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EN CONCIENCIA / OPINIÓN

A vueltas con el adoctrinamiento educativo. Una propuesta para la autorregulación para los libros de texto

21/10/2021 - 

Uno de los asuntos, recurrentes en los últimos tiempos, que ha levantado (y sigue levantando) polvareda en los medios de comunicación y en la opinión pública son ciertas malas prácticas educativas. Nos referimos, en concreto, al uso de la enseñanza para fines que nada tienen que ver con lo que el Art. 27 de la Constitución prevé y con lo que la Ley orgánica reguladora del derecho a la educación (Lode) estipula en su artículo 18.1.

Citamos textualmente:

“Todos los centros públicos desarrollarán sus actividades con sujeción a los principios constitucionales, garantía de neutralidad ideológica y respeto de las opciones religiosas y morales a que hace referencia el artículo 27.3 de la Constitución.”

Pues bien, no parece que esa neutralidad ni ese respeto hayan estado correctamente salvaguardados. A las polémicas en torno a los presuntos casos de adoctrinamiento en el material escolar nos remitimos. Lo grave es que nos maliciamos que, con el vaciado de cometidos de la Alta Inspección Educativa en la llamada “Ley Celaá”, cada vez lo van a estar menos.

Sin ir más lejos, la semana pasada conocíamos que la Alta Inspección se lavaba las manos ante la petición de intervención, por parte de la Asamblea por una Escuela Bilingüe (AEB, por unos libros de texto de Baula, donde Madrid, Extremadura y Málaga se tratan como lugares "extranjeros". 

Este organismo gestor aseguró que “solo la justicia puede determinar si los libros o el material escolar contravienen la Constitución y la neutralidad ideológica”. Es decir, nos escandalizamos ante las “fake news” pero hacemos la vista gorda ante los “fake facts”.

Las controversias sobre el adoctrinamiento escolar no son baladíes: van minando la credibilidad de la profesión docente y del propio sistema educativo, pero también del sistema editorial, haciendo que en muchas ocasiones (la gran mayoría) paguen justos por pecadores.

Hay manuales que han sido objeto de análisis y de reprobación por parte de entidades –además de la AEB, Sociedad Civil Catalana y Sociedad Civil Balear, entre otras– por contener fragmentos con afirmaciones que “no responden a la verdad y denotan un sesgo ideológico”.

La propia Alta Inspección elaboró un informe en este sentido, pagado con el dinero de los contribuyentes, que pedimos reiteradamente cuando estábamos en Ciudadanos y que el Ministerio de Educación nos negó.

La falta de rigor y las contaminaciones ideológicas en los textos perjudican a los niños y jóvenes, pero terminan manchando también, es inevitable, el prestigio de las editoriales que los publican y de los centros que los usan.

De ahí que merezca la pena plantearse si no convendría buscar una fórmula alternativa que sirviera para prevenir –y, en consecuencia, evitar– esa clase de disfunciones.

Semejante fórmula, a nuestro modo de ver, puede ser la de la autorregulación, esto es, el modelo que la industria publicitaria se ha dado a sí misma para luchar contra las malas prácticas de determinadas empresas del sector.

Del mismo modo que la publicidad tiene una indiscutible función social, en la medida en que influyen sobre los gustos y hábitos de los ciudadanos, los libros de texto tienen también la suya, pues sus contenidos y la metodología de aprendizaje que llevan asociada constituyen un pilar fundamental en la formación de niños y jóvenes.

La posibilidad de extender el modelo de la autorregulación al sector de los libros de texto permitiría preservar el derecho a una educación en libertad de los alumnos, basada en la trasmisión de conocimientos veraces, sin por ello menoscabar otro derecho, el de la libre competencia entre las empresas. 

Cuando estuvimos ejerciendo como representantes públicos pedimos al Ejecutivo que se impulsara este sistema y que se animara al sector para ponerlo en marcha.  Hoy, desde la sociedad civil y desde la Universidad, dispuestos a involucrarnos ante la absoluta incapacidad de la administración para garantizar y corregir las distorsiones y los “fake facts”, volvemos a lanzar la idea.

 El sistema sólo tendrá éxito si se cumplen, como mínimo, estas tres condiciones:

Que una serie de empresas del sector se asocien voluntariamente, que consensuen y se autoimpongan un código ético… y que lo respeten.

Que estas empresas creen un órgano de control y supervisión (un “Jurado”), caracterizado por la competencia profesional y científica y por la independencia de sus integrantes, cuya misión sea la de resolver dudas, denuncias o controversias.

Los miembros de este Jurado deben ser escogidos de entre los que propongan las empresas constitutivas de la propia Asociación, pero también los que propongan las Reales Academias de la Lengua, de la Historia, de las Ciencias Exactas Físicas y Naturales, y de las Ciencias Morales y Políticas entre otras. Del mismo modo, y atendiendo a la diversidad autonómica y lingüística del Estado, hay que prever la posibilidad de que estén, también, expertos designados por academias de las distintas autonomías. Su participación se circunscribirá a aquellos casos en los que la naturaleza y el ámbito geográfico de difusión del material educativo así lo aconsejen.

Que este órgano tenga capacidad sancionadora con respecto a los miembros de la Asociación, ante el incumplimiento de las decisiones que de él emanen.

La neutralidad ideológica y el rigor científico no son cuestión menor en la educación. Un solo caso de distorsión merece una rectificación y la intervención inmediata de los máximos responsables educativos. La calidad del conocimiento y no sólo de las competencias es importante. Por desgracia, la Alta Inspección, dependiente del Ministerio, se ha mostrado incompetente para preservarla.

Habrá, pues, que impulsar alternativas desde la sociedad civil. Nos jugamos el prestigio del sistema educativo, del mundo editorial y, lo que es más importante, el futuro de nuestros hijos.

*Esta columna está escrita con Xavier Pericay, escritor y compañero en la elaboración de propuestas educativas.    

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