Sin el estigma social que persigue a los adictos a otro tipo de sustancias, una enfermedad tan grave como el alcoholismo apenas tiene repercusión mediática. El bebedor compulsivo y su familia están casi solos
VALÈNCIA. Charles Bukowski escribió en su novela Mujeres que beber tenía un problema: «Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno pasa, bebes para celebrar; y si nada pasa, bebes para hacer que algo pase». Su declarado alcoholismo fue tolerado porque se le presuponía que lo usaba como vehículo para asomarse al precipicio de la experiencia vital que, como pocos, convertía en literatura. Barriendo para casa, la lista de prominentes plumas y su relación con el alcohol no es tan fácil de elaborar. No deja de ser curioso. Uno de los países del mundo más permisivos con el alcohol y su vertiente social es España, donde beber se entiende como un acto relacional, divertido y placentero, pero no gusta eso de que se te note que tienes un problema.
«Es de chiste: si dices que has decidido dejarlo porque te estás pasando, te conviertes en un ‘corta rollos’, pero si les dices que lo haces porque estás a régimen, te comprenderán y te animarán», confiesa un compañero que empezó a preguntarse en un momento de su vida de afterwork que tanto estilamos los periodistas, si aquellas copas habían cruzado el umbral de lo aceptable y estaba en el limbo del alcoholismo funcional. El término no está aceptado en el ámbito académico, pero en la calle podría retratar a nueve de cada diez alcohólicos.
Para la Confederación de Alcohólicos, Adictos en Rehabilitación y Familiares en España (Caarfe) es la cifra de alcohólicos en España que no están en tratamiento, y se calcula que hay entre 200.000 y 300.000 personas que deberían estar tratadas para superar esta adicción. La organización señala, además, que desde que una persona empieza a beber hasta que se diagnostica la dependencia pasa una media de diez o doce años porque cuesta mucho reconocer el problema, y el quid está en la sensibilización.
Desde la Asociación Valenciana de Exalcohólicos (Avex) lo corroboran. «Lo primero que hay que remarcar es que esto es una enfermedad y no un vicio, y lo segundo, que tiene cura, pero el tratamiento es para siempre: la abstinencia», señala la presidenta Mari Carmen Rochina. «Que hoy siga pesando tanto el estigma sobre las personas alcohólicas cuando somos una sociedad de lo más permisiva con el hecho de beber es una hipocresía», añade. Purificación Martínez es psicóloga clínica que presta servicio en la entidad. Recuerda cómo en los años noventa del siglo pasado hubo una movilización mediática sobre las adicciones.
«En los 80, las drogas se habían llevado por delante a muchos jóvenes, estábamos concienciados con nuevas enfermedades como el sida. Además, a principios de los noventa comenzó la creación de la red sanitaria para el tratamiento de la dependencia y las televisiones, los matinales... prestaban mucho espacio a la temática, pero hoy en día lo echo mucho en falta. No hay nada que alerte sobre los riesgos del consumo», comenta. En una década hemos dejado de fumar, pero las cifras globales de alcoholismo incrementan. En cinco años el consumo diario ha crecido un 8,1% según la encuesta nacional de salud. «Tenemos una cultura a favor del alcohol. Hay localidades en las que es normal tomar doce chupitos de orujo. Cuatro bares a tres chupitos, te sale la cuenta. ¡Y eso como aperitivo!», comenta Martínez.
Para Laura (nombre ficticio) las copas de la comida de trabajo, las de después con los compañeros, las rutas del chupito de los fines de semana no eran más que la vertiente relacional que brinda el alcohol. «Siempre creí que el alcohol, en su medida, era hasta beneficioso —dice—. Me costó mucho reconocer que tenía un problema porque me costaba identificarme con la imagen que tenemos del alcohólico. Tenía un buen trabajo, soy una persona de formación alta, dos niños pequeños; todo iba bien hasta que comencé a levantarme por la mañana y me temblaban las manos si no consumía. Cada noche de desfase me decía que era la última, pero al día siguiente necesitaba el trago para seguir funcionando. Todo el mundo de mi alrededor se daba cuenta menos yo», explica. «Creo que estuve en silencio clínico más de diez años y luego tres en la vorágine», recuerda.
Martínez señala que el alcoholismo funcional «es el mayoritario en nuestra cultura porque no tenemos la percepción del peligro y la dependencia nada tiene que ver con la imagen que todos tenemos del alcohólico terminal», comenta. Igualmente, explica que «puede ser una relación diaria con el consumo o intermitente; que no tomes durante dos o tres semanas ni una gota y de repente te arrojes a un consumo abusivo durante varios días. Hay personas que con treinta años pueden tener un problema con el alcohol pero de momento son capaces de mantener el trabajo, su familia, sus relaciones. No obstante, necesitan el alcohol para poder funcionar».
