Cuando Adrián empieza a dar saltos frente al Ayuntamiento, el rumano que se mete dentro del colosal disfraz de los Transformers empieza a quitarse el casco, entre desesperado y resignado, para tomarse un descanso. Es imposible competir con Adrián. Y aunque a esa hora, pasadas las siete y media, cuando el sol ya ha caído y la gente pasea tranquila por la plaza peatonal, campan por ahí el Transformer, Mario Bross, un oso y un zorro naranja, Adrián se lleva a toda la gente. Allí, con la ayuda de Alan, un chico de Venezuela que se contorsiona y hace molinillos de breakdance, este sevillano de 24 años, rebosante de juventud y carisma, los ojos chispeantes y el apetito de quien se quiere comer el mundo entero, monta un espectáculo que atrae a decenas de personas.
Adrián Díaz es experto en parkour. Pero el andaluz, en vez de tirar por las piruetas cargadas de riesgo, saltando de cornisa en cornisa, ha preferido tirar por la vía del deporte reglado desde la federación de gimnasia artística. Y aunque sabe que lo vídeos llenos de peligro y adrenalina se hacen virales a toda velocidad, él ha optado por un camino más sensato, más largo y también menos doloroso. “Mi sueño es montar un espectáculo en un teatro”, cuenta un rato antes mientras se toma un café en la primera planta de una heladería de la plaza.
Adrián Díaz es sevillano. Nació en Espartinas, en la comarca del Aljarafe, y años después su familia, sus padres y los cinco hermanos, se mudaron a Carmona. Desde hace tres años no tiene un hogar fijo. Este artista callejero va de aquí para allá. De ciudad en ciudad. De plaza en plaza. Su madre es contable. Su padre era transportista, hasta que le surgió un problema en la vista. “Ahora es cuponero”, dice Adrián con su acento sevillano. Él es el mayor de cinco hermanos que van desde sus 24 años a los 13 del pequeño. “Uno casi se pone a saltar conmigo, pero se relajó y se fue por el ‘anime’ y sus cosas”.
De pequeño, estando un día con sus primos, vieron una película que se llama Yamakasi, que tiene el parkour como eje argumental. Aquello le fascinó. Adrián tenía 11 años y casi que acabo la película y se fue al parque más cercano con sus primos a intentar hacer alguna pirueta. “Al principio era como un juego, luego ya se fue complicando y muchos lo fueron dejando. No me quedó otra que moverme a pueblos y sitios donde hubiera gente que lo practicara”.
Su amigo Cristian, que era algo mayor que él, y Adrián cogían el autobús y se iban desde Espartinas hasta Sanlúcar la Mayor, un pueblo cercano, a hacer parkour. “Era como una aventura. Era loquísimo. Había muchos chavales, pero se lo fueron dejando y tuve que seguir buscando. A veces me iba a Huelva. En Sanlúcar practicábamos por todas partes. Por las plazas, por los parques, allí donde viéramos un salto complicado. No es tan a lo loco como se ve en internet: esto tiene su evolución hasta que lo consigues. Desde el principio ya era muy nervioso y mis amigos, que eran mayores que yo, me animaban a hacer las acrobacias. Me ayudaban y pude mejorar muy rápido”.
Adrián ha colocado sus trastos frente a una de las floristerías de la Plaza del Ayuntamiento. Ha encendido el altavoz y ha puesto la música. No muy alta, que la policía no perdona. Hace algunos estiramientos y pega un silbido de cabrero para atraer la atención de los viandantes. La gente, curiosa, se empieza a arracimar alrededor. Luego anuncia que queda un minuto para que empiece “el show”. A las siete y cuarto, Adrián y Alan se chocan las manos. La misma brisa de cada tarde barre la plaza, ya en sombra. Adrián, de repente, le chilla a Alan: “¡Pon Michael Jackson! ¡La que me gusta!”. Y, a continuación, anuncia: “Damas y caballeros, vamos a hacer un espectáculo, pero solo si la gente quiere verlo…”.
Ya hay más de cien personas. Algunos parece que no terminan de atreverse a ponerse cerca de los artistas. Alan hace una gran circunferencia echando un chorrito de agua alrededor de donde están. Luego le piden a la gente que pise el círculo. Adrián es el líder del espectáculo. Tiene carisma, es muy simpático y cuenta con un repertorio de bromas prácticamente infalible.
Antes, durante la entrevista, nos ha pedido que no contemos sus bromas, que la gente que se dedica a esto se las copia. A pesar de su juventud, de esos 24 años que dan para lo que dan, Adrián ya tiene mucha calle. "Mi primera competición fue la de Red Bull hace seis o siete años en Galicia. Ahora la gimnasia ha cogido el formato del parkour y este año ya he competido en el Mundial. Había mucho nivel y quedé el undécimo de unos 50 y España sacó la mayor la puntuación de toda su historia. Estuvo muy bien”.
Adrián quiere llevar una carrera seria. Entrenar, descansar, alimentarse bien… Cuidarse. Y contarlo a través de las redes sociales para crear una comunidad a su alrededor. “Como me cuido yo, no me va a cuidar nadie. Al principio, como era más niño y más loco, me hice daño alguna vez, sobre todo esguinces de tobillo. Un cambio en mi vida fue una tendinitis que tuve en la rodilla. Los fisios me decían que descansara unos nueve meses.
