VALÈNCIA. Sobre esos que llamamos refugiados y que, en su inmensa mayoría, gracias a la ausencia de voluntad política de los Gobiernos europeos y de la propia UE, no pasarán de ser demandantes de la protección internacional en que consiste el asilo, corren bulos y falacias. Una de ellas es que sólo pueden aspirar a serlo quienes huyen de persecución política, como en su día se afanó en proclamar, mendazmente, el señor García Margallo.
Que no es así lo sabe cualquiera que lea con atención los artículos 31 y 33 del Convenio de Ginebra de 1951. Las causas que obligan a millones de personas a escapar de su propio país para evitar la persecución, son muy amplias: desde la condición de pertenencia a una minoría perseguida por su condición (religiosa, lingüística, étnica, etc) a la pertenencia a una opción sexual diferente de la mayoritaria. En todos esos casos, millones de seres humanos se encuentran sin la protección debida por parte de las autoridades de su Estado y al verse constreñidos a huir, pierden sus papeles y la condición de sujetos de derechos exigibles ante los tribunales. Por lo tanto, no se trata sólo de que vean negados sus derechos civiles y políticos: también sus derechos económicos, sociales, culturales y sí, como sostiene CEAR y entendemos un sector doctrinal, también los ambientales. Por eso hablamos de derechos DESCA.
A explicar ese tipo de precisiones se orientan las dos mesas redondas organizadas por CEAR en colaboración con World Press Photo. Se trata de debatir y explicar de qué derechos queda desprovisto quien se ve obligado a pedir refugio y qué derechos hay que reconocerle.
El asilo consiste en primer lugar en devolver a esas personas sus condiciones de titulares del derecho a tener derechos, a obtener la garantía y protección de los mismos. Para ello, la condición de refugiado otorga dos primeros derechos: tener papeles, ser identificado y, además, no ser expulsado al país del que proceden o a un país inseguro (principio de non refoulement).
Pero, como se debatirá en la segunda mesa, el asilo comporta otros derechos: ha de proveerse al refugiado las condiciones para que pueda quedar garantizado para él y su familia el derecho a la educación, a la salud, al trabajo, a la vivienda. Directamente, durante un período de tiempo que varía según los países, a partir de un mínimo y sobre todo, proporcionar la capacitación (la formación) para que pueda insertarse socialmente y alcanzar de modo estable la garantía de eso otros derechos.
La novedad más importante afecta al lugar de los derechos ambientales en la peripecia de los asilados. Porque en sentido estricto, quienes huyen de desastres ambientales no son considerados refugiados pues no sufren ‘persecución’ y se les considera inmigrantes, forzados, eso sí. Sin embargo, esta barrera que deja clara la redacción de la Convención de Ginebra, es cada vez más cuestionada: primero, porque buena parte de esos desastres no son “naturales” estricto sensu. Baste pensar en la modificación de las condiciones medioambientales como consecuencia de explotaciones minerales a cielo abierto, de uso de técnicas de fracking, de modificación de cultivos para sustituirlos por materias primas más fácilmente explotables, la modificación de cursos o depósitos de agua, su contaminación, etc. Segundo, esas circunstancias van a obligar cada vez más a corto plazo a millones de seres humanos a abandonar sus hogares puesto que, además, sus Estados (muchos de ellos fallidos: pensemos en Sudán del Sur o Mali) no proveen de solución. ¿Podemos permanecer impasibles agarrándonos a la letra del Convenio?
Javier de Lucas
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universitat de València
Director del Instituto de Derechos Humanos (IDH)