Álvaro es uno de esos hombres socarrones que te caen bien desde el primer contacto. No hay maldad en su rostro. Aunque tampoco es el bonachón con pinta de bobalicón. Álvaro es de esas personas que sabe tratar a la gente. Quizá porque lleva toda la vida haciéndolo, viviendo de ello, pero es posible que naciera con esa virtud. Él vive de llevar a la gente de viaje. Pero nada de destinos remotos o exóticos. Para nada. Su círculo de acción es la Península Ibérica. Viajes y excursiones muy sencillas en autobús. Jamás coge un avión. No le gustan. A este turoperador lo que le gusta es saber que a una hora en punto sus autobuses de Autocares Torres saldrán puntuales desde la avenida de Aragón. A partir de ahí, paciencia y buen humor, la especialidad de la casa.
Álvaro Martín es un hombre de 62 años de apariencia sencilla: una gorra amarilla, una camiseta negra, unos pantalones cortos vaqueros y unas de esas sandalias de goma que parecen llevar todos los hombres de más de cincuenta años. Álvaro estudió Geografía, pero está titulado como buscavidas. “Mi sueño siempre fue tener una agencia de viajes: me encanta viajar. Lo que estudié lo apliqué a programar los viajes. Somos una agencia rara. Si alguien viene a comprar un billete de tren, no se lo vendemos. Sólo vendemos lo que hacemos: viajes y excursiones por la Península Ibérica en autobús”. El día de la entrevista está ultimando un par de escapadas al Algarve y Asturias. La víspera estaba en León. Él marca la agenda. No es que el cliente vaya y diga que quiere ir a Extremadura. No. La agencia tiene un calendario con unos viajes y el que quiere, se apunta.
Para demostrar su rutina de trabajo, Álvaro, Álvaro el analógico, el hombre de 62 años, abre una libreta llena de viajes y listas de clientes que quieren ir a Extremadura, el Camino de Santiago, las Rías Baixas… Da la sensación de que su clientela busca algo más que un destino: es gente fiel a una forma de viajar. “Tenemos gente que lleva quince años viajando con nosotros. Venimos del mundo de los ‘singles’, los viajes para solteros, y creo que nuestros clientes buscan algo más que recorrer una región. La mayoría tienen más de 50 años y están divorciados. Cuando tenía cuarenta años, viajaba con nosotros gente de 40 años; a los 50, gente de 50, y ahora, de 60 o así. Con nosotros no vienen nunca personas muy mayores ni chavales. Nuestros viajes son culturales y de pasarlo bien. Tampoco estamos pendientes de la gente todo el día. Les enseño cómo moverse por allí, lo básico, y luego cada uno ya se va donde quiere. Después nos reunimos a comer, eso sí”.
Álvaro Martín nació en Ceuta. Cuando la familia se mudó a la península, a València, los compañeros del colegio empezaron a llamarle ‘el moro’. Eso le molestaba. Cuando uno es un adolescente, no quiere llamar demasiado la atención. Pero ahora, en la madurez, está “muy orgulloso” de sus orígenes. Lo curioso es que nació en Ceuta por una carambola. Su padre era joyero y se mudó a Tetuán, que aún estaba en el Protectorado español, cuando el Atlético Tetuán jugaba en Primera División. Varios amigos madrileños del padre de Álvaro eran futbolistas y ficharon por este equipo. Aquel hombre pensó que eso podría ser una oportunidad y se fue detrás. Entonces Tetuán pasó a manos de Marruecos y el equipo se trasladó a Ceuta, así que todos los amigos se fueron para allá y él también.
El padre de Álvaro trabajaba las joyas en la habitación de Álvaro y su hermano mientras los niños dormían. La economía no daba para grandes alardes, pero eran felices en Ceuta. La familia vivía en la ladera del Monte Hacho, que era una de las columnas de Hércules según se refería la mitología a los promontorios que flanquean el estrecho de Gibraltar, donde los griegos pensaban que estaba el límite del mundo conocido. “Vivíamos en el monte, como Heidi. Te despertabas y, si querías ir a la playa, te asomabas a la terraza y veías hasta Gibraltar”.
