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EL MURO / OPINIÓN

Adictos

Tenemos una verdadera dependencia del móvil. Y  un futuro preocupante para nuestros adolescentes. Ya han abierto hasta centros de terapia

8/09/2019 - 

Les propongo un breve y simple test que utilizan los psicólogos para conocer ciertos niveles de adicción. Tranquilos. Nada que temer. Quedará entre nosotros. O no saldrá de nuestra imaginación e intimidad. Comenzamos. ¿Suele llevar el teléfono móvil siempre a su lado? ¿Lo mira constantemente y de forma compulsiva aunque no haya sonado aviso alguno? ¿Duerme con él y es lo primero que revisa al despertarse? Si la respuesta a cada una de las preguntas es afirmativa, entonces tiene un problema de adicción al móvil, ese objeto tan valioso y útil pero que ha cambiado nuestra forma de vida y hasta de relacionarnos.

Hasta ahora había leído bastantes artículos, estudios y textos en torno a esta nueva adicción social. Por curiosidad. Les había efectuado relativo caso. 

No me consideraba un adicto. ¿Adicto yo?, me decía. Eso es de los demás. Al menos somos adultos y podremos superar el trauma. De hecho, voluntariamente hace tiempo que acepté e inicie un proceso de desintoxicación, pese a las quejas familiares y  broncas que me he llevado de amigos y conocidos. Hasta algunos me recriminaron y aún lo hacen porque piensan que no quiero saber nada de ellos. Hasta mi madre me lo recuerda. “Te llamo y no lo coges”, insiste. Y cuando contestas que no, que simplemente prefieres mantenerte alejado aunque sea para disfrutar de un tiempo de lectura e intimidad frente a la alienación de la tecnología no lo creen. Hasta mi santa cree que si no lo contesto es porque estaré por ahí de parranda o perdido en otros menesteres menos trascendentes. En fin, que se le va a hacer. Pero no entienden que no quiero que mi vida dependa de una conexión telefónica o una simple espera de un mensaje, un correo o una llamada en redes sociales. Para mí, la vida es otra cosa y mi tiempo es mío. 

Tampoco daba mucha importancia a los teóricos, sociólogos y psicólogos cuando advertían de un cambio de modelo de vida y la existencia de un nuevo sistema de esclavitud debido a la dependencia tecnológica, creer que formamos parte de un mundo inesperado y global. Pero es real. Muy real.

Durante estos meses estivales y ya en periodo de desintoxicación, tomé como rutina y terapia observar a otros enfermos. Descubrí mesas familiares en terrazas junto al mar durante el día y la noche en la que, por ejemplo, cuatro miembros de una unidad familiar sólo atendían a sus terminales mientras esperaban servicio. Me decía, qué poco tienen que decirse. Pero sin llegar a más en mis interpretaciones. Salí a pescar una noche con un amigo que me dio la travesía porque había olvidado su terminal y fue capaz de volver a puerto para recogerlo. Se había dejado el móvil en el coche. Sufría. Aún así, el colmo de los colmos ha tenido mayor calado. Inexplicable.

En mi residencia estival, una comunidad de un centenar de viviendas en la que residimos temporalmente desde rusos a asiáticos, europeos y locales, hace un año decidimos reconvertir el club social, utilizado hasta ese momento como un establecimiento de aperitivos, en un auténtico lugar de estancia sin concesiones externas. Y nos dimos el privilegio de cambiar el servicio de cafetería por una zona de lectura de diarios, espacio wifi y tranquilidad familiar.

Hasta que se colocó este año un cartel de “zona wifi”. Desde ese momento todo cambió. Este año, esa área, hasta entonces reducto de ruidosos campeonatos de dominó y partidas interminables pero sin comunicación entre jugadores más allá de las fichas, cervezas, chupitos y parchís y área reservada para adultos aburridos capaces de pasar todo un mes de disputa de ficha en disputa ha pasado a mejor vida. Ahora se ha convertido en estancia de niños y adolescentes. Lo han tomado a la carrera. Pero no porque en ellos se haya despertado la pasión por el seis doble y el cubilete. No. Sólo porque había conexión. Y allí han pasado su veraneo sentados en el rellano de la portería o en las sillas del local pegados a sus terminales. Pero horas. Ojo, horas. Sin que entre ellos existiera comunicación alguna, aunque podría haber servido para un intercambio lingüístico o el desarrollo de nuevas amistades. Pero en absoluto. 

Los he visto al dejar la vivienda por la mañana y al regresar al mediodía. Y por la tarde. De todas las edades. Pregunté. Estaban pegados a las redes sociales. Algunos simplemente esperando una respuesta o viendo lo que sus amigos hacían. Mirando vídeos, perdiendo el tiempo blanquecinos, cada uno en un rincón y hasta compartiendo mesa pero sin mirarse. Al menos no había ruido violento de fichas.  

Al mismo tiempo, mi comunidad decidió instalar en la vetusta pista de tenis -ahora el deporte es el dominó y huir de la convivencia familiar- unas canasta de baloncesto y una pequeñas porterías de fútbol. Ni tocarlas. Ni siquiera la piscina, recién restaurada. Esto es preocupante, pensé. Tenemos un serio problema de adicción sobre la que ya se han abierto clínicas y un problema psicológico y sociológico de profundos estudios. Y, sobre todo, un problema de pedagogía familiar preocupante. Y si no, observen a su alrededor y desintoxíquense.

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