Si la pregunta fuera: “¿Hay algo realmente nuevo en la llamada era de la posverdad que presuntamente estamos viviendo los hombres del siglo XXI?”, la respuesta más sencilla podría ser: nada, porque nunca hubo una época de la verdad en política. Tampoco en esta esfera de la experiencia hubo Edad de Oro ni Paraíso Terrenal.
Todo gobernante intentó siempre hacer uso del altavoz de los medios de difusión de mensajes que la técnica de su tiempo ponía a su alcance para imponer una visión de las cosas que le beneficiara, con independencia de su veracidad. Pues se jugaba demasiado. La asimetría comunicativa entre gobernantes y gobernados, la diferencia de posición entre unos y otros, siempre hizo el resto.
A lo largo de la historia, la práctica del disimulo marca con carácter indeleble los gestos y palabras de la clase política y, con ella, cierto grado de teatralidad e histrionismo en el ejercicio del cargo que formaba parte del oficio. Desde los dioses-reyes egipcios a los emperadores japoneses, desde los jerarcas fascistas o nacionalsocialistas a aquellos próceres comunistas que obligaron a los disidentes a escenificar en los procesos de Moscú la confesión de sus culpas, los gobernantes tiránicos, absolutistas o totalitarios nunca han olvidado representar en tono enfático el papel de padres de la patria, restauradores del orden, providentes estadistas, predestinados hijos de los dioses o comandantes en jefe de un país siempre amenazado, hasta el momento en que tales fantasmas dejaron de funcionar y optaron por recursos distintos a la medida de su ambición.
Con sus matices respectivos, la mentira a conciencia es endémica en los regímenes autocráticos, pero tambien en los democráticos. El impulso de dominio en un entorno de fuerte competencia por un bien escaso, el puesto de mando, hace que el sujeto abocado a la lucha por el poder en un sistema representativo haya de sortear los escrúpulos de veracidad si quiere dar cima a su empeño. La necesidad práctica de brindar una imagen de abnegación o sentido del deber para atraer el voto de los electores lleva a los candidatos a mentir con más frecuencia que en otras profesiones, de tal forma que el falseamiento de la realidad que acarrearía un expediente o un despido a un empleado pasa sobre la ejecutoria del político cual nube de verano. Así recordó Bill Clinton los “vívidos y penosos recuerdos de las iglesias negras incendiadas en mi propio estado cuando era un niño”, si bien no existe constancia en el estado de Arkansas de que ningún templo de feligreses negros haya ardido nunca. Y así aseguró Nicolas Sarkozy: “Yo voté a favor de la jubilación a los 60 años”, cuando en aquella época, mayo de 1982, aún le faltaban cinco años para ser diputado. El propio Sarkozy publicó el 9 de noviembre de 2009, al conmemorarse los veinte años de la caída del Muro de Berlín, que aquel día histórico había contribuido a derribarlo “con algunos golpes de pico”. El texto de su perfil de Facebook decía: “[Aquel día] Enfilamos hacia el Check Point Charlie para pasar por el lado este de la ciudad y por fin llegar al muro, en el cual pudimos dar algunos golpe de pico”. La prensa averiguó que no había estado en Berlín el día clave del 9 de noviembre de 1989, sino sólo una semana más tarde. Tales fabulaciones interesadas no perjudicaron la carrera de Clinton o Sarkozy.
Numerosos dignatarios, por otra parte, han inventado su ejecutoria en el ejército o falseado su participación en guerras para dar el perfil patriótico sin que ello les haya forzado a renunciar a sus cargos. Carl Sagan evoca: “El presidente Ronald Reagan, que pasó la Segunda Guerra Mundial en Hollywood, describió vívidamente su papel en la liberación de las víctimas de los campos de concentración nazis. Como vivía en el mundo del cine, parece que confundía una película que había visto con una realidad que no había visto. En sus campañas presidenciales, el señor Reagan contó en muchas ocasiones una historia épica de coraje y sacrificio, motivo de inspiración para todos nosotros. Sólo que nunca ocurrió; era el argumento de la película A Wing and a Prayer… que también a mí me impresionó mucho cuando la vi a los nueve años”.
Conviene recordar que Reagan fue reelegido en 1984 con mayoría no sólo absoluta, sino abrumadora (ganó en 49 de los 50 estados de la nación) porque la falsa heroicidad autobiográfica que marca o desacredita de por vida a particulares como Alicia Esteve o Enric Marco, víctimas fingidas del 11-S o del campo de concentración de Flossenburg, no produce mayor efecto en la carrera de los presidentes de las potencias mundiales.
Como ha sugerido Kenneth Minogue, para entender la actividad política del día a día resulta útil concebir a sus agentes como una suerte de jugadores de mesa. El secreto, el farol, los movimientos de distracción y otras maniobras ocultas individuales o coaligadas figuran entre las reglas admitidas del juego y forman parte de las expectativas compartidas por todos los jugadores.
Nihil novum sub sole in politicis.