Álvaro cuenta sus orígenes con un acento que parece de Cádiz, pero que él asegura que es ceutí. En verano, con lo poco que había logrado ahorrar su padre, hacían un viaje a la península para conocer ciudades como Granada o Mérida, o aprovechaban para visitar a la familia que tenían desperdigada por España. Iban mucho a Madrid, pero un año decidieron ir a València porque el padre de Álvaro se había quedado huérfano de niño, durante la Guerra Civil, y lo mandaron a vivir a un orfanato en la capital de la República, que se había instalado a orillas del Turia. La familia que crio al padre vivía en Turís, así que cogieron el coche, un (Renault) 4/4 y se cruzaron el país con tanto calor como paciencia, como tantas y tantas familias en aquellos tiempos. Cuando ya llevaban un par de días con la familia postiza, decidieron ir a conocer València, y a Álvaro, que venía de la solitaria Ceuta, le llamó mucho la atención la cantidad de pueblos que llegabas a atravesar en el trayecto de Sagunto a València, que en aquella época costaba hora y media en coche.
La ciudad les gustó tanto que decidieron venirse a vivir aquí, en Torrefiel. No volvieron a moverse. Los hijos crecieron y uno, Mario, se hizo abogado, mientras que el otro, Álvaro, buscaba la forma de ganarse la vida organizando viajes. Siempre le había gustado. El primer viaje que recuerda sin sus padres fue uno que hizo con su clase del instituto, en tienda de campaña, al nacimiento del río Cuervo. Álvaro lo cuenta y se ríe a carcajadas. “Luego me metí a estudiar Geografía y ahí ya hacíamos viajes para ver las placas, los ríos, los valles, las montañas… Entonces me di cuenta de que quería hacer eso, y en cuanto pude, con treinta años, empecé a organizar viajes de geografía, pero la gente no los quería. Eran demasiado técnicos”. Antes, después de la mili, estuvo vendiendo carne para sacarse un jornal y en cuanto pudo se montó la agencia. La primera vez se puso en una planta baja al lado de las torres de Quart.
Álvaro cuenta que, en realidad, empezó online. Él llama online a todo lo que no sea tener un local abierto donde atender a los clientes, pero, en verdad, online era anunciarse en ‘El Trajín’. “Luego, a partir de 2003, ya salieron los correos electrónicos y los SMS con el móvil. Y así trabajábamos”. Hasta que se le ocurrió pedirle una habitación a una academia de idiomas, Mangold, que estaba en la plaza del Ayuntamiento. “Allí daba clases de Geografía y aprovechaba para vender mis viajes. Yo les pagaba con mi empresa, que era Geosial, y me anunciaba como Viajes Mangold”.
Hace cinco años se juntó con Juanjo, que trabajaba como relaciones públicas de un restaurante de Bétera, del club de golf, y después en el Peñasol. Álvaro le propuso dejárselo y montar juntos una agencia de viajes. Desde entonces están en la calle Alzira. Allí quien manda es el gorrilla que lleva años aparcando los coches de los vecinos. Se ha ganado la confianza del vecindario y hay quien le deja las llaves, le suelta una moneda y se sube a casa tranquilamente. Allí también está el George Best, un garito con nombre de futbolista virtuoso y golfo que hace de faro para los noctámbulos que buscan un poco de rock and roll en mitad del océano del reguetón.
Álvaro sigue online. No se anuncian por ninguna parte. Sólo funcionan por WhatsApp. Así van haciendo sus listas para los viajes que tienen previstos en los próximos meses. Nunca se ha planteado viajar al extranjero. Álvaro domina España y Portugal, y eso es lo que ofrece. “No tengo problemas, todo sale estupendo y la gente repite. Es como un restaurante que hace pizzas y le va bien, ¿para qué se tiene que poner a hacer paellas?”.
