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el callejero

Alfredo cuelga el delantal en el Mercado Central

Foto: EDUARDO MANZANA
22/10/2023 - 

El mostrador es un espectáculo. Un rodaballo como una raqueta de tenis, un atún rojo que uno se imagina a lonchas sobre una montañita de arroz, lubinas que brillan como ensaladeras de plata, doradas, gallo de San Pedro… Alfredo Gil observa el género con un puntito de orgullo, pero lo hace desde fuera porque, después de décadas de servicio, el pescadero del Mercado Central -en la Comunitat Valenciana y Cataluña decimos pescatero- lleva jubilado desde las últimas Navidades. El negocio, la tercera o cuarta generación, según se mire, sigue con él. Ahora llevan el volante la hermana de Alfredo, su hijo y su cuñado. Y él, relajado y sonriente, se dedica a pegarse buenos almuerzos y a vivir su vida.

Su parada es una de las más populares dentro de la pescadería de este mercado donde los turistas echan a los vecinos como si fueran mejillón tigre o ese cangrejo azul que también nos ha colonizado, pero que hemos descubierto que está muy rico con arroz y nos indigna menos. Por allí pasa la alta sociedad valenciana en busca de un producto con el que deslumbrar a los invitados. Alfredo los conoce a casi todos, y a los que no, al cabo del tiempo descubre quiénes son al verlos por la tele.

La jubilación ha acabado con los crueles madrugones. El despertador, a las 2.30 horas. Mercavalencia, a las 3.30. Montar la parada a las 5. Abrir a las 7. Una vida a contrapié. Dormirse cuando muchos se toman la primera caña de la cena. Despertarse cuando algunos apagan la tele y se van a la cama. Una vida sin vida. Así, claro, su vida ha sido su trabajo. La suerte es que a él le gusta. Y lo que a muchos les repugna, rajar el pescado y sacarle las tripas, limpiarlo, filetearlo, a él le encanta. “Pero lo de los madrugones no está pagado”, advierte mientras su mujer, sentada a su lado, asiente con mucha efusividad. “Es que mis hijos han crecido sin poder dar un grito porque su padre estaba durmiendo”, cuenta ella. “Y nosotros no hemos tenido vida. Al final perdimos a todos los amigos de la juventud”.

Pero a Alfredo Gil no se le nota resentido con el pasado. No ha visto su oficio como una condena. Es lo que hacían sus padres. Y sus abuelos. Lo que hace ahora su hijo. Y él ha tenido la suerte de ganarse bien la vida sacando cada día al mostrador el mejor pescado que había encontrado. No todos pueden permitirse ese lujo. “El buen pescatero es el que se adapta a sus clientes; es decir, el que es buen comerciante. Tienes que adaptarte y no tener mejor ni peor género que el que puede permitirse tu clientela, si no, te lo comerás… Aquí hay un puesto en el mercado, no diré el nombre, que vende un género ínfimo pero, por volumen, es el que más vende. Por el precio, que va en consonancia a la calidad del producto. Hay pescaderías de barrio que han intentado tener el mejor producto posible y han tenido que cerrar. Yo compro sin mirar el precio. Si hay cuatro cajas de gallos y me gusta una, quiero esa, cueste lo que cueste. La gente, además, se ha ido haciendo muy cómoda y la mayoría del género que sale de mi parada ya va en porciones, limpio de espina y de todo. Mis precios no son baratos”.

Vivían del pez espada

Alfredo sigue hablando en presente pese a que ya hace diez meses que colgó el delantal blanco después de muchos años en el mercado, tantos que él sabía perfectamente que era un privilegiado, o no, según con quién se comparara. Muchos de sus contemporáneos envidiaron el producto que él podía sacar a la venta cada día, de martes a sábado, pero también era consciente de que en el tiempo que él vendía un kilo de pescado, su padre, su antecesor, vendía cinco…

La saga pescadera la inició su abuela antes de que existiera el edificio del Mercado Central, cuando el mercado se ponía en la plaza. “Aquí, en esta misma plaza, había una zona de mercado desde la época medieval, pero luego trasladaron el pescado y la casquería a la Plaza Redonda porque tenía el agua de la fuente y, entonces, los animales llegaban recién sacrificados, sin limpiar ni nada, y necesitaban ese agua. Por eso, al lado de la plaza redonda está la calle de la Pescadería. Y por eso aquí comparten espacio el pescado y la casquería”.

