VALÈNCIA. Alfonso Aguado fue un chaval que se crio en una familia bien. Una familia con casa en la Gran Vía Ramón y Cajal, apartamento en el Saler y despacho de abogado. Una familia que llevaba a tres de sus cuatro hijos a estudiar a Maristas. Cuando el mayor había terminado la carrera de Derecho con un expediente brillante, su padre lo sentó a su lado, le pasó el brazo por encima de los hombros y le preguntó: "Bueno, Alfonso, ¿y ahora qué?". El joven, que se había sacado el título, cuenta, gracias a su habilidad para copiar, miró a los ojos de su padre y le explicó que tenía un grupo y que su idea era dedicarse a la música. Aquel hombre se echó las manos a la cabeza. "Creo que ahí empezaron sus problemas de corazón", recuerda el líder de Los Inhumanos.
Todo había empezado cuatro o cinco años antes, en 1980. Aquel verano el gran aliciente en El Saler, donde no había mucho más que hacer que corretear entre la pinada de la Devesa y darse un chapuzón en la playa de la Garrofera, eran las verbenas de Gavines -una urbanización-. Se juntó la pandilla y, alentados por Alfonso, tomaron la decisión de montar una banda para asaltar el escenario en cuanto la orquesta de turno se tomara un descanso. Y así, pensaban, lograrían beber gratis y ligar más.
No había músicos en el grupo, pero no les importó. Tenían más cara que espalda y en cuanto aparecieron las orquestas, convencieron a los profesionales y se subieron a cantar. Iban todos borrachos y lo único que se sabían era una tonadilla que se había inventado Alfonso días atrás, una letra absurda que jamás sospecharon que acabaría aprendiéndosela un país entero: Manué, no te arrime a la paré, que te va a llenar de cal, de cal, de cal... "Y así, repitiendo la misma frase en un bucle infinito y haciendo el cafre, podíamos tirarnos media hora. Hasta que subían los de la orquesta y nos decían que nos fuéramos a tomar por culo".
No es que tuvieran que quitarse a las chicas de encima, pero su situación amorosa mejoró. De las copas gratis se encargó uno de los compañeros, el doctor, que tenía una máquina para falsificar los tickets. Alfonso se niega a dar su nombre porque dice que hoy es un médico reputado y solo cuenta que al final se les fue la mano porque empezaron a regalarle un montón de tickets a todas las chicas guapas que asomaban por allí. Y, claro, acabaron pillándoles.
Cada día, y cada año, estaban más sueltos en el escenario. A la gente le hacía gracia aquel grupo gamberro y descarado que, además de la dichosa frase de Manué, improvisaba en el escenario con algo así como chistes rapeados. Un día, uno de la orquesta les preguntó cómo se llamaba el grupo. "Y como estaba todo el día con el latiguillo de 'esto es inhumano', dije que nos llamábamos Los Inhumanos. Y se quedó. Éramos veinte tíos que salíamos en pijama. Uno tocaba las palmas, otro agitaba un bote de pelotas de tenis lleno de arena, yo le pedía a un músico el trombón de varas. Hasta que veía que no tenía ni idea de tocarlo y subía corriendo a por mí".
Nunca pensaron que aquello pudiera pasar de una diversión para los días de las verbenas de Gavines y el resto del verano. Pero un día llegaron de Ediciones Milagrosas, una modesta compañía de discos, y les propusieron grabar algo. En aquellas actuaciones espontáneas, Alfonso, al menos, había tenido tiempo de ver qué le gustaba a la gente, ante qué estímulos respondía, qué funcionaba y qué no. El grupo se autoeditó 'Verano Inhumano', un EP con cuatro canciones -'Lady Di', 'Verano Inhumano', 'Ana' y 'Mujer Caníbal'- que les dio una gran popularidad en València.
Alfonso Aguado cuenta todo esto mientras le da pequeños sorbos a una caña de Cruzcampo que acaba de tirar el dueño de Imágenes, un pub que toma el relevo del mítico Nueve Tragos, la guarida de Loquillo cuando venía a cantar en València. Allí han forrado las paredes de carteles de conciertos de los años 80 y 90 de grupos valencianos. En un vitrina, al lado de una camiseta de José Manuel Casañ y un chaleco de uno de los músicos de Presuntos Implicados, hay un disco de oro de Los Inhumanos. Uno de tantos. Alfonso relata la historia del grupo mientras el dueño y otro amigo escuchan en la mesa de al lado junto a un perro enorme que tiene un caminar pesaroso. Un chucho con un tamaño imponente que ni ladra ni gruñe. Solo, cuando te despistas, te suelta un lametón cariñoso en un tobillo.
