Cerca de ocho millones de votantes socialistas nos dieron una ducha fría de realidad. España no da para más. Es inútil empeñarse en la defensa de un país inexistente. Ellos nos abrieron los ojos, y hay que agradecérselo.
Me equivoqué. Me pasé de listo. Esta vez me manipularon más de la cuenta. Quizá la culpa también la tuvo un voluntarismo ciego que conduce siempre a la melancolía. A las nueve y media de la noche electoral, mi cara era todo un poema de Tristan Tzara. No daba crédito a lo que veía por la televisión: el PSOE era, al principio, el partido más votado. A medida que avanzaba el escrutinio, la decepción se fue haciendo carne en mi persona. No quise escuchar los discursos de los políticos. Apenas pude dormir esa noche.
Por la mañana, después de intercambiar mensajes desoladores con familiares y amigos, tuve un arrebato interno que aún me resulta difícil de explicar. Puede que Dios nos estuviese poniendo a prueba a los ingenuos que aún confiábamos en que las dos derechas —la finolis y la hiperbólica— tienen remedio, y a la vista está que no lo tienen. Y entonces, por razones que se me escapan, vi la luz. Me caí del caballo camino de Catarroja. Y hace justo una semana me convertí en otro hombre, con una mirada diferente sobre este mundo traidor.
Hay días en la vida de una persona que marcan un antes y un después. El 23-J fue uno de ellos. Hasta esa fecha conservaba un poquito de fe en mi país, una fe que había menguado a base de desengaños y traiciones, pero que me resistía a enterrar. Pero todo lo que sucede conviene, así que las elecciones fueron como la hostia que recibe un borracho para despertar de la melopea. Ahora veo la realidad tal cual es, sin necesidad de rebajarla con soda.
Mi fe en este país envejecido se ha agotado. Le he dado demasiadas oportunidades. A los 7.760.970 votantes socialistas que residen aquí les agradezco que me hayan sacado del error. Si un tercio de los votos fue para avalar la gestión de un pérfido gobernante, es que España carece de la más mínima defensa. Acaso sin pretenderlo, los votantes socialistas —algunos coreaban el “No pasarán” en Ferraz, terrible presagio de lo que vendrá— me han hecho un gran favor. No entiendo la inquina con que periodistas de derechas se refieren a ellos con la intención de ridiculizarlos; estos votantes nos han revelado la estatura moral del país, que es ninguna.
Yo, ciertamente, estaba confundido. Defendí una España que se ha ido por el desagüe de la historia. Creía en un país asentado en unos valores que me enseñaron mis padres, valores olvidados como el sacrificio, el coraje, el trabajo, el patriotismo, la nobleza, la honradez y el respeto a la palabra dada. Mi España me la han robado. Lo que viene es otra cosa, entre canalla y cutre, con Argentina y Venezuela como modelos. Nos van a peronizar el alma.
“Aquí no hay nada que hacer, salvo esperar que el tinglado se hunda y no caiga sobre nuestras cabezas”
Agradezco, una vez más, a los casi ocho millones de votantes socialistas que me hayan liberado de la pesada carga de defender un país que ya no existe. No volverá a dolernos España. He sido un modestísimo actor en la intrahistoria de mi país, ofreciendo mi opinión para influir en algunos compatriotas. Fue una ingenuidad. Dejaré de ser un actor para convertirme en un simple espectador de la tragedia española. Como sucedió con la Restauración hace cien años, este régimen, fruto de una Transición ni tan modélica ni tan tramposa como sostienen unos y otros, se pudre a gran velocidad. Se desangra por las heridas catalana y vasca. Y el país que podría revertir ese declive no lo hará porque está moralmente enfermo, como se vio el 23-J. Aquí no hay nada que hacer, salvo esperar que el tinglado se hunda y no caiga sobre nuestras cabezas.
Acabo este artículo citando un verso de Luis Cernuda, extraído del poema Impresión de destierro, escrito durante su exilio inglés. Sus palabras reflejan mi opinión sobre el presente momento histórico.
Escribe Cernuda: “¿España? Un nombre. España ha muerto”.
Y añado yo: somos millones los que nos quedamos huérfanos de madre.