Alberto podría ser el campeón del mundo de hablar deprisa. Alberto parece un audio a 2x. Alberto podría coger El Quijote y leértelo en voz alta en una tarde. Alberto tiene 22 años. Alberto huele a Gucci. Alberto lleva sandalias con tacón de aguja. Alberto hubo un tiempo en el que se hacía llamar Rocío y así se ahorraba las explicaciones en público. Alberto mató a Rocío. Alberto viste como Rocío pero está feliz de ser Alberto. Alberto es único.
¿Pero cómo se saluda a un chico que parece una chica? Alberto Masiá se ha visto mil veces en esta situación y, para abortar el momento incómodo, se lanza a darte dos besos nada más verte. Lleva años viviendo situaciones como esta y otras mucho peores. Al principio, cuando tenía 17 años, no paraba de corregir a todo el mundo que le hablaba de ella. Llegaba un camarero y decía: “La Coca-Cola para la señorita”. Y entonces Alberto saltaba: “Señorita no, señorito”. Pero acabó entendiendo que era absurdo estar así todo el día. “Mientras la gente que me quiera tenga claro lo que soy, el resto, sobra. A mí no me ofende y entiendo que es normal que la gente se confunda porque me ve con tacones, un bolso y el pelo por el culo… Mientras me pregunten con respeto y no vayan a ofenderme, la confusión me molesta cero”.
Alberto se pasea por el Mercado de Colón subido a unas sandalias ‘high heels’. Viste unos tejanos, una camisa y una blazer. Se siente cómodo delante del objetivo. No le importa que, mientras, todo el mundo se gire a ver si es un famoso. Sonríe con naturalidad. Le gusta ser el protagonista. Una mujer, de repente, se aproxima con el móvil en la mano. Le pregunta si le puede hacer una foto y entonces le dice que su hija lo adora y que le encanta su ‘outfit’. Él le da las gracias y sigue a lo suyo.
Pero el comentario le ha encantado. Alberto siente que ha ayudado, o al menos ha motivado, a muchos chavales con miedos y dudas. Mucho menos le importan las etiquetas. “Yo no me siento identificado con ninguna de las del colectivo LGTBI. Yo tengo amigos que son gais y me dicen que soy ‘queer’ o ‘cross dress’. Pero me da igual. Yo soy Alberto. Fin”.
Durante la conversación saldrán muchas ideas afianzadas con cemento en su cabeza. Hay mucho trabajo psicológico detrás. Alguien, un profesional, le ha enseñado que él no es un raro. “Yo me veo como una persona súper única. Soy Alberto, un niño al que le chifla la moda. Y la moda que yo consumo, por el motivo que sea, es ropa de mujer, pero no por ello me voy a considerar mujer. Yo no quiero ser mujer ni trans. Me encanta ser Alberto, ser así y destacar por ello. Aunque tiene sus putadas, y muy gordas. Pero pesa más ser un altavoz para gente que se identifica conmigo. A veces se me acerca alguien y me cuenta que después de ver cómo me reía de todo en las redes sociales, ha ido a sus padres y les ha contado que es gay. O que se han atrevido a ponerse ropa de mujer porque han visto que yo me atrevía. Eso lo ha conseguido Alberto. María no lo hubiera conseguido en su puta vida”.
Hubo momentos de duda, claro. Años atrás, Alberto se preguntaba si quería ser una chica trans. Pero tiempo después se dio cuenta de que esa idea no era más que una consecuencia de la presión social por encajar en el modelo binario de lo que la sociedad entiende como hombre o como mujer. Él comprendió que no le incomodaba que hablaran de él. Y decidió seguir como era. Como es. Ya se ha acostumbrado a que los chicos se acerquen a sus amigas y les pregunten cuál es su genero. “Pero mi padre, que ha viajado mucho, siempre me dice que en Londres la gente ni me miraría. Yo creo que todo pasa por algo y que yo he nacido en València para enseñarle a la gente que existe algo así”.
Su familia es de València. Él ha crecido en ese barrio de ‘gente bien’ que hay alrededor de la Hípica y el Club de Tenis Valencia. Su padre ha trabajado en el mundo del automóvil y ahora también del vino. Y su madre, hija de un hombre que tenía una consignataria de barcos, en el puerto. Hace años que se separaron. A Alberto no le interesan sus mundos. A él le gusta la moda, la comunicación y las relaciones públicas.
Alberto también tiene un hermano, Jorge, tres años mayor. Un chico que se ha partido literalmente la cara por él. Tampoco fue fácil para Jorge, que veía en el patio del colegio El Pilar que la gente de su clase era la que se metía con Alberto. ¿Qué bando eliges ahí? “Yo pasé una época muy mala, muy triste, que me obligó a recibir ayuda psicológica, porque tenía un sentimiento de culpabilidad tremendo por mi familia. Yo odio generar movida con la gente, soy súper pacífico, y saber que alguien estaba jodido por mí, me mataba”. Su familia sufría por él. Todos sabían que era un blanco fácil en un mundo cruel. Un chico que va por la calle con tacones y bolso es un imán para la mala gente. “Mis padres nunca me han dejado volver solo a casa y mis amigas siempre han tenido que estar vigilantes”.