Llama la atención la sinceridad con la que se expresa el artista, de nuevo al frente de unos Inhumanos de capa caída, un grupo que dejó atrás los estadios para defenderse con dignidad en plazas de pueblos engalanados con banderitas de España. Son como el perro del Imágenes: imponen, pero ya no muerden. "Nos siguen reclamando para hacer bolos, pero en pueblos pequeños y no tan bien pagados como antiguamente. Entras en otro circuito, que es el circuito de la nostalgia. Este año hacemos unos 25 conciertos. Sobre todo en fiestas de pueblo. Vas bajando el nivel".
A aquel joven seguidor de la música 'New Wave', de grupos como Police, U2 o The Cure, le dio por lo que podríamos denominar música pachanga. Alfonso pensaba que él iba a hacer carrera con Última Emoción, su grupo de techno-pop, pero lo que triunfó fue Los Inhumanos. 'Qué difícil es hacer el amor en un Simca Mil' le lanzó a la fama en todo el país. El fenómeno inhumano acababa de empezar y aquellos chicos de Gavines comenzaron a vender discos, a llenar estadios y a ver el camerino repleto de chicas. Eran famosos.
"El grupo que había montado de cachondeo era el que triunfaba", advierte Alfonso antes de rememorar un concierto colosal, una actuación en el río, en plenas Fallas, dentro del Gran Musical, una especie de festival de los 40 Principales que creo Radio Madrid en 1963 y que presentaba Pepe Domingo Castaño. "Según la agencia EFE, aquel año, en 1985, reunimos a 200.000 personas. Se petó".
La noche anterior se habían ido de fiesta a Barraca y el concierto, que era por el día, les pilló de resaca. Nada nuevo en aquella banda de juerguistas. Uno de aquellos doscientos mil espectadores fue el padre de Alfonso Aguado, que no podía creerse lo que veía. "Es la única vez que ha venido a vernos. Y flipó en colores, claro. No se podía imaginar que todo aquello fuera por nosotros. Al acabar la actuación, vino al camerino, me felicitó y me dijo que había hecho muy bien en elegir mi propio camino. Aún me emociono al recordarlo".
Este valenciano tiene ya 62 años y, echando la vista atrás, no hay atisbo de arrepentimiento. Alfonso asegura que se lo ha pasado muy bien, aunque también hubo caídas, como el momento, en los 90, que se estrelló el grupo. "Nuestro final coincidió con el de otros grupos de pop. Se disolvieron casi todos. Llegó el dance y a la discoteca le salía más barato pagarle una mierda a un tío que cantaba en playback; le daban dos mil pesetas y tres copas. Fue cayendo poco a poco y todo tiene su curva natural. El éxito es un tranvía en el que cabe determinada gente. Y para que suban unos, han de bajar otros. Ahora, por ejemplo, han subido los del reguetón".
El líder de Los Inhumanos asegura que es padre de todo lo que produjo la banda. "Yo hacía las letras, la música, la escenografía, yo lo hacía todo. Yo era también el dueño del grupo y le pagaba un sueldo a los otros miembros. Los Inhumanos se convirtió en un fenómeno social. Un año llegamos a tocar seis veces en Pachá Arena. Todo el mundo tenía un amigo que estaba en el grupo y luego ya se fue todo a la mierda. El primer 'hit' fuerte a nivel nacional fue el de 'Qué difícil es hacer el amor en un Simca Mil'. Ese fue el que nos lanzó, el que nos hizo pasar de vender 40.000 copias a 300.000".
La fama le cambió la vida. ¿En qué? "Sobre todo te vienes arriba. Tus posibilidades de follar ya han aumentado espectacularmente. Y eso te cambia la mente porque acabas pensando que eres guapo. Y no lo eres, simplemente sales en la tele, eres joven y te sigue mucha gente. Tienes pasta para malgastar. Pero es más adictiva la fama que el dinero. Cuando eres una 'pop star' ves admiración en los ojos de los demás, y eso es adictivo. Es una especie de droga difícil de superar. Se me fue la polla y luego la olla. El que diga lo contrario, miente".
Alfonso se ha puesto una camisa nueva, le ha dado la vuelta a los puños para que se vea un detalle y se ha quitado las gafas delante del fotógrafo. Ha perdido libido, pero no coquetería. Acepta los 62 años y sus limitaciones. Ya no tiene sentido salir ciego perdido al escenario. Sería ridículo. Cada cosa tiene su momento. "El otro día actuamos con Los Porretas y veías que la gente iba al camerino gritando que querían fumarse un porro con ellos, pero ellos ya no fuman. Me dijo el bajista que el último peta se lo hizo hace catorce años en la sala República y que le dio un yuyu, un ataque de ansiedad por fumarse un porro después de mucho tiempo. Es como esos otros grupos que cantan a la rebeldía, a la revolución, y ya viven en un chaletazo. No tiene sentido".
