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CRÓNICA

'Aida': el concepto escénico de McVicar cae en el espectáculo gore y huye de la tradición

Ramón Tebar, principal director invitado de la Orquesta de Les Arts, dirige la ópera con expresión y sensibilidad

29/02/2016 - 

VALENCIA. La Aida que se está representando en Valencia es una coproducción de Les Arts con la Royal Opera House y la Norske Opera de Oslo, con David McVicar como director de escena. Ya se vio en el coliseo valenciano en noviembre de 2010. McVicar parece querer en ella enmendarle la plana a Verdi, que plantea un viaje desde el brillo y la espectacularidad de los dos primeros actos –todavía muy cercanos a la grand opéra del siglo XIX- hasta la oscuridad del último. En este la pareja protagonista muere encerrada en la tumba del templo: son víctimas de la guerra, el racismo y el poder de la casta sacerdotal. Tal planteamiento está presente en la música de Verdi y en el libreto que el compositor revisó y controló concienzudamente. Baste recordar las palabras de Amneris dirigiéndose a los sacerdotes cuando Aida y Radamés están aún vivos en la tumba clausurada: “Tigres infames sedientos de sangre, habéis ofendido al cielo y a la tierra, habéis castigado a quien no era culpable”.

Hay en Aida dos conflictos dramáticos básicos, y se supone que sobre ellos deberían centrar su atención los directores de escena. El primero es el amor entre miembros de familias, pueblos o tribus rivales, que tantos ríos de tinta y de música ha hecho correr en todas las épocas. El otro, no menos importante -y claro reflejo del compromiso de Verdi con la unificación de Italia frente a las potencias ocupantes-, es la lucha de los pueblos pequeños contra los grandes, en este caso la lucha de los etíopes contra los egipcios. Ambos ejes son lo suficientemente complejos como para que los directores de escena tengan material donde desarrollar fecundamente su labor. No acerca más la historia al espectador el añadirle carnicerías rituales, o el sustituir a los antiguos egipcios por -también antiguos- guerreros japoneses armados con catanas, ni ilustrar la brillante marcha triunfal del segundo acto con una escena macabra, ni el presentar un vestuario multiétnico que, como “mensaje profundo”, parece indicarnos que la opresión individual y colectiva puede producirse en cualquier tiempo y lugar: gran descubrimiento.

No acerca más la historia al espectador el añadirle carnicerías rituales, o el sustituir a los antiguos egipcios por guerreros japoneses

Lo que hace el regista escocés con su visión de Aida es tornar imposible el mencionado viaje desde la luz, la riqueza y el poder hasta la oscuridad de la prisión, la tumba y la muerte. Porque todo es tan tenebroso y siniestro ya desde el principio que el trayecto casi pierde su sentido. Los dos primeros actos se aderezan, además, con sacrificios rituales y un cierto toque sado-maso, con restos de cuerpos humanos colgados en lo alto como jamones en secadero, y con unos tonos tan sombríos que contradicen el brillo que Verdi dio a la música en la primera mitad de esta ópera. Estos elementos sobreañadidos a la historia sólo funcionan como factores de distracción.

Tanto es así que el tercer acto, donde McVicar se conforma con una sencilla escenografía de estructura geométrica, supuso un alivio, y permitió al espectador seguir la narración sin innecesarias divagaciones, Una narración que llega aquí al lacerante conflicto entre Aida, su padre y Radamés: toca escoger entre lo individual y lo colectivo, y entre los pueblos de cada uno. Del mismo modo, pero de forma aún más acusada, el cuarto acto también utiliza sencillos pero efectivos elementos que enmarcan bien la angustia de la condena a muerte de Radamés, los rituales de sacerdotes y sacerdotisas, y el bello adiós a la tierra que los amantes entonan antes de morir, mientras Amneris se lamenta en el plano superior.  Conviene recordar que la solución de dos planos superpuestos para la escena final se la debemos al propio Verdi, y que se ha mantenido inalterada en su estructura básica (no en los detalles) en casi todas las producciones. También en esta. Sobró el bailarín danzando al fondo de la tumba. El espacio opresivo de la misma –oscuro esta vez con razón- y la inmensa música con la que Verdi hace que el canto y la vida se apaguen suavemente, no necesitan nada más.

