El documental Wild, Wild Country ha vuelto a poner de moda el extraño cocktail de misticismo indio y credulidad occidental. Un periodista recuerda su reciente visita al ashram de Sri Mata Amritanandamayi Devi para conseguir una fotografía no oficial en su hábitat, un tesoro que pocos profesionales han logrado
VALÈNCIA.- Si eres periodista destinado en la India, te encuentras de vacaciones en la salvaje e idílica playa de Varkala —en el meridional estado de Kerala— y oyes que Amma, ‘la Madre de los abrazos’, se encuentra a pocas horas de tren de allí de regreso de una de sus giras mundiales anuales con su séquito de 150 voluntarios, tienes dos opciones: partir de inmediato hacia su encuentro o declararte el reportero más apático y vago del planeta, antes de devolver tu credencial de corresponsal. La idea era conseguir fotografiarla en su ambiente, un reportaje que nadie había conseguido y con el que podría decir decir adiós por un tiempo a todas las necesidades que estaba pasando.
Sri Mata Amritanandamayi Devi, más conocida como Amma (la Madre), es uno de los personajes más fascinantes, poderosos y controvertidos de ese otro planeta de dinámicas extraterrestres que es el subcontinente indio. A lo largo del año llena estadios de devotos por cada rincón que visita de Europa, EEUU, Canadá o Japón —cuando no de Sudamérica, África, Australia o las islas y penínsulas del vasto sudeste asiático—, bendiciendo y adoptando como hijo putativo y espiritual a todo aquel que estruja entre sus brazos. Según su web, 37 millones de desconsoladas almas hasta la fecha. Que esté de vuelta a su residencia no es tan frecuente y la ocasión, como el canto de sirenas, la pintan calva; toca darse un mítico abrazo.
Pero antes, un poco de historia. Su autobiografía, cual parábola diseñada con una inteligencia desbordante bajo las estrictas e implacables reglas del marketing, atrapa desde la primera letra. «Nació en una familia muy pobre de pescadores con el nombre de Sudhamani» (Pura Joya), después de que su madre soñase que alumbraba «a Krishna». En un país proclive a adorar deidades dentro y fuera de Bollywood, entregado con genuina y desacomplejada felicidad al misticismo, es de lógica que, obvio, Krishna acabe reencarnándose en ella. La historia oficial de Amma es la historia de una niña de «bondad y brillo especial», que «empieza a hablar con solo seis meses», que adora con todas sus fuerzas a Krishna y que abraza, rebosante de amor, a todo lo que se encuentra. A la gente, a los árboles, a las vacas. Todo el rato. Sin distinción. Amma tiene para todos. Que un buen día, ya adolescente, termine transformándose, de manera definitiva, en Devi Bhava, la Madre Divina, es, pues, casi normal. Para algunos. Para el resto, arraigado en férreas costumbres, una mujer es poco menos que un sacrilegio digno de atar.
Y aunque cabe tener en cuenta que Kerala es el único estado del mundo donde un gobierno comunista ha sido electo democráticamente una y otra vez, circunstancia insólita que discurre en paralelo a la tradicional presencia femenina en puestos destacados de su sociedad, eso no evita que el desprecio y la devoción de sus vecinos ante acontecimientos tan, digamos, rompedores, aparezcan a partes iguales. Sin terreno suficiente en la misma selva que la vio nacer para construir su ashram (literalmente, un lugar para esforzarse; en la práctica, un templo para la meditación, la enseñanza y el retiro espiritual), opta por levantarlo en vertical, a modo de rascacielos.
Y con los deberes hechos, llegamos a su encuentro.
Estamos en Amritapuri, una aldea remota a orillas del Mar de Omán que se halla envuelta al abrigo de la frondosa selva del suroeste del país. Allí, sobre la antigua choza de la que fue expulsada por su familia tras darla por víctima de una locura que años de jarabe de bambú no logró curar, se alza su ashram: Mata Amritanandamayi Math. Un lugar que, al tiempo, es la oficina principal de su ONG Embrancing the World, con 50 sedes repartidas por el mundo. La estampa es de impacto. Y el paisaje de ciencia ficción. Cerca de tres mil personas vestidas de blanco impoluto —el color de la «pureza», a imagen de Amma— hormiguean a los pies de un conjunto de rascacielos que brotan salvajes desde una tupida maleza repleta de palmeras de cocoteros. Bisbisean un murmullo de muecas y gestos tan extremadamente sonrientes e histriónicos como desconcertantes e inquietantes para el foráneo; como si algunos se hubieran bebido varias cajas de benzodiazepina disueltas en un mismo té. Y otros —señala con ojo clínico la farmacéutica que acompaña a este periodista durante el reportaje—, un amplio y reconocible catálogo de antipsicóticos.
Todos, en su mayoría occidentales, parecen estar ocupados en algo o dirigirse hacia algún lugar concreto. Al amanecer, unos hacen yoga en la orilla del mar. Al atardecer, otros van a cantar mantras a un delirante y multitudinario karaoke en el que tocar las palmas ebrios de comunión cósmica, enajenados quizá por el entusiasmo colectivo que provoca el incienso. Tanto, como para declamar en un perfecto malayalam, una de las veintidós lenguas oficiales del gigante hindustano, sin hablarlo ni entender una sola palabra. «¿Te ha dado ya Amma el abrazo? ¿Qué has sentido?», se oye repetir otro mantra, sonrisa de oreja a oreja, mientras se saludan con esa efusividad pausada de quien no recuerda a qué hora se fue a la cama. Amma no siempre está en su lugar de culto y peregrinación repartiendo darshan (abrazo, bendición), y un vaho rociero de nerviosismo y excitación general impregna el ya tórrido ambiente.