La planta baja de la agencia está llena de trastos. Aunque son trastos a ojos del intruso. Para el dueño son recuerdos y guiños a sus gustos. Por eso está todo lleno de bolas del mundo de todos los tamaños. Sobre la mesa, encima de un tapete para naipes, ha dejado un llavero con un bellota metálica. Álvaro sonríe y arquea su perilla blanca. No lleva reloj; quizá porque es una decisión para no ser esclavo del tiempo, para ser un viajero libre que se mueve por instinto, no por horarios. A un lado hay varias cajas repletas de barajas de cartas de diferentes dibujos y motivos.
Ha llegado la hora de dejar de lado al viajero y conocer a Zayán, el mago. Ana, la mujer de Álvaro, que lleva toda la entrevista escuchando en silencio un par de metros más atrás, suspira cuando ve a su marido frotarse las manos. La magia, los trucos con naipes, es otra de sus grandes pasiones. “Tuve una escuela de magia, pero fue un desastre. La gente se apunta, pero no dura. Lo tengo como afición. Ahora estoy preparando un espectáculo en el que introduciré la Historia. Hago trucos con naipes. Todo lo demás me parece comprar los trucos en una tienda de magia”.
La afición saltó como una chispa en un viaje que hizo a Calatayud en 2013. Siempre le había seducido ese mundo, pero en aquel viaje, una noche, un hombre le dedicó dos o tres trucos que le dejaron con la boca abierta. Al acabar, le regaló la baraja y Álvaro se subió corriendo a la habitación a probar. “Desde entonces siempre llevo una baraja encima. Ahora tengo un montón y los amigos, como saben que me gustan, no paran de traerme con alusiones a diferentes temáticas”.
Álvaro no puede contenerse y nos hace un truco. Primero extiende la baraja, pide que cojamos una carta, la miremos y la devolvamos al montón. Luego corta, baraja varias veces y vuelve a cortar. El truco acaba, como no podía ser de otra forma, descubriendo el as de trébol que habíamos elegido al principio. Zayán sonríe. El mago ha triunfado.
Zayán deja la baraja a un lado y entonces saca un libro y lo deposita encima de la mesa. El mago cede el paso al escritor. En la portada aparece el título, ’Ruy, el buscador de estrellas”, y encima, su nombre: Álvaro Martín Díaz. “¡Buf!”, exclama su mujer por detrás. Álvaro acaba de empuñar la Tizona para defender el honor de Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador. El geógrafo e historiador se queja porque todo el mundo conoce exclusivamente la historia del Cid según la versión de Ramón Menéndez Pidal. “Cuando empecé a organizar las rutas, me fijé en El Cid. Me llamó la atención que un tío de Burgos, de Vivar (el pueblo natal de Rodrigo Díaz, a siete kilómetros de Burgos), llegara a València. Y me pareció un hombre maltratado, injuriado y vilipendiado, tratado injustamente. Me dio la sensación de que decían una cosa de él y que él era otra distinta, así que me puse a investigar. Todo el mundo sigue la doctrina de Menéndez Pidal, de la biografía que publicó este historiador en 1950, que se basa en el Cantar del Mio Cid y la Historia Roderici”. Álvaro se ha puesto serio y señala una biblioteca que tiene repleta de libros del Cid. “Todos dicen lo mismo, menos este”, suelta mientras pone la mano en la portada de su libro.
Álvaro empieza a hablar de Rodrigo Díaz, de Balansiya -la València árabe- y empieza a enrollarse. Él da por hecho que conocemos la corriente ‘oficial’ de la historia del Cid y, pausadamente, va exponiendo los argumentos que desmontan estas teorías. Álvaro dedicó la pandemia a hacer esta investigación exhaustiva. “Me tiré dos años y medio escribiendo este ensayo”, informa. Tras él, en una esquina, hay un par de réplicas de la Tizona y la Colada, las dos espadas del Campeador.
