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el callejero

Amina y su trocito de Marruecos en Ruzafa

Foto: KIKE TABERNER
29/10/2023 - 

Es imposible que no se te vayan los ojos hacia las bandejas que hay en el mostrador. Sobre una fuente de cerámica y bajo una tapa de plástico transparente, hay decenas de dulces hechos con almendras, avellanas, pistachos y mucha miel. Amina nos anima a que los probemos todos y cuando ponemos un límite, no más de tres, se enfada. “¡Coge más!”, insiste al final de la entrevista, cuando se empeña en que saboreemos esas delicias que ha hecho a mano.

Amina Ait-Moussa es una mujer sonriente y parlanchina de 64 años. Ella es la cocinera y propietaria de Zakaria, un restaurante marroquí de Ruzafa que asegura que es el más antiguo de València. ¿Pero qué más da? Amina lleva casi treinta años ofreciendo tajines y cuscús. ¿Qué importancia tiene si hay otro restaurante que abrió uno, dos o cinco años antes? Lo trascendente es que Amina se hizo un nombre al calor de esos fogones de la calle Puerto Rico y, ahora, a sus 64 años, sin ánimo de jubilarse, ya sólo se impone la obligación de abrir de viernes a domingo. Luego cierra los lunes y los martes, y si le apetece, no está cansada, y alguien ha hecho una reserva, abre también los miércoles o los jueves.

Amina nació en Rabat, en una familia adinerada. Eran nueve hermanos. Todos estudiaron, menos ella, que prefirió quedarse en casa con su madre y aprender a cocinar y hacer pastelitos. Con 16 o 17 años, siendo aún una adolescente, montó una empresa como modista que creció y llegó a tener 17 trabajadores. Luego conoció a un hombre, también marroquí, y se enamoró. Pero su esposo llevaba doce años viviendo en Alemania y entonces Amina dejó atrás la fortuna familiar, su próspero negocio y se marchó a Europa por amor.

“Pero Alemania no me gustó”, recuerda haciendo una mueca de descontento. Durante un verano, en 1980, el matrimonio viajó de vacaciones a València. Amina y Alal, su marido, se alojaron en un hotel próximo al Mercado Central y les encantó la ciudad. Ella tenía claro que no quería volver a la fría Alemania. Amina deseaba quedarse a vivir en València. Y como siempre había sido una mujer moderna y emprendedora, se quedó. Esta mujer podría haber hecho una llamada a casa, haber pedido ayuda y haber comenzado a lo grande. Pero Amina no es así. Amina se arremangó y buscó trabajo. No le importó que su primera oportunidad fuera cuidar a un hombre de 95 años. “El hombre llevaba cinco años sin levantarse de la cama. Pero yo conseguí levantarlo y me volqué en cuidarlo lo mejor que pude. Murió a los seis meses. Durante ese tiempo decidí que quería conseguir los papeles y la señora, como yo había tratado muy bien a su marido, me ayudó con los papeles y, por mediación de su abogado, me los consiguieron”.

150 clientes cada día

Después fue empalmando trabajos de toda índole. Amina se atrevía con todo. Uno de los primeros fue en un restaurante madrileño de Blasco Ibáñez. Mientras tanto, nada más recibir los papeles, empezó a ir a clases de español. Quería aprender el idioma porque, hasta entonces, ella se buscaba la vida como podía. Ahí conoció a una mujer que estaba casada con el jefe de camareros del bingo de Tres Forques. Amina les organizó un viaje a Marruecos y, a la vuelta, él le ofreció irse a trabajar al bingo. “Yo trabajo bien y por eso conseguí estar dos años trabajando en la barra y en la cocina. Yo no entendía nada, pero sacaba el trabajo. Mi padre tenía restaurantes en Marruecos, pero yo nunca había trabajado en uno y no sabía ni cómo se hacía el café”. Jamás le asustó el trabajo. Amina sólo miraba al frente y durante esos dos años, por ejemplo, llegaba a casa a las cinco de la madrugada y prácticamente se cruzaba con Alal, que se marchaba a trabajar a las seis.

A los dos años conoció a la mujer de un comisario de Alicante. Los dos se habían vuelto a València porque su madre había sufrido una embolia y necesitaban que cuidaran de ella. Amina recuerda orgullosa que le pagaban 180.000 pesetas por hacerse cargo de aquella mujer. “Eso entonces era un dineral”. Luego vinieron contratos más precarios en bares y restaurantes. Hasta que le salió la oportunidad de montar su propio restaurante en una planta baja que había encontrado en la calle Puerto Rico. Amina invirtió todos sus ahorros en la compra, la licencia, la reforma y poner en marcha el negocio. Se quedó sin blanca. Si aquello no funcionaba, se arruinaba. “No me quedó dinero ni para comprar un break de leche. Una amiga me tuvo que dejar 600 euros para empezar. Pero, por suerte, yo abrí las puertas con el té y las tortas e inmediatamente empezó a entrar la gente”.