El momento álgido de Los Inhumanos, cuando los conciertos ante miles de espectadores y los discos de oro, coincidió con los años de más tontería de su líder. "Yo me volví gilipollas y mucho más loco de lo que soy habitualmente. Aparecía cuando aparecía. He llegado a aparecer tarde en un concierto. O pagar por un concierto mío. Un día llegué tarde a la plaza de toros de Albacete y me impidieron la entrada. El de seguridad me dijo que dónde iba. Era 1989, nuestro mejor año, y la plaza estaba abarrotada. Le dije que era el cantante y el tío no se lo creía. Decía que ya estaban cantando mientras yo trataba de explicarle que el que sonaba no era el verdadero cantante. Y, claro, el de seguridad no me creía: '¿Pero cómo no va a cantar el cantante? ¿Tú te piensas que yo soy gilipollas? '¡Circula, anda, o aún te vas a ir calentito a casa!'. La única solución fue ir a la taquilla, comprar una entrada y volver. Entonces me dejó entrar y, nada más subir arriba, me vengué y me puse a decir que el de seguridad era gilipollas y a gritar por el micrófono: '¿Ves cómo sí que era yo?'. Era absurdo".
El dinero entraba fácil. Muchos discos vendidos y muchos conciertos, más de cien, cada año. Su gran capricho fue comprarse un casoplón en El Bosque. Una tontería. "La gente debe saber que no tiene sentido obsesionarse con las cosas grandes. Elon Musk es multimillonario y vive en una casa de 70 metros cuadrados porque no necesita más. Cuando yo vivía en el edificio Apolo, en la calle Don Juan de Austria, en un piso bonsái de 30 metros cuadrados, era mucho más feliz. En El Bosque el primer día me senté en el jardín y dije: Oh, mira, un zorro. ¡Qué maravilla los pajaritos! Pero a la semana ya estaba hasta los cojones de vivir aislado en una casa que tenías que recorrer mil metros para coger una cerveza".
Los primeros años iban cambiando de disfraz en cada actuación. Pero era muy incómodo ir cada semana a Casa Rosita. Un día salieron vestidos de sacerdotes y tuvieron mucho éxito. Así decidieron hacerse una túnica y que ese fuera su uniforme. Su imagen era muy reconocible y todavía hay mucha gente que les recuerda por estas vestiduras.
Unos entraban y otros salían. Y siempre había algún miembro del grupo que pedía el favor de llevar a un primo o a un amigo. Hasta que a mediados de los 90 la ola empezó a decaer. "A mí me pilló con 35, que ahora es joven, pero entonces ya eras mayor. Un día te hablaban de usted, al siguiente te llamaban señor y al otro te pedían un autógrafo para su madre. Ahora ya nos da igual: ahora juegas con la nostalgia de la gente". No fue sencilla la caída. Él, como la mayoría, no había ahorrado. Pero se añoraba más la fama que el dinero.
Fue entonces cuando comprendieron la dificultad de lo que habían conseguido. "A mí me odiaba mucha gente y algunos hasta me siguen odiando. Nosotros éramos unos sinvergüenzas. Ahí no sabía tocar nadie. Llegábamos con las guitarras y la mitad íbamos borrachos, los compañeros entraban en los camerinos de los otros grupos y les robaban las cervezas. Todas las tías estaban en nuestro camerino y eso enervaba a la gente. A lo mejor ellos habían vendido tres mil copias ensayando a muerte, siendo unos virtuosos, y al lado había unos hijos de puta que solo se sabían tres acordes y se habían hecho famosos con una canción que no tenía más letra que 'Manué no te arrime a la pared'. Eso creó una especie de envidia, desprecio, enfado... A mí me jodía, pero luego hemos tocado con todos y los que arrasábamos éramos nosotros. Hemos tocado con Héroes del Silencio y hemos triunfado más que ellos. Yo aprendí a manejar muy bien los tiempos, lo que le gustaba a la gente, los sentimientos más tribales, como gritar 'alcohol, alcohol, alcohol' o cualquier cántico futbolero. Y aquellos iban de guays. Nosotros éramos uno más. Invitábamos a la gente a subir al escenario y nunca pasó nada porque estábamos en misión divina, algo que debe saber la gente. Lo decíamos y nos los creíamos".