Al principio lo fácil es pensar que Alberto Masiá ha tenido suerte de haber nacido en este siglo. Pero, aunque es verdad que ahora hay mucha información, educación y sensibilidad hacia el colectivo LGTBi+, también lo es que esta es la era de las redes sociales y del ‘hate’. Y a Alberto lo han triturado en las redes sociales. “A mis padres les han llegado fotografías con mi cara, editadas con photoshop, comiendo pollas en Instagram. La bola se hace muy grande y genera una sobreprotección anormal. Yo me he hecho fuerte yo solo y no lo necesito. Es más, me incomoda”.
Ser un chico que viste como una chica, ser alguien único, ha hecho que desarrolle un instinto para descubrir a la gente que está hablando de él a sus espaldas. Alberto acabó familiarizándose con los cuchicheos, con las miradas de reojo, con las risitas. “Yo calo a la gente enseguida, así que voy y les digo que sé lo que están pensando, que no se atreven a decírmelo y que me están incomodando, y eso lo odio. Yo lo he solucionado siempre con humor, sacando otro tema de conversación y doy la sensación de que soy Alberto el que se ríe de todo, pero luego llego a casa y lo lloro. Eso sí, no soporto que nadie llore por mí”.
Alberto ya tiene 22 años, está encauzando su vida y hace años que se aceptó como es. La noche anterior estuvo en Madrid en un evento de alto copete en representación de Singularu, la marca valenciana de joyería que le ha contratado como relaciones públicas. Él ha estudiado Comunicación, Relaciones Públicas y Marketing en ESIC, donde ahora está haciendo un master en Dirección de Comunicación y Marketing de Moda y Lujo. Pero el camino hasta aquí ha estado lleno de piedras. A él le gustaba vestir como una mujer, pero si lo hacía, veía que hacía daño a su familia. Un día entendió que era absurdo protegerles de lo que él era. “Ahora sólo pienso en el día en el que estoy y que no voy a desaprovecharlo siendo la persona que no quiero ser. No quiero ponerme unas deportivas y que me digan “hey, bro” porque eso no soy yo. Yo creo que soy otro tipo de gay. No soy el gay normalizado. Y eso no es ni mejor ni peor. No me identifico con nada, sólo me siento muy especial”.
Desde niño vio que era diferente a su hermano. En Navidad, Alberto pedía la Nancy o la Barbie. “Yo no he pedido un playmobil o un puto coche en mi vida”. Y cuando sus padres les llevaban a la playa, Jorge se iba a por una pelota azul y Alberto a por la rosa. “Pero jamás me compraron la rosa”. La madurez le dio la fuerza para coger él la rosa. “Fui creciendo, me fui juntando con mis amigas y veía que lo que le gustaba a ellas era lo que me gustaba a mí. Y empieza muy poco a poco. En mi familia es tradición que el que toma la Primera Comunión se va con las tías por parte de mi padre de compras a El Corte Inglés. A mí no me gustaba nada de lo que me estaban comprando y tomé la Primera Comunión, como es lógico, con traje de chaqueta. Pero luego pasas de comprarte la bermuda color vaquero a color salmón. La mochila, en vez de negra, estampada. Y con 14 años ya me compraba tacones a escondidas. Hasta que mi madre me pilló y se armó una gordísima”.
El descubrimiento fue una bomba que cayó en el salón de su casa. Sus padres no lo entendían. Podían aceptar que su hijo fuera gay, pero que, como muchos otros, nadie se diera cuenta cuando se cruzara con ellos por la calle. “Pero yo soy un gay que va por la calle con abrigo de piel, un pantalón de campana fucsia y a ser posible brillante. Entiendo que es duro porque hay gente muy hija de puta. A mí me han tirado cuchillos desde un balcón y me han amenazado. A mí ha tocado llamar a mi familia para que vinieran a por mí porque si me ven solo me destrozan. Y he visto a mi hermano y a amigos suyos que no me deben nada, darse de hostias por mí. Y también sé lo que es estar comiendo con mi padre y que los de la mesa de al lado estén mirándome fijamente. Yo sufro mucho con eso”.
Alberto se cabrea porque una mosca no para de revolotear alrededor de su cabeza. Se le pone en el pelo y cuando suelta un manotazo, sale volando, pero enseguida vuelve. “¡Joder!”. Luego pide permiso para fumar y le da un pequeño sorbo a la Coca-Cola “normal” que ha pedido al camarero. Da gracias de tener un metabolismo que quema todo lo que consume. Alberto cuenta que sus amigas alucinan de verle comer como una lima y que no engorda un gramo. Él dice que es una suerte. Primero porque no engorda y segundo porque piensa que es más fácil ser un gay como él, que viste como viste, con un cuerpo delgado al que todo le queda bien.
