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la nave de los locos / OPINIÓN

Adiós, muchachos

El curso ha acabado. La misión está cumplida. Han sido nueve meses de clases pero al profesor le han parecido varios años. A su cabeza acuden, de manera desordenada, episodios hilarantes con sus alumnos, y otros que no lo fueron tanto. Ellos, sus muchachos, son lo único que merece la pena de este sistema educativo 

19/06/2017 - 

El profesor entra en el despacho que comparte con sus compañeros de departamento. Está cansado. Acaba de comunicar las notas finales a los alumnos. Caras de alegría, caras de decepción. Piensa en esos estudiantes que lo intentaron pero no consiguieron aprobar. Tiene palabras de aliento para algunos de ellos. Corregir y puntuar exámenes es una tarea injusta, ingrata pero necesaria.

El profesor guarda los ejercicios en el armario, a la espera de posibles reclamaciones. Siempre llegará algún padre desaparecido durante todo el curso que implora generosidad para su querido hijo. Será inevitable atender a dos, tres, cuatro padres de este perfil molesto. El profesor confía en que las conversaciones se desarrollen en un tono civilizado cuando llegue ese momento, y que no sea necesario vivir situaciones desagradables como sucede a veces.

Su cartera negra, siempre repleta de cuadernos y libros, está hoy casi vacía. Podría levantarla con un dedo. ¡Qué extraño le parece! Hace calor en el despacho; le gustaría abrir la ventana pero no tiene la llave para hacerlo. Está sudando. Este mes de junio anticipa un verano asesino, de altas temperaturas. Coloca los codos sobre la mesa de reuniones y se lleva la mano izquierda a la frente para secársela. Observa los armarios llenos de libros, la mayoría vírgenes desde que comenzó el curso.

Han sido nueve meses pero le han parecido varios años. A su cabeza acuden, de manera desordenada, episodios hilarantes con sus alumnos de Secundaria, y otros que no lo fueron tanto. Al profesor, que es un reaccionario de tomo y lomo, le ha preocupado mantener la disciplina en las aulas porque lo considera imprescindible para impartir su asignatura. En momentos comprometidos debió ponerse el bigote de don Adolfo y le dio resultado. A veces cree que se pasa de estricto, de severo, pero es difícil, casi una quimera, encontrar el término medio en las relaciones humanas.

El profesor añora una enseñanza en la que gente como él, procedente de una clase media modesta, pudo subir unos peldaños en la escala social  

En conversaciones con sus más íntimos, el profesor ha renegado de alumnos torpes y conflictivos. En julio los echará de menos. Como le dijo un amigo que también se dedica a la enseñanza, lo mejor de este oficio, en realidad lo único que merece la pena, son esos chavales desorientados e impulsivos que han dejado de ser niños para entrar en esa etapa siniestra que se ha dado en llamar adolescencia.

Del resto del sistema educativo, mejor ni hablar. Por prudencia el profesor se calla lo que piensa de quienes han destruido la enseñanza pública, de los de antes y los de ahora, de los de allí y de los de aquí, auxiliados por un ejército torpe de pedagogos que ha convertido la educación en un juego creativo de memeces. El profesor detesta la jerga absurda de los pedagogos modernos. Junto con las autoridades que los promocionaron, ellos son responsables de los bajos niveles de exigencia en nuestros colegios e institutos, culpables de que valores como la disciplina y la autoridad sean tenidos por antiguallas que no conviene rescatar para no traumatizar a los nenes. Han creado una generación de blandos a los que no se les prepara para enfrentarse a la realidad. Sin orden, sin esfuerzo, sin trabajar esa cosa tan vilipendiada hoy como es la memoria, no hay aprendizaje posible.

Todo ha vuelto a su orden natural

El profesor sabe que es un bicho raro, un nostálgico de una enseñanza imperfecta pero útil para gente como él que, procedente de una clase media modesta, pudo subir unos peldaños en la escala social. Hoy eso ya no es posible, salvadas algunas excepciones. Las cosas han vuelto a su orden natural: el que nace en una familia con escasos recursos está condenado, en la mayoría de los casos, a seguir así el resto de sus días. Su papel será el de ejercer de subalterno de los cachorros que se educan en los colegios tontilingües y de pago que nuestro protagonista aborrece.

De fuera llega una estridente algarabía. Son los estudiantes que participan en la fiesta de fin de curso. El profesor no tiene ánimos para sumarse a ella. Le da tristeza saber que no volverá a este instituto. Desde hace unas semanas conoce que lo envían al destierro, al sur del sur. Pero no es momento de dramatizar. Se trata de sobrevivir una vez más, piensa, eso es todo.

Una adolescente de rostro ovalado y piel trigueña, que se hace llamar Joselyn, pregunta por una profesora. Quiere ver su examen. El profesor le dice que la compañera no tardará en llegar. La alumna da las gracias y desaparece.

Continúa oyéndose el griterío que llega del patio. La música suena cada vez más fuerte. El profesor deja de escribir. Intenta concentrarse pero el ruido le distrae. Es amigo del silencio. No se le ocurren nuevas ideas para estas notas. Vuelve al papel y escribe que todo llega a su final. Toca decir adiós. El profesor de la cartera negra, el de la caligrafía indescifrable, el profesor que acumula más dudas que certezas, el que cree a veces en lo que hace y otras no, el que odia madrugar y se aburre en las reuniones con adultos, se despide de vosotros, mis muchachos, a los que siempre llevaré en los callejones de mi memoria.

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