En su muñeca hay varias pulseras del Camino de Santiago. Estamos a punto de conocer al Álvaro peregrino. Hace años, allá por 2009 o 2010, Álvaro abrió una página web sobre rutas y caminos. Entonces se propuso no caer en el populismo y decidió descartar el Camino de Santiago por ser demasiado comercial. “Voy a hacer algo diferente, me dije, y pensé en el camino de San Vicente Martir, pensé en una ruta íbera, pensé en el Cid, en un camino del Cid que aún no estaba. Pero nada era rentable. Así que decidí probar con el Camino de Santiago y, joder, el primer día ya lo llené. Y ahí me enamoré”.
Álvaro ha llegado a Santiago 46 veces. Ya hace tiempo que dejó de recoger la compostelana. La primera experiencia fue en 2010. Hizo el ‘paquete básico’: de Sarria a Santiago, el mínimo para recibir la compostelana. Trece años después ya conoce todas las ramas que llegan a la Catedral de Santiago. Ahora ha popularizado una forma de recorrer el Camino que resulta aberrante para los puristas: en autobús. Los peregrinos salen a las ocho de la mañana a caminar y a los cinco kilómetros el autobús está esperándoles. Se suben y recorren los siguientes veinte sentados. Entonces vuelven a bajarse y llegan a su destino a pie. Esto les permite comer y subirse otra vez al autobús para hacer alguna visita cultural por la tarde. “Hay quien dice que hacemos trampa, pero no es trampa, sólo lo hacemos a nuestra manera. Cada uno lo hace como quiere”, se defiende Álvaro.
La libreta acredita el éxito de su propuesta. Álvaro la abre y muestra tres hojas llenas para los siguientes viajes al Camino de Santiago. “A Galicia, entre unas cosas y otras, habré ido más de cien veces. Del Camino me gustó que allí nadie pregunta qué eres. Da igual que seas médico que agricultor. Allí somos todos iguales. Y luego pierdes la noción del tiempo. No sabes qué día ni que hora es. Comes cuando tienes hambre. Me encanta”.
Su ansia por viajar no la frenó ni la pandemia. Su agencia fue de las primeras que se puso en marcha. “Estuve tres meses encerrado, como todo el mundo, y a partir de junio, como se podía, empecé a hacer viajes. Éramos el único autobús que iba por toda la Península. La gente alucinaba porque tenía miedo. Pero en un autobús de cincuenta íbamos la mitad. También hicimos un Camino de Santiago en miniatura cuando no se podía salir de la ciudad. Partimos de la Catedral y, siguiendo las flechas, llegamos hasta Sedaví. Allí, en la rotonda, estaba la Guardia Civil, así que ahí terminamos. El Camino está señalizado y hay cerca de 90 señales en ese tramo”.
Álvaro no ha parado en 62 años. Ahora dice que hace setenta salidas al año y que en muchos de esos viajes o excursiones hay momentos en los que se para y tiene que preguntarse qué día es y qué hora es, y que entonces, al ver que está un martes en Córdoba, se da cuenta de que es un privilegiado. Y que sus días son todos distintos. Sigue un patrón, sí, pero cada vez en un lugar. “Mis viajes son de cultura y diversión. Quiero que se conozca la gente. Como venimos del mundo ‘single’, por la noche hacemos agua de Valencia, queimada, fiestas… Por la mañana les como la cabeza con la historia, de pe a pa, y por la noche, lo contrario. Yo es que, como dice Sabina, como fuera de casa no estoy en ningún lado”. El viajero, el historiador, Álvaro y Zayán, todos juntos quieren contar que hay una pasión más, Joaquín Sabina. Pero este viaje ya ha terminado.