Zakaria se inauguró en 1995. Ella no se acuerda bien, pero su hijo, que también se llama Zakaria y nos observa atentamente mientras escucha la charla, de pie, al lado de la puerta del restaurante, va enderezando la entrevista cuando su madre se despista. El hijo de Amina tiene 26 años y demuestra rápidamente que es un chico muy despierto. Él no quiere saber nada de la cocina. A él le gusta comer, no cocinar y, como estudiante de Finanzas, tiene sueños de altos vuelos. Durante la conversación ayuda a su madre y añade anécdotas que sabe que van a encantarle al reportero. Es un chico muy listo que no parece dejar nada al azar. Hace unos años entró en el restaurante e introdujo una serie de cambios para que fuera más eficiente.

El éxito ya se lo había cocinado su madre que, desde el principio, a mediados de los 90, tenía lleno el restaurante a diario. “Yo daba de comer a 150 personas cada día”, señala. Zakaria, que está apoyado en la pared con los brazos cruzados, esboza media sonrisa y le pregunta, aunque ya sabe la respuesta, por qué sabe que eran 150. Y entonces ella explica que lo sabe por el número de barras de pan que cada día tenía que comprar en el horno que había al lado del restaurante, en la calle Puerto Rico, que lleva cerrado menos de un año porque los dueños se acaban de jubilar.

Los cambios en el barrio

Amina se asomaba a la puerta y veía la evolución del barrio. “Cuando yo llegué estaban las fábricas de plástico y de piel por toda Ruzafa. Cuando todos estos se jubilaron, vinieron los árabes, argelinos, tunecinos, marroquíes… Y entonces empezaron las guerras aquí, la venta de droga y todo eso. Algunos venían a comer y se marchaban sin pagar. Entonces tuve que poner cámaras para tenerlos controlados. La policía tenía que venir a limpiar el barrio cada día. Luego vinieron los chinos y alquilaron todos los locales, que entonces estaban muy baratos. Yo me quedé esto por 80.000 pesetas. Luego los chinos se fueron a Manises y Ruzafa se arregló. Ahora estoy muy tranquila. Ruzafa me parece el mejor barrio de todos, estoy muy feliz aquí y siempre digo que es el mejor pueblo de València”.

Las comunidades han ido cambiando, pero ella no se ha movido del número 26 de la calle Puerto Rico. Han pasado los magrebíes, los chinos, los hípsters… y ahora los turistas. Pero Zakaria, con Amina al frente, cocinando sus ollas a fuego lento, con paciencia, con mimo, ha resistido a todo. “En 2008 toda España estaba en crisis y yo ni me enteré, gracias a Dios. Mi marido se asustó y pensó en volver a Marruecos, pero yo le dije que de aquí no me movía, que yo me quedaba con mi hijo”.

Zakaria sonríe mientras la escucha contar esto. Sabe que su madre ha sido una luchadora y añade satisfecho que en su restaurante no comes ni cenas si no tienes reserva. Ellos son musulmanes, pero quizá no los más ortodoxos. Eso sí, cuando hubo que pensar un nombre para el restaurante, ella eligió el nombre de un profeta del Corán. Y cuando su hijo nació dos años después, vio que era un varón y entonces pensó que si Zakaria era un buen nombre para su negocio, también lo era para su hijo.

Ahora, con la vida resuelta, dice que no se quiere jubilar, pero que trabaja cuando quiere. No perdona los fines de semana porque hay que pagar las facturas. Pero los otros dos días, si no tiene ganas, no abre. Su hijo, como para certificar el éxito de su madre, añade que en Zakaria, sin reserva, no consigues una mesa. Y recuerda que los primeros años, cuando su madre se desvivía por sacar el negocio adelante y cocinaba para 150 personas cada día, llegaban clientes y al ver que no quedaban mesas, le pedían a los comensales con sitios vacíos en su mesa si podían sentarse a comer a su lado. “Lo primero que aprendí en València es que si no trabajas, no comes. Y yo nunca he pasado penurias”, dice Amina.

Ahora su principal clientela son los turistas que andan por todas partes. Aunque también tiene clientes fijos que vienen de vez en cuando desde Madrid, Alicante, Castellón… “De todos lados. Y nunca he hecho publicidad. Mi publicidad ha sido el boca a boca”, presume. Y recuerda que recibió una visita trascendental en 2008. “Vino un hombre que se llamaba David, que es un escritor famoso, hijo de una suiza y un alemán. Aquel hombre vino a comer unas Fallas y le gustó tanto que lo escribió en varias publicaciones de Suiza, Alemania, Holanda… Y me hace gracia porque siguen bajando los holandeses del avión y vienen aquí a comer con el librito en la mano”.

