riqueza. Es cierto que las iniciativas chilenas constituían la envidia del resto de legaciones hispanoamericanas no solo por el fondo, ciclos de conferencias exhaustivos sobre diferentes sectores económicos (desde la minería al sector agro; de hecho participé como ponente, en representación de mis socios chilenos, en alguno de ellos), reuniones de trabajo con empresas chinas,  si no por la increíble espectacularidad de los eventos que se organizaban: en la Gran Muralla, en el inolvidable Temple Bar & Restaurant en Pekín (que es probablemente uno de los restaurantes más mágicos del mundo y en el que he disfrutado de momentos memorables). Pero además, en mis días pekineses, Andreas formó parte de mi círculo más cercano lo que me permitió disfrutar de su curiosidad inagotable, su ingenio, su humor chileno y la pasión por el vino y la buena comida que compartimos. De hecho, nos gustaba especialmente saborear una de las mejores paellas que se hacen fuera de Valencia que prepara otro amigo entrañable, Alejandro, en su inevitable, como un destino, restaurante Niajo en Nali Patio en Pekín. También Andreas disfrutó de las delicias de Lavoe y de Aquarium cuando me visitó en Valencia hace un par de años pero, como decía Gandalf, esa es otra historia. 

Andreas me trasladó una serie de reflexiones sobre el éxito que ha supuesto en China el uso de mecanismos de trazabilidad digital para contener el covid-19. En efecto, constataba que desde prácticamente el verano de 2020 la vida en China (salvo episodios puntuales) ha regresado a la normalidad pre-pandémica. En este sentido apunta que todos los centros escolares están funcionando plenamente, la gente viaja dentro del país que tiene dimensiones continentales, el teletrabajo se ha convertida en complemente (y no en la forma principal de modalidad laboral) y las mascarillas están donde deben estar, en el último cajón de la casa. 

Frente a esta situación en el mundo occidental, y en especial en Europa, seguimos con una intensa crisis sanitaria y con el temor a una nueva ola, con restricciones a nuestros derechos fundamentales (libertad de reunión, de desplazamiento etc.) a través de la vigencia del estado de alarma y de sus numerosas ramificaciones autonómicas en forma de toques de queda, limitación de las relaciones sociales, etc. Además ya se percibe pesimismo evidente,  cansancio emocional y hartazgo colectivo por una situación que parece no tener fin. Constatamos con preocupación la ineficacia de muchas de las medidas adoptadas (y eso sin entrar en las irritantes diferencias entre regiones no solo entre los diferentes países europeos si no, lo que resulta más flagrante, también dentro de España) y el desgaste de unos líderes políticos democráticos que no parecen encontrar la forma de solucionar esta crisis (incluso los más capaces, como la canciller Merkel, han visto severamente erosionada su credibilidad por la prolongación de emergencia sanitaria en la que sigue viviendo Alemania). 

En este sentido, lo más alucinante es que en plena era de la digitalización y la información, los países occidentales se han inclinado para gestionar predominantemente la crisis con medidas idénticas a las utilizadas para paliar los devastadores efectos de la gripe de Kansas de 1918 (la maliciosamente bautizada con el nombre de gripe española). Ante la constatación por los responsables gubernamentales de que la principal causa que hace que el virus se expanda no es otra que la interacción social, la respuesta ha sido un contundente aislamiento social. De esta forma, se corta esa energía esencial y con ello se corta la propagación de la enfermedad. Y lamentablemente, muchas cosas más: como la salud mental (requerimos el contacto con los otros) y también la económica. En efecto, frente a estas medidas de restricción y limitación al máximo de los contactos sociales, se ha impuesto el cierre de los negocios. Así, y esto es también escalofriante, según el diario Expansión en una noticia de principios de junio de 2020, en España se han cerrado cerca de 100.000 empresas desde el inicio de la pandemia y unas 500.000 adicionales se encuentran en riesgo severo de quiebra. 

Uno de los factores que ha resultado decisivo para que  la situación en China, como hemos comentado antes, sea muy diferente a la europea está en el arriesgado experimento de masas que ha puesto en marcha el gobierno chino consistente en usar los datos de sus ciudadanos con el objeto de regular igualmente sus vidas en una situación como la que se está viviendo de catástrofe sanitaria. De esta forma se requiere el uso de determinado software, es decir una aplicación en los smartfones para que se dicte si el ciudadano en cuestión debe confinarse o tener acceso al transporte público, a restaurantes o centros comerciales. ¿Cómo funciona en la práctica? Estas aplicaciones usan big data para extraer conclusiones sobre si una persona plantea o no riesgo de contagio del covid-19. Como ejemplo, para usar la aplicación que a estos efectos a puesto en circulación Alipay se rellena un formulario con los datos personales, generando el software una código QR con uno de los siguientes tres colores: un código verde permite a su portador desplazarse por el país, viajar, moverse sin ningún tipo de restricción; si al usuario le sale el código con el color amarillo, deberá permanecer en casa al menos 7 días; y si el resultado del código es de color rojo, deberá imponerse dos semanas de cuarentena obligatoria. En consecuencia, en aquellos lugares en el que el uso de este tipo de aplicaciones se ha impuesto, resulta prácticamente imposible moverse sin tener que enseñar el código Alipay. Este tipo de códigos, para que funcionen, debe utilizarse por la población de forma generalizada. Por ejemplo, en la provincia de Zhejiang la referida aplicación tiene 50 millones de usuarios lo que supone prácticamente el 90% de la población lo que garantiza su éxito.  