El éxito también les obligó a ser más restrictivos. Una cosa era tocar en València y otra ir de gira por toda España. Antes casi que se subía al escenario quien quería. "SI había días que no cabía más gente. Yo he llegado a bajarme del escenario, irme con el público y decirle al que tenía al lado que yo era el cantante. Y no me creía, claro. El que quería entrar tenía que pasar varias pruebas, como beberse dos litros de cerveza en cinco minutos en Los Cañones, un bar que estaba por la avenida del Cid. Me ha contado gente que un día iba por la Alameda y se encontró a un chaval desnudo encima de un árbol. Fueron a hablar con él y el tipo les pidió que le dejaran en paz, que estaba haciendo una prueba para entrar en Los Inhumanos. Pero cuando se convirtió en un negocio lucrativo, ahí ya quería entrar todo el mundo. Estábamos rodeados de buitres leonados y hienas".
Alfonso Aguado decidió dejar el grupo en 2001. Salió de Los Inhumanos para intentarlo con El Capitán Canalla. No empezó mal. Sacó una canción titulada 'Bicho malo pillé' que funcionó, pero a finales de ese año, llegó un fenómeno televisivo que zarandeó toda la escena musical del país. "Apareció Operación Triunfo y lo arrasó todo. Se comió el pop e introdujo el pop latino. Eran cantantes de karaoke. Y ahora es peor aún, se potencia a los DJ, que lo llevan todo grabado y mueven la mano en alto y ya está".
Parece no darse cuenta de que habla de estos nuevos artistas con la misma condescendencia que recibió Los Inhumanos en su momento de parte de los grupos más convencionales. Alfonso no lo reconoce. "Nosotros teníamos un sello personal. Puedes cambiar a Bisbal por Bustamante y sería lo mismo. Hacen la misma canción y el mismo ritmo y la misma modulación de la voz. Se copian unos a otros. Pero pasa en todo. Son algoritmos hechos con Inteligencia Artificial".
El líder de Los Inhumanos siguió viviendo de la música. "Hice producciones y canciones para otros grupos. Compuse el himno de la selección española de fútbol, el 'A por ellos, oé'. Hice el himno del Valencia CF. Eso lo sabe muy poca gente".
Hasta 2020, poco antes de la pandemia, que decidió reintegrarse en Los Inhumanos. "Yo vendí el grupo y luego llegué a un acuerdo con ellos, con mis dos hermanos, para tener una participación". Por el camino le dio tiempo también a publicar tres libros: uno sobre la historia del grupo -'Crónicas inhumanas'-, otro sobre la figura de Donald Trump después de tirarse un año investigando, y un tercero sobre los famosos 33 mineros que permanecieron atrapados a 720 metros de profundidad durante 69 días. "Nadie me hizo ni puto caso con los libros de investigación porque soy el de Los Inhumanos. Eso me ha pasado mucho en la vida. A mí me atrapó la historia de los mineros y, tiempo después, logré contactar con uno de ellos e invité a cinco a venir a España. Era la primera vez que salían. Los llevé a un restaurante, se emborracharon y acabaron contándome la verdad, que muchos eran delincuentes. Uno estaba buscado por la policía, pero, claro, no podían detenerle nada más salir de la mina, eso iba en contra de la historia que se inventaron, del montaje mediático que tuvo mil millones de espectadores y que fue una puta farsa. Allá abajo se habían hinchado a farlopa. Se la pasaban los propios familiares en las bolsas que metían en la mina. La verdad es que me jodió descubrir algo que estaba muy bien y que nadie me hiciera caso".
A lo largo de estos 62 años también hubo tiempo para dos matrimonios y varias mujeres. "Bastantes mujeres. Se podría decir que he llevado una vida azarosa", matiza, no se sabe muy bien si en serio o en broma, como ocurre con algunos de los comentarios que hace durante la entrevista. Pide una segunda caña antes de contar que tiene tres hijos -de 33, 26 y 23 años- y hasta dos nietos. Que ninguno tiró por la música. Alfonso encuentra una explicación: "Vieron la vida que llevó su padre. Una vida muy poco ordenada, podríamos decir. Me veían muy poco. Hubo un año que llegué a hacer 136 galas. Ahora ya no nos ponemos igual de ciegos. Ya no podríamos. Antes cerrábamos los bares de los pueblos donde tocábamos y ahora acabas el concierto y te vas. Pero a esta edad lo bueno es que tienes las cosas más claras. Lo importante es ser feliz donde estés. La ambición se me ha ido".
El perro se ha tirado en el suelo. Quizá buscando el frescor de las baldosas. Alfonso se pone la túnica y saca su vis cómica delante del fotógrafo. Luego, al acabar, apura la caña de un trago y se despide de sus amigos. No se quiere enredar y anuncia que se vuelve a casa. Allí, en su hogar, vive tranquilo, sin cobertura, en paz. Ya quedaron atrás los años de quemar los escenarios, de las grandes borracheras, de los conciertos multitudinarios. Ahora es otro tiempo. Diferente. Y Alfonso, que ha vuelto a ser inhumano, parece vivirlo en paz consigo mismo.