Es la opinión que comparte la coordinadora y sicóloga de programas ambulatorios para adultos de Proyecto Hombre en València, María Merceno Vilanova: «No hay conciencia social de que estamos ante una sustancia psicotrópica con efectos a corto y largo plazo que no tiene un límite seguro de consumo. Los factores para desencadenar una dependencia son tan diversos como el sexo, la edad, el peso, las combinaciones de consumo o la función que se le da en la vida al alcohol».
Sin esa percepción del riesgo, la resistencia al tratamiento es muy alta, comentan las profesionales. «La mayoría de los usuarios vienen porque la familia les obliga, porque lo exige el juzgado; es decir, tienen problemas con la justicia, o porque han salido del hospital y su cuerpo no aguanta más», explica Merceno. En el caso de Laura fue el ultimátum de la familia el que le salvó la vida. Su marido se había marchado de casa. Su padre y su hija de catorce años se quedaron con ella. La obligaron a ingresar en un centro. Luego llegó la reeducación para no volver a las rutinas de antes.
«Era durísimo. Mis padres estaban ahí permanentemente ayudándome a cumplir objetivos y Avex. De pronto comencé a encontrarme mejor, y pasaba un día, y otro, y otro, y yo no había bebido. Lo conseguí, con muchas secuelas físicas, pero con la máxima de que me he curado para vivir. Y eso he hecho. Me he sacado otra carrera, he ido de Erasmus con jóvenes de veinte años y con los potenciales peligros que eso supone [ríe] y, bueno, puedo decir que llevo catorce años sin beber, pero sigo considerándome usuaria de esta asociación».
Carlos (nombre ficticio) pensó que el alcohol ahogaba las penas; pero flotaban. Tenía el antecedente de un padre alcohólico que no consiguió vencer la adicción, pero jamás pensó que podría pasarle a él. «En mi caso coincidió un estrés familiar al diagnosticar a mi mujer una enfermedad crónica y un pico de estrés laboral. Cuando salía del trabajo a las siete de la tarde me bebía un vino. Luego un Martini, de ahí pasé a dos o tres vodkas, y en seis meses estaba consumiendo una botella al día», recuerda.
María Mercero Vilanova (Proyecto Hombre)
«No hay conciencia de que es una sustancia psicotrópica con efectos a corto y largo plazo sin un límite seguro de consumo»
«Esto te atrapa y llega un día en el que lo único que te preocupa es tener para consumir. Así estuve diez años; cada día que me levantaba me daba asco, me insultaba a mí mismo, pero no podía dejarlo. Un día lo hice de golpe, como se deja el tabaco. Me dio un ataque brutal, entré en convulsiones. No lo recomiendo a nadie. Lo mejor es dejarlo con ayuda de profesionales», confiesa. Tuvo el apoyo de la familia más próxima «pero siempre hay una parte que piensa que lo haces porque quieres y que tienes un vicio», dice.
La familia es un pilar fundamental en la cura, pero pocas veces tiene visibilidad. Así lo señala la hermana de uno de los exusuarios, que explica que «no te imaginas lo que suponía cada llamada del teléfono. El día que nos llamaron porque mi hermano se había caído y se había dado un golpe en la cabeza fue muy duro, se quedó en coma y nunca llegó a despertar. Pero mucho antes, la lucha para que ingresara en un centro, el recorrer los bares a los que solía ir para que no le sirvieran y que te contestaran ‘‘paga lo que debe’’, la mirada social que te juzga...».
Carlos tuvo tres recaídas más. «Yo no puedo probar una cervecita, si lo hago serán dos o tres litros. En la última recaída estuve al borde de la muerte. Los médicos me decían que no tenía miedo a morir y así era. Yo solo tenía miedo a quedarme solo durmiendo en un portal, y prefería morirme antes», explica. Ramón Feiner acabó así. Once años sin un techo acompañado de alcohol y dando tumbos desde Cuenca a Barcelona, pasando por Castellón y València. «El alcohol es social, pero en la calle es la única forma de no tener hambre y frío, de intentar estar despierto porque vives en alerta permanente», explica desde Barcelona. Logró salir de la calle con «pensamiento positivo» como dice, y gracias al apoyo de la asociación #HomelessEntrepreneur que trabaja por hacer visibles a las personas sin hogar y facilitarles herramientas para poner su vida en pie de nuevo. Hoy Ramón es operario en una planta logística del puerto de Barcelona, tiene su casa y es independiente. A cambio, ayuda en la entidad a que otras personas de la calle logren el objetivo de salir.