A los 15 años empezó a vestirse como le daba la gana. Entonces descubrió el odio que puede generar ser distinto. A veces iba por la calle y alguien le escupía. Otros le insultaban. Otros cogían y le arrancaban el bolso. Sin darse cuenta, empezó a darle miedo presentarse como Alberto vestido de esa guisa. “Por eso empecé a decir que me llamaba Rocío. Así era todo mucho más fácil. Así dejaban de reírse de mí, mis amigas no me tenían que defender, no tenía que marcharme de la fiesta… Decía que era Rocío y los chicos se me acercaban y no tenía problemas. Pero ese mecanismo de autodefensa se me empezó a ir de las manos. Me acostumbré a decir siempre que era Rocío. Pero la gente, y hasta el psicólogo, me dijeron que podía causarme una disforia de género. Yo no quería ser Rocío. Pero yo era Alberto de día y Rocío de noche. Por la mañana era muy inseguro pero por la noche era todo lo contrario. Bailaba que te mueres, me la pelaba todo. Nunca me han pillado. Era una felicidad a corto plazo porque al día siguiente me levantaba llorando; era un mentiroso. A veces me besaba con un chico, le decía la verdad y se iba. Mis amigas me dijeron que parara de hacerlo o pasaban de mí. Ellas empezaron a decirle a los chicos que no era Rocío, que era Alberto. Lo hacían por mi bien. Me levantaba fatal porque estaba haciendo justo lo contrario de lo que quería”.
Alberto salía de casa con la ropa escondida. Se cambiaba en el ascensor y aparecía en la calle convertido en Rocío. Un día le pillaron en el colegio y llamaron a su madre. “Entonces ya era muy obvio porque iba con botas y el pelo ya me llegaba por debajo de la nuca. Pero yo seguía sin decir que era gay. Aunque en ese momento me tomaba muy en serio las redes sociales y tenía una comunidad que me apoyaba mucho. Me animaba a seguir vistiendo así”.
Un día, harto de mentir, entró en Google y buscó: ‘fotos para salir del armario’. Ahora le entra la risa al recordar aquella tarde que subió un fondo rosa con unas letras negras: Sorry, ladies. I am gay. “La subí a Instagram y apagué el teléfono. Estaba histérico. Llamé a mi hermano Jorge y le pregunté. Me dijo que estaba tonto, que todos lo sabían. Luego me metí en mi cuenta y tenía cerca de 300 comentarios con gente aplaudiéndome por atreverme o diciéndome que ya era hora. Fue en 2016. Aunque en realidad no cambió nada porque todo el mundo lo sabía”.
Alberto suelta entonces un discurso que tiene aprendido. Habla de su capacidad de resiliencia, de su inteligencia emocional, de su madurez acelerada. Habla también de Dios. Porque Alberto, y esto, hoy en día, es casi tan transgresor como ser un chico que viste como una chica, es creyente. En parte se lo debe a su abuela Teresa. La madre de su madre. Una mujer que recibió como un guantazo al nieto ‘rarito’. Una mujer que le giraba la cara cuando iba por la calle con las amigas y veía a Alberto con taconazo. “Era una mujer muy cerrada, y es normal, pero el cariño, el amor, hizo que acabara aceptándome como soy y al final se convirtió en la abuela que me compraba tacones y abrigos de piel. Me apoyó más que otra gente más joven. Ella es mi inspiración y por eso me dolió tanto su pérdida el año pasado. Yo siempre digo que Dios tiene una misión para cada uno, y la mía era esta. Mi misión es hacer de altavoz para muchas personas que sé que lo necesitan. Si les puedo ayudar, me encanta. Yo nunca he tenido un referente”.
Alberto siente que lo peor ya ha pasado. Sus padres le aceptan, su hermano ha tenido que dejar de pegarse por él, tiene un trabajo donde se valora su capacidad, no su aspecto. Pero no siempre fue así. Lo peor fue cuando crearon las cuentas falsas de Instagram y posteaban fotografías guarras con su cara. En su familia empezaron a seguir esa cuenta y, cegados por el dolor, pensaban que era real. Su padre llamó un día a Alberto y le dijo que fuera inmediatamente a casa de su pareja. Alberto se puso a reír para quitarle importancia. Pero una grieta enorme se abría en su corazón. Estaba roto. “Ni te voy a contar lo que pasó… Pero he sufrido mil historias como esa”.
Sus amigas siempre estuvieron a su lado. Para ayudarle, pero también para anclarlo al suelo. A veces se burlaban de él, que tenía pánico a hacerse la depilación láser, y le decían que parecía Diego El Cigala por las patillas que le salían. Pero el camino también tiene bajadas y ahí encontró a sus profesores de teatro, José Milán y Álvaro Figueroa. Un día, en una clase, jugaron a definirse con una palabra. Al profesor le tocó Alberto y dijo que era “único”. Aquello le atravesó el alma. “Y desde entonces me lo grabé a fuego”. Alberto no es un chico raro, ni anormal, ni mucho menos un engendro, Alberto es único.