Sin embargo, según una investigación del New York Times, parece que sistema va algo más allá de decidir en tiempo real si una persona plantea o no un riesgo de contagio. Así, el sistema simultáneamente comparte información con la policía estableciéndose, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, un contundente mecanismo de control social que podría incluso permanecer más allá de la situación actual de pandemia para la que fue creado. De esta forma el gobierno chino, en su infinita ambición de control social,  tendría un mecanismo adicional especialmente eficaz para implantar esa ciberdictadura a la que he hecho referencia en el pasado. Para la puesta en marcha de este sistema, y aquí va otro dato importante, se ha contado con la inestimable ayuda de las grandes empresas tecnológicas chinas sin las cuales esto no habría sido posible. Así el código de salud de Alipay, se introdujo por vez primera en la bella y pintoresca ciudad de Hangzhou a instancias del gobierno local y con el sostén financiero de Ant Financial (a cuyas vicisitudes para salir a bolsa me refería en una columna anterior) que no es más que una compañía hermana del gigante de comercio electrónico, Alibaba. Por otro lado, Tencent, otro coloso de internet que gestiona la exitosa aplicación de mensajería electrónica de Wechat (con más de mil millones de usuarios), está igualmente trabajando con las autoridades para generar su propio código de salud.  Queda nuevamente acreditada la singular simbiosis y unión existente entre los intereses aparentemente privados de dichas mega empresas tecnológicas y los intereses del Partido Comunista de China que monopoliza la acción gubernamental.

Pero sin entrar ahora en los usos indicados de control que puede hacer un gobierno autoritario de la tecnología que resultan sin duda peligrosos, lo que es evidente es que con la imposición de la utilización de la aplicación de forma masiva se puede llegar a identificar automáticamente a los contactos (a través de la red social) así como el grado de riesgo de contagio. Y esto hace que la lucha contra la pandemia se pueda hacer con todos los medios de los que se disponen y la capacidad tecnológica es de los más relevantes. Es cierto que la obligatoriedad del uso de estas aplicaciones puede suponer un riesgo frente a la protección de datos personales y el derecho a la privacidad. Pero no es irrazonable plantear que en situaciones extraordinarias como la que estamos viviendo (o futuras) que hipotéticamente podrían poner incluso en peligro la supervivencia de la especie no debamos recurrir (de la misma forma que se está haciendo, insisto, con el estado de alarma y las restricciones a libertades esenciales de los ciudadanos) a soluciones provisionales y igualmente puntuales. Incluso el régimen legal aplicable en la Unión Europea a través del célebre Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) que diseña un sistema protector y coherente de garantías respecto a la salvaguarda de los datos personales prevé especialidades en la utilización de datos en circunstancias de crisis sanitarias como las provocadas por las epidemias. Sin embargo esta habilitación no se ha desplegado para amparar un sistema en el que se impusiera la obligatoriedad de estas aplicaciones. Toda esta situación es objeto de un fascinante debate respecto a cuál debe ser el interés jurídico protegible: el derecho sacrosanto a la privacidad o la protección de intereses vitales como son la salud, el derecho al trabajo (por el demoledor impacto económico originado por el Covid-19) o al desarrollo de la actividad económica necesaria para que un país prospere. Esta es la cuestión. En el mundo real deben prevalecer los males menores sobre los mayores sobre todo porque a veces se debe optar por la solución menos mala y porque, como se dice en política, lo mejor es enemigo de lo bueno. Es necesario en este punto subrayar una obviedad: nuestros sistemas políticos son estados de derecho y democráticos. Por lo que una injerencia de estas características se haría conforme a ley, de forma excepcional y para contribuir a superar más rápidamente los devastadores efectos de una situación de emergencia. Por lo tanto, esa cesión temporal a gobiernos democráticos de nuestro derecho a la privacidad únicamente para garantizar un bien específico superior como es la vida y la salud pública (porque sin vida no hay privacidad ni hay nada). No se entiende cómo genera desconfianza aportar esta información al Estado que está sometido a normas y que debe velar por los intereses generales y sin embargo se compartan muy alegremente datos también privados a través de plataformas como Instagram o Facebook cuyo único interés en conseguir que sigamos activos como consumidores, que se nos vendan cosas y que tratemos de dar una imagen eufóricamente falsa de uno mismo. 

Este debate se debería tener cuanto antes ya que es claro que el Covid-19 no será el último reto colectivo al que nos vayamos a enfrentar. Y entiendo que el despliegue regulado de las nuevas tecnologías deberá contribuir a la mejor solución y a evitar daños mayores.  

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