«Criminalizar actos que tienen gran arraigo en nuestra sociedad y que se enmarcan en nuestro estilo de vida mediterráneo, como puede ser tomarse una caña o una copa de vino en una terraza en buena compañía y acompañado de algo de comer», explican Cerveceros de España, ha sido la razón por la que, tras cuatro intentonas desde el año 2003 de cuatro ejecutivos distintos, no ha podido prosperar una ley estatal que regule el consumo del alcohol. Mientras que la Federación Español de Bebidas Espirituosas (FEBE) ha declinado hacer declaraciones, el gremio de cerveceros señala que «estas iniciativas legislativas buscaban armonizar con una ley nacional algo que todas las CCAA de España ya han regulado: impedir el consumo a menores de dieciocho años. Una vez las leyes existen, lo que hace falta es que se cumplan», señalan.
Si bien, los expertos hablan de que no existe un uso recomendable, la Organización Mundial de la Salud (OMS) sitúa el límite del consumo de bajo riesgo en un máximo de 40 gramos al día para los hombres adultos (20 gramos al día para las mujeres adultas). Los diez gramos de alcohol equivalen a una cañita o una copa pequeña de vino. La OMS también indica que el límite para el consumo ocasional es de un máximo de cinco consumiciones —por ocasión— para un hombre adulto y cuatro para una mujer, pero como señala Francisco Pascual, presidente de Socidrogalcohol, «debido a las evidencias científicas, los límites seguros del consumo de alcohol en estos momentos están en revisión».
La propia OMS indica que el uso nocivo del alcohol causa cada año 2,5 millones de muertes, y una proporción considerable de ellas corresponde a personas jóvenes. El consumo de bebidas alcohólicas ocupa el tercer lugar entre los principales factores de riesgo de mala salud en el mundo. En el caso de Europa, las cifras de consumo están por encima de la media mundial. España no lidera los rankings europeos, pero tiene un consumo de alcohol per capita mayor que el de la media europea.
Baleares es la excepción. A principios de este año sacó adelante una norma que tenía por objeto frenar los excesos o el llamado turismo de garrafón con una ley que prohíbe las pubcrawling o las excursiones etílicas, la publicidad que refiera al consumo del alcohol, las ofertas de 2x1, los happy hour o barras libres, la venta de bebidas en horario nocturno, además del balconning. Es la ley más restrictiva de Europa por el momento.
Sin embargo, el gremio cervecero señala que las cifras de consumo de fermentados en España van a la baja. «Las ventas globales de cerveza durante el confinamiento han bajado un 40%, a pesar del leve incremento que ha habido en el canal alimentación (es decir, en supermercados): esto se debe a que la mayoría del consumo en España, casi el 70%, se produce, en circunstancias normales, fuera del hogar. El cierre de la hostelería ha hecho que, aunque se haya consumido más cerveza en casa que antes, en términos globales se haya consumido menos».
Las asociaciones reclaman que parte del dinero que se recauda con la venta de alcohol se destine directamente a programas de atención a los enfermos
Tras el confinamiento llegó el temor al desfase, como señalaba la campaña Entre fase y fase, No desfases, financiada por la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas del Ministerio de Sanidad. Por eso, desde organizaciones científicas y de salud pública, como Socidrogalcohol o la European Alcohol Policy Alliance-Eurocare, las normativas deben ir más allá de las restricciones. Pasan por establecer un precio mínimo unitario, pero especialmente por el etiquetado de los productos con advertencias claras sobre la composición de la bebida, donde España es de las más permisivas; y sobre los potenciales peligros cara a los más jóvenes que se inician en el consumo del alcohol a una edad mucho más baja que los dieciocho años. Todo ello se referiría especialmente a la publicidad regular, que en el caso de vender cañas en España se equipara al «mediterráneamente».
De estas exigencias, como señalan Cerveceros de España, la UE introdujo en una de las revisiones del Código de Autorregulación Publicitaria un gráfico de +18. Y en cuanto a las franjas horarias de publicidad, en 2010 entró en vigor la ley que prohíbe «la comunicación comercial televisiva de bebidas alcohólicas con un nivel inferior a veinte grados cuando se emita fuera de la franja de tiempo entre las 20:30 horas y las 6 horas del día siguiente.» «El sector cervecero incluso se adelantó a esta legislación, adoptando esta práctica en el marco del Código de Autorregulación Publicitaria», añaden.
Siendo uno de los sectores que aporta un notorio PIB a las arcas, ¿qué dicen al respecto los gobiernos? El gremio de cerveceros contesta que «tanto las instituciones públicas como nosotros mismos desarrollamos numerosas iniciativas de prevención centradas en los menores de edad o los jóvenes, adaptando además los mensajes a cada público de forma que resulten lo más eficaces posibles». Sus campañas de sensibilización están respaldadas por el Ministerio de Agricultura, mientras que las que tienen que ver con menores también cuentan con el apoyo «de las asociaciones de padres y alumnos más representativas de España (Concapa y Ceapa)», indican.
Pascual insiste en que «los impuestos deberían revertir en programas y unidades públicas que curan y previenen problemas que el propio alcohol causa». De momento, son las asociaciones las que asumen este rol con programas que, como señalan, «se quedan cortos de plazas, de presupuesto y de tiempo».
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