Después de casi dos décadas entregadas al turbulento y laxo -como el ala de una mosca- mundo de la moda, Kripta [nombre ficticio de una catalana que prefirió mantenerse en el anonimato] había aceptado los votos de devoción, obediencia y castidad tras ‘sentir’ la llamada (¿telefónica?) de Amma; «Estas cosas ocurren», contestaba esquiva con una comedida sonrisa. Llevaba tres años con el visado y el pasaporte caducados —saltarse las estrictas leyes de inmigración indias resulta poco aconsejable—, y aún no había querido salir del ashram ni volver a pisar su Barcelona natal. «Amma así lo quiso», concluyó.
Laura, una vasca con dolencia crónica, había ido allí tras un infructuoso y largo periplo de hospitales por España. Quería probar un panchakarma (limpieza del organismo) por unos 750 o 900 euros las seis semanas de tratamiento.
«Ella es gurú, pero también es persona», advertía Sally, una peruana nacionalizada española quien, junto a su hermana Ned, había caído poco a poco rendida ante «la teoría de que somos piedras que Amma va colocando en el ashram y con el roce se suavizan». «Por ejemplo, le gustan mucho los dulces y es diabética». Tal enfermedad es uno de los pocos rastros terrenales que Amma deja entrever. El resto de su imagen pública es un cuidado perfil de beata cuya santificación en vida puede leerse por tres euros en un librito-fábula a todo color que ella misma edita, imprime y vende en su librería junto a un catálogo de pujas (rituales de adoración) para cada buena o malaventuranza posible, a un precio medio de 50 euros el rito y seis céntimos el catálogo —un folio doblado por la mitad—. Al igual que libros de ayurveda —de cocina y de medicina—; transcripciones de sus conferencias en la ONU —a la que ha sido invitada en diferentes ocasiones—; cuentos o enseñanzas que ella misma escribe para niños o adultos, o postales que contienen retratos con todos sus gestos posibles, incluidos sus pies o sus manos.
Al extranjero se le pregunta de dónde es para que Amma le diga algunas palabras en su idioma, mientras departe, ajena, con un paisano
La omnipresencia de Amma en el ashram es total y absoluta. Sus retratos decoran cada rincón y cada habitación de todos y cada uno de los edificios de 20 plantas que conforman el complejo espiritual. Están pegados en las puertas de salida de los ascensores de todos los pisos. En los rellanos, en los pasillos. No hay espejos en las habitaciones —«es para la ausencia del ego», se oye corear—, ni comodidades. Solo fotos de Amma. El alojamiento se comparte en cuartos de tres o cinco personas —hay habitaciones dobles para parejas, aunque se fomenta la «abstención»—.
Los algo más de tres euros que cuesta dan derecho, además, a tres thalis al día (bandejas de arroz blanco con varias recetas de acompañamiento, generalmente vegetarianas), que pueden combinarse, previo pago, con el menú diario de otros dos restaurantes. Amma tiene hueco para todos, incluso sus más acérrimos seguidores pueden comprarse una casa dentro del ashram por no menos de 17.000 euros; una morada para toda la vida que, sin embargo, durante las ausencias de los propietarios, la «organización» realquilará a su antojo a nuevos y temporales visitantes. Todos son bienvenidos, pero sin olvidar que a los tres días de estancia, el nombre del recién llegado aparecerá en una nota pegada en la puerta de su habitación recordándole la posibilidad de «ayudar» a la comunidad.
El servicio se llama Seva y resume dos horas diarias de trabajo no remunerado en cualquiera de los diferentes departamentos del gigantesco complejo —desde cocina hasta administración, limpieza o mantenimiento—, en concepto de «colaboración». Incluso por abrazar, Amma también ha abrazado al mundo moderno y ofrece rezos a través de internet como gurú 2.0. Sus actividades pueden seguirse en las principales redes sociales, donde cuenta con cientos de páginas de fans. Y participar, en su web, en subastas de objetos bendecidos o usados por ella.
Las cifras que la misma maquinaria de Amma se encarga de publicitar parecen hablar solas. E impresionan aún más. A saber. El ashram cuenta, además, con un hospital de medicina general y otro ayurvédico, con un orfanato, un asilo, un complejo universitario en constante expansión que aúna diferentes ingenierías, escuelas de negocio, de arte; un gabinete jurídico, varios proyectos sociales —desde programas para frenar la alta tasa de suicidios entre agricultores arruinados al desarrollo de las poblaciones tribales a través de la creación de cooperativas—, o el simple reparto de ropa y comida. Y todo ello gratis para quien lo necesite. Pero hay más.
A pocos kilómetros, en la ciudad de Kochi, su Instituto de Medicina (AIMS, en sus siglas en inglés) ofrece 1.600 camas para todas las especialidades médicas y permanece conectado vía satélite —regalo de la Agencia Espacial India—, con sus otros hospitales de la caridad en Mysore, Pampa o Kalpetta, con su hospicio oncológico de Bombay, o con la casa de acogida para enfermos de Sida que construyó en Trivandrum. También organiza bodas con todos los honores para los amantes sin techo; ha levantado 40.000 viviendas por toda la India, o tiene en marcha otro proyecto en América que, bajo el nombre de El círculo del amor, provee de voluntarios que escriben cartas «de esperanza» a los condenados en las prisiones.
Allí mismo, en EEUU, en septiembre de 2005, su organización donó un millón de dólares para las víctimas del huracán Katrina, justo un mes antes de enviar a toda su caballería para ayudar a reconstruir Cachemira tras el terremoto que asoló la región en octubre. A tal cantidad hay que sumar otros 23 millones que repartió entre