Pero el cambio vino cuando empecé a entrenar el físico y a ir al gimnasio. En el parkour te tienes que preparar bien o acabas con dolores por todos lados. Tienes que tener el cuerpo preparado y eso fue un cambio radical en mi vida. Eso fue con 17 o 18 años. Antonio, un chico que me veía saltar en la plaza blanca de Espartinas, tenía un gimnasio y me propuso que fuera, que él me entrenaba”.
La pandemia, curiosamente, jugó a su favor. La familia, harta de vivir como sardinas en su lata de Espartinas, decidió mudarse durante el confinamiento a la finca de la abuela, en Carmona. “Allí empecé a montar módulos e hice mi zona de entrenamiento. También aproveché y comencé a explicar en YouTube cómo montaba mi espacio de entrenamiento. Durante la cuarentena todo el mundo estaba encerrado y yo, en cambio, estaba entrenando en el campo”. Ese año, en 2020, ya consiguió subir al podio en el Campeonato de España de parkour. Al siguiente acabó segundo. Y este año, campeón. Por eso fue a representar a España en el Mundial.
La competición deportiva no le disuadió de seguir actuando en la calle. Eso le da la vida y un buen puñado monedas. Adrián cuenta que en cada espectáculo recauda entre 50 y 150 euros. El año pasado decidió probar suerte en València aprovechando las Fallas. Le gustó el ambiente y la gente. Así que en cuanto descubrió en València estaba uno de los gimnasios de Motion Academy, uno de los pocos especializados en parkour, con módulos, barras y colchonetas, cogió los trastos y se vino a la ciudad. “No estoy fijo, que yo vivo como un saltamontes, pero llevo tres meses aquí, yendo de un sitio a otro. Me gusta València porque aquí puedo entrenar bien y hacer mis espectáculos, que los reparto entre la playa y la plaza del Ayuntamiento”.
Lo de los espectáculos se lo inculcó un chico de Granada que se llama Jesús Soria. Un día le propuso ir con él a Málaga. Funcionaron bien juntos y desde entonces han compartido muchos viajes. “Con el tiempo empecé a hacerlo yo solo, pero siempre nos reencontramos. Este verano, en agosto, nos vamos a Arabia Saudí porque nos han contratado para hacer nuestro espectáculo. Y ya hemos estado en Alemania y Polonia”.
Son como feriantes antiguos que actúan en las plazas de los pueblos. A lo largo del año hay dos picos: verano y Navidad. “Yo me gano bien la vida así”, advierte. Y tiene claro que es importante esquivar a la policía. Porque algunos empatizan con ellos y miran para otro lado, pero los más estrictos les ordenan detener el espectáculo. Por eso dejó de ir a las plazas de la Reina y la Virgen. Allí los vecinos llamaban inmediatamente para que los echaran de allí.
“València me gusta mucho”, concluye. Se le ve feliz con la vida que lleva. De aquí para allá. De calle en calle. Sus padres, Antonio y Rut, siempre se lo pusieron fácil. Veían su sonrisa y le decían que adelante. “Ellos ven que tengo cabeza. Y como me va bien, pues están contentos. Siempre han visto que le echo mucho cara y mucho esfuerzo a todo lo que hago”.
Después de tres años ha empezado a trabajar con una compañía por primera vez. “Mi objetivo en la vida es llenar teatros. Aún no soy consciente de lo que significa, pero lo tengo claro. Ahora he empezado con una empresa que hace fiestas en discotecas potentes donde montan espectáculos. La primera vez trabajé en Life, una discoteca en Punta Umbría, Huelva, y me vistieron de pájaro para hacer el espectáculo. Y en julio estaré trabajando con ellos en Huelva, Málaga y Cádiz. Por el día haré mi espectáculo en la playa y por la noche, en la discoteca”.
Adrián viste de negro de la cabeza a los pies. Una camiseta de tirantes, unos pantalones cortos y unas botas Vans que ya han dado muchos saltos. En la plaza, con cerca de 200 personas riendo sus bromas y aplaudiendo sus piruetas, se siente realizado, pero no deja de lado la parte competitiva, la gimnástica. Ahí se fija mucho en un joven suizo llamado Elis Torhall. “Este chico suele ganar todas las competiciones. Hay mucha diferencia entre él y el resto en el parkour de competición. El nivel va subiendo porque la gente se prepara cada vez de más jóvenes”.
Pero también sueña con ir un año a Santorini, la isla griega famosa por sus casas blancas, donde se reúne la comunidad del parkour para saltar por encima de los tejados y las iglesias. Adrián dice que los practicantes de esta modalidad se llaman traceurs, pero que los países anglosajones ya están intentando imponer su nombre, free runners. A Adrián no parece importarle mucho el nombre que tenga. Ya está pasando la gorra, con su mejor sonrisa, con el brillo en los ojos, por el círculo de público que le rodea. La gente se muestra generosa. Cuando acaba de recaudar, se prepara para el número final. Todo el mundo le mira, los músculos ya se han calentado, la adrenalina le recorre todo el cuerpo. Toma carrerilla y sale corriendo hacia cuatro jóvenes que tiene que saltar por encima…