Durante muchos años vivió en el mismo edificio del restaurante. Pero en 2006, harta de salir molida de la cocina los frenéticos días de Fallas y no poder descansar por el bullicio que se vive esa semana en Ruzafa, decidió marcharse a vivir a Ausiàs March. “Pero aquí me enamoré de la cocina. Me encanta cocinar, me encanta hacer pastelitos, me gusta atender a la gente. Al principio mi marido no tenía ni para comprarse un coche y compraba productos al por mayor para irse a vender a los mercados. Luego ya fuimos prosperando, pero tuvimos que trabajar mucho”.

La atípica vida de su padre

Su padre murió muy joven. A los 45 años. Una parte de su fortuna fue para Amina. “Pero yo nunca he querido nada. Tengo allí pisos y otras cosas, y no les hago ni caso. Su padre tuvo una vida peculiar. Él nació en Agadir y a los nueve años se subió a la furgoneta de unos hombres que aseguraban que iban a darle trabajo en Marrakech. Pero llegaron a la famosa plaza Yamaa el Fna, se bajó y allí no había nadie. Aquel niño se vio solo en medio de la gran ciudad. Hasta que una mujer francesa lo acogió y decidió criarlo, según cuenta Amina. La mujer le inculcó unas ideas más modernas y avanzadas que la estricta educación tradicional que recibían entonces las mujeres en Marruecos, las mismas que aquel hombre transmitió después a sus cuatro hijas, que jamás fueron obligadas a cubrirse con el hiyab. Aquella francesa tenía un restaurante en Rabat y cuando se jubiló se lo cedió a su hijo adoptivo. Aquello fue el inicio de un imperio de los negocios. Su posición era tan elevada que cuando murió, a los 45 años, fue enterrado en La Meca.

“Yo no he ido nunca. Mi madre y mis hermanos sí, pero yo no he estado en La Meca”, señala Amina, que nunca recibió la visita de su madre. Sí han pasado por València sus hermanos y sus sobrinos. Algunos de ellos viven ahora en París y Amina cuenta feliz que son médicos prestigiosos y que se ganan muy bien la vida. Su madre murió durante la pandemia, así que ya sólo le quedan sus hermanos, su marido y su hijo. Por eso, cada cierto tiempo, cierra el restaurante y se va un par de meses a Rabat a estar con la familia. Luego se despide y vuelve. “Marruecos es un lugar fantástico para ir de vacaciones, pero no para vivir…”.

Las paredes azules de Zakaria parecen llevarnos a la turística Chefchaouen. La decoración del restaurante se basa en objetos tradicionales que Amina ha ido trayéndose de Marruecos. Farolillos, espejos, cuadros y otros objetos de Fez, Tánger, Marrakech… La cocinera señala entonces un bonito espejo rodeado de unas filigranas de marquetería y dice que tiene cerca de 80 años y que se lo cogió a su madre, que es originaria de Essaouira, una ciudad con un bonito puerto de pescadores. Su madre, Fátima, fue la persona que le enseñó a cocinar. Sus recetas son las recetas de los platos que triunfan en Ruzafa. Las estrellas de la carta son el cuscús y el tajín de cordero con ciruelas. “Aunque a los valencianos les gusta más con pollo”. Pegada a las faldas de su madre, de niña, aprendió a cocinar esos y muchos otros platos. Y los pastelitos, claro, que ahora relucen bajo la luz gracias a esa película de miel con la que están cubiertos.

“Yo cocino para la gente como si cocinara para mi hijo”, advierte Amina, que hace una defensa de la gastronomía tradicional, cocinada con esmero y sin atajos. “Paso muchas horas cocinando cada plato, pero es que es la forma en que se tienen que hacer. Yo saqué esto adelante trabajando desde las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada. Los clientes se iban a las doce de la noche, bajaba la persiana y empezaba a preparar todo lo del día siguiente. Hago más de veinte platos de cazuelas al día”.

A veces, cuando no entiende algo o no sabe cómo explicarlo, se cambia al árabe y le pregunta a su hijo. Entonces inician un breve diálogo en su idioma. Cuando acaban, Zakaria, el avispado Zakaria, cuenta que de niño, con nueve años o así, pasó nueve meses en Rabat para estudiar con otros chicos marroquíes y empaparse así de la cultura de su país, como era el deseo de su madre. Y que por eso, pese a que ha vivido en València toda su vida y habla como cualquier otro español, su acento árabe también es impecable. “Y habla inglés perfecto porque le puse a estudiarlo desde que era pequeño”, redondea su madre mientras pone en el plato un nido de hojaldre lleno de pistachos.

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