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No éramos dioses Diario de una pandemia #61

A los que aman

8/06/2020 - 

VALÈNCIA. Cuando nos vemos, Begoña me dice que he echado tripa. Me la palpo y tiene razón. Es una de las tristes consecuencias de llevar encerrado tres meses. En verano me pondré a hacer flexiones en el comedor, a ver si rebajo algo la barriga para estar presentable cuando vaya a la playa de El Saler.

El sábado, a media tarde, paseamos por el centro de València. Es una ciudad hemipléjica, con una de sus dos caras paralizadas. La mitad de la hostelería y de los comercios siguen cerrados. Es una sensación extraña: para ser el primer sábado de junio hay poca gente paseando por la calle.

Tomamos un refresco en una terraza, detrás de las torres de Serranos. A ella le preocupa que no se respete la distancia social; a mí, absolutamente nada. Es hora de regresar a la vieja promiscuidad, a rozarnos unos con otros, digan lo que digan los expertos, que fallaron cuando más los necesitábamos.

Hacía muchos años que no veía turistas en la calle Caballeros. No los echo de menos. El Carmen está también en cuarentena. Muchas persianas siguen bajadas. Pasamos por delante del café Infanta, que nos trae buenos recuerdos. Fotografío la torre de la Lonja sobre un cielo azul que encapricha la mirada.

Clientes de un bar hablan en una terraza en València este fin de semana.

No todo el mundo lleva mascarilla. Son pocos los que desobedecen la ley; la mayoría la acatamos tapándonos la cara con el bozal. El Gobierno ha informado del decreto que sustituirá al que regula el estado de excepción. La medida estrella es que te multarán con hasta 100 euros si prescindes de la mascarilla. Curioso vaivén el de esta prenda: al principio era contraproducente, luego pasó a ser recomendable y ahora es obligatoria, con la amenaza de una sanción si no te la pones.

El filósofo Illa echa balones fuera

Hemos vivido en el mundo loco de los payasos, pero los dueños del circo no se dan por aludidos. El filósofo Illa declara, en una entrevista, que todo Occidente se vio desbordado por la magnitud de la pandemia. "Visto lo visto, todos llegamos tarde a esto", asegura. Este será uno de los mensajes que nos cansaremos de oír, pero el filósofo Illa miente, como en tantas otras cosas. Porque las cifras son claras: hemos sido el país europeo que peor ha gestionado la crisis del coronavirus, con la excepción tal vez de los ingleses.

Los mosquitos están incluidos en la nueva normalidad. A poco que me descuide, soy picoteado por estos insectos, que actúan sin piedad y nunca muestran signos de arrepentimiento. Mi sangre es un festín para estos pequeños vampiros.

Las empleadas del hogar siguen sin cobrar las ayudas prometidas. Otro engaño en una larga lista de embustes que no parece tener fin.

Este fin de semana las televisiones y los periódicos han dedicado una amplia cobertura a las manifestaciones contra el racismo en Estados Unidos. En Madrid, Barcelona y València también ha habido marchas por la muerte de George Floyd. Una muerte violenta e injusta siempre es de lamentar, pero no deja de ser una muerte ocurrida a miles de kilómetros de aquí, donde los familiares de 44.000 fallecidos por el coronavirus esperan que se les haga justicia tras la desastrosa gestión de su Gobierno.

Protesta en València por la muerte de George Floyd. Foto: EVA MÁÑEZ

¿Por qué tanta atención para un ciudadano estadounidense y tan poca para nuestros compatriotas? Deberíamos empezar por la solidaridad con los nuestros, con quienes viven en nuestros barrios, antes de manifestarla por la gente de un país lejano y violento, un país por el que no tengo especial interés.

Tres meses sin tocarse ni besarse

En La peste, hermosísima novela que acabo de concluir y que está escrita por un alma noble y compasiva con el prójimo, uno de los protagonistas, el periodista Rambert, se empeña en escapar de Orán, una ciudad sitiada por la epidemia, para reencontrarse con su pareja. Una y otra vez lo intenta, y una y otra vez fracasa en el empeño. Su obstinación por ver a una mujer me ha hecho pensar en las relaciones suspendidas por culpa del virus, tres meses en que los amantes no se han podido tocar ni besar ni abrazarse. Algunas parejas se habrán roto por culpa de las circunstancias, al no haber tenido paciencia para soportar la dureza de este exilio sentimental.

De estos amores maltratados tampoco se habla, como no se habla de cualquier asunto de importancia en estos meses. Sólo los que han amado desde la distancia nos podrán hablar algún día del precio que pagaron por culpa de las leyes crueles de los hombres.

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