La primera, ya lo ha dicho, fue su abuela Josefa Gimeno. Su padre, que no era su hijo sino su yerno, heredó el apellido a la fuerza y le siguieron llamando Gimeno, como le siguieron llamando Gimeno a Alfredo Gil -se llama igual que su padre y que su hijo- en Mercavalencia. Alfredo y Pepa, la segunda generación siguió con el negocio del pescado. El hombre, en realidad, era matarife y se había ganado la plaza en el matadero municipal. Alfredo, el hijo, iba a veces allí de niño y salía espantado. “Aquello parecía una película gore, todo lleno de sangre y vísceras, con un olor muy fuerte”. 

Con el tiempo, Alfredo padre dejó el matadero y se fue a la pescadería, donde hacía valer su habilidad con los cuchillos. Eran otros tiempos y el negocio no era como ahora. “Sólo trabajaban con piezas grandes y de un producto. Mi padre vivía sólo del pez espada. El hombre hizo su patrimonio gracias al pez espada. Él partió de cero después de quedarse sin nada tras la Riada del 57. Al poco, nací yo. Mi padre, al ver que aquí había mucha actividad, decidió pedir una excedencia en el matadero y se vino al Mercado Central, y como tenía mucha habilidad dejaba unas piezas perfectas. El mayorista de pescado estaba aquí abajo y luego se vendía aquí arriba, pero en piezas de gran formato. Te tenías que llevar un pez espada entero. Estamos hablando de pescados de 40 a 80 kilos de peso. O cajas de sardinas de 30 o 40 kilos. Las pescaderías pequeñas no podían llevarse esa cantidad, así que se hacía una primera venta a las cinco de la mañana a la que venían también los grandes restaurantes de la época: Taberna Alcázar, Civera, Ríos…  Y ahí empezó el despegue del negocio. En aquel momento cada uno estaba especializado en un producto. Pero luego, poco a poco, se fueron incorporando nuevos productos y dejó de venderse la pieza entera. Si Mercavalencia se inauguró en 1975, este fenómeno comenzó cinco años antes”.

La condena del turismo

Antes había menos turistas, pero muchos más compradores. Gente de toda la provincia viajaba a València al cobrar la naranja y hacían un gran gasto. Primero iban a la avenida del Oeste, que estaba repleta de comercios de todo tipo, y luego entraban en el Mercado Central para darse un homenaje con producto de calidad. “Pero eso se fue perdiendo poco a poco y tuvimos que ir mejorando el negocio, y eso pasaba por la manipulación del producto. Por eso digo que mientras yo vendo un kilo, mi padre vendía cinco”.

Alfredo tuvo la opción de salirse del carril familiar. En aquella época los comerciantes soñaban con que sus hijos estudiasen una carrera para que pudiesen dejar de llevar esa vida tan esclava. Su padre tenía un puesto muy pequeño y, como apenas podía moverse, llegaba a casa con unos dolores de rodilla tremendos. Por eso Alfredo salió de los Escolapios y se matriculó en Arquitectura. “Tengo asignaturas aprobadas hasta de cuarto. Tenía habilidad para el dibujo, sobre todo para el dibujo técnico, pero al final me lo dejé y volví al pescado”.

La hermana de Alfredo, Esther, que ahora lleva el negocio con su marido, Carlos, y su sobrino, el tercero de los Alfredo Gil, nació 14 años después que su hermano. “Hemos sido como dos hijos únicos. Mis padres perdieron a una niña de dos años y medio por la poliomielitis. Al poco tiempo nací yo, y mi madre, después de perder a su hija, me sobreprotegía. Mi padre estaba convencido de que iba a hacerme maricón, pues así se pensaba y se hablaba en aquella época. Y estoy convencido de que por eso quiso tener otro hijo, una hija, 14 años después”.

Alfredo se hizo cargo del negocio a principios de los 90, cuando su padre se jubiló. Fueron años buenos, hasta que les cayó encima la crisis del ladrillo. Y luego llegó la avalancha del turismo, que le viene bien al que puede vender un zumo o un bocadillo de jamón al que va paseando, pero no al que ofrece pescado fresco. Las pescaderías no ganan nada con las hordas de turistas, sólo que les fotografíen a pesar de que han colocado una pegatina en la pared en la que se avisa de que no pueden hacerlo. “El turismo ha revolucionado el mercado porque ha hecho que muchos puestos se encarezcan y se enfoquen a vender cosas para el que va de paso. Aunque el gran cambio ha sido que todos los puestos se han hecho más grandes. Antes eran minúsculos. Muchos ocupan el espacio de siete u ocho y tienen más variedad”.

La visita de los reyes

Los dos puestos que Alfredo Gil tiene al lado, están cerrados. Es la tendencia en muchos mercados municipales. Pero a él ya no le pillan. Él ahora lleva una vida más plácida. Sigue madrugando, aunque ya no tanto, y se levanta a las cinco y media. Hace unas semanas fue a ver el concierto que daba un amigo en el Ateneo y al volver a casa con su mujer al filo de la medianoche se sintió extraño, como el quinceañero que sale por primera vez. Por eso ahora ha dejado también de pegarse aquellas siestas monumentales que, en ocasiones, cuando estaba especialmente cansado, se estiraban hasta el día siguiente para irse ya a trabajar. “He visto a más gente en estos diez meses que llevo jubilado que en los cuarenta años que estuve como pescatero”.

Ahora se ha comprado una Honda ST1300 de segunda mano. Se fue en tren a León, a un pueblo que estaba casi en Oviedo, y se volvió con ella del tirón. “Fueron 800 kilómetros de felicidad. Es muy cómoda”. Se va buscando ocupaciones y entretenimientos, aunque nada le gusta más que irse a almorzar con los amigos. Cada vez añora menos su puesto de pescado, la parada que frecuentaba Andoni Zubizarreta hasta que, harto de que la gente le agobiara, dejó de ir. Aunque nada comparado con el día que fueron los reyes Felipe y Letizia

“La monarquía está pasando malos tiempos y estos baños de masas son oxígeno para ellos. Ese año, aprovechando su presencia en los Premios Jaume I, los trajeron al Mercado Central y eligieron varios sitios a los que llevarlos. Dos días antes ya estaban pasando los policías por aquí con el perrito arriba y abajo. Por mi parada pasaron dos o tres veces al día. O veías circular a una pareja como si nada, pero notabas el bultito por detrás. El día de la visita vino un hombre trajeado con un pinganillo y me anunció que Sus Majestades iban a pasar dentro de un momento, que se iban a acercar y que yo les tenía que atender sin hacerles fotos ni nada. Ella era más seria, pero él me pareció muy majete. Me vino bien para ver la cara de envidia de los compañeros de pescadería…”, recuerda Alfredo antes de soltar una carcajada.

Alfredo tiene una fotografía de aquel día colgada en la pared de su parada. Aunque ya no la ve cada día como antes. Ahora nos cuenta su vida en la terraza del Gallo de Oro, un bar rodeado de bullicio frente al mercado en el que se escucha también, entre tanto ruido, el canto alegre de un jilguero por encima de las sombrillas. No le echa ni un vistazo rápido al Tag Heuer. No tiene prisa. De repente llega el aroma de un guiso desde la cocina y suelta: “¡Madre mía, qué bien huele! Si queréis comer, os invito”.

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