La escena de McVicar sólo ha sustituido, pues, el boato y la espectacularidad de los montajes tradicionales -que han llegado, en el colmo de lo circense, a incorporar elefantes y caballos vivos a la escena- por otro tipo de espectacularidad de corte gore. Esta distrae igualmente del núcleo dramático, con el inconveniente añadido de que contradice a la música. Se salvan, por suerte, los dos actos últimos, que son, asimismo, los más interesantes en cuanto a las novedades introducidas por el compositor: eliminación de números cerrados y continuidad del discurso musical.

Batuta y orquesta fueron capaces de transmitir además de ejecutar. Hubo especial cuidado en el acompañamiento a los cantantes

El concepto escénico parece influir, además, en las batutas. Tanto Lorin Maazel (que dirigió esta Aida en Les Arts en 2010) como, en menor medida, Ramón Tebar el pasado jueves, optaron con cierta frecuencia por un tempo más lento de lo habitual, quizá como acercamiento a esta oscura visión de la ópera verdiana. Tebar no eludió, sin embargo, los infinitos colores y la rica dinámica de la partitura, pero tuvo algunos problemas en el ajuste métrico con la escena. No siempre –debe reconocerse- le cupo a él a la responsabilidad. El compositor exige, además, numerosas intervenciones solistas a los miembros de la orquesta, que se encargaron de proporcionar una gama tímbrica sugerente y variada en la creación de atmósferas. Batuta y orquesta, por otra parte, fueron capaces de transmitir además de ejecutar. Hubo especial cuidado en el acompañamiento a los cantantes, que se hizo con gran delicadeza.

 El coro resultó magnífico, tanto en el escenario como desde dentro, evocando el sonido que surge en los recintos cercanos. A destacar el efecto conseguido por las voces femeninas, al margen de alguna entrada en falso. En cuanto a las masculinas, gustaron más los bajos que los tenores, sobre todo en la escena final del primer acto, donde se escucharon algo ácidos.

Los solistas, ante una partitura difícil

Se hizo evidente el día del estreno el nerviosismo de algunos solistas ante lo que se les venía encima. Aida es una ópera plagada de dificultades, y Verdi se muestra en ella bastante inmisericorde con los cantantes: ahí está el aria que le endosa al tenor a los cinco minutos del comienzo, cuando aún no ha calentado la voz y todavía anda tenso por el escenario. Celeste Aida, con su preámbulo Se quel guerrier io fossi! es un caramelito difícil, en una tesitura muy incómoda, donde los tenores hacen todo tipo de cosas para salir del paso. A Rafael Dávila le faltó bravura al afrontarla, y los agudos en piano se escucharon con una sonoridad extraña. Sin embargo, ya se percibió en este número la luminosidad de su voz. Resultaron brillantes algunos agudos del tercer acto, mostrándose, sin embargo, bastante inseguro en el dramático dúo con Amneris. Lo mejor de su actuación fue la escena final, con el emocionante O terra, addio, junto a Aida.

Esta, encarnada por María José Siri, también gustó mucho en dicha escena, así como en todas aquellas que requerían una expresión más lírica. La indudable potencia de su voz ha dirigido su carrera hacia un repertorio pesado, como Aida, que ha hecho ya muchas veces, o la Manon Lescaut que se escuchó en Valencia el año 2014. Sin embargo, el agudo en forte suena un punto estridente, y la voz no acaba de obedecerle en los momentos de mayor desgarro e intensidad. Quizás se haya adentrado antes de hora en títulos de este tipo.

Marina Prudenskaya  fue Amneris, con una franja aguda suficiente, pero algo corta de entidad en los graves, que se requieren más sólidos, sobre todo para iluminar su línea en los números de conjunto con Aida. Estuvo muy expresiva en el Ohimè! Morir mi sento del tercer acto. Amonasro, interpretado por Gabriele Viviani, mostró la potencia y energía que se esperan del caudillo etíope, pero supo compaginarlas con momentos de gran dulzura, como la evocación, junto  a su hija, de los perfumados bosques de su patria. El  Rey (Alejandro López) cantó con un vibrato preocupante en el primer acto, mejorando después. Ramfis (Riccardo Zanellato) lució un buen centro en la famosa Nume, custode e vindice. El mensajero (Fabián Lara), por su parte, exhibió una buena proyección vocal en su papel.

El espectáculo podrá verse también el 28 de este mes y los días 2, 5 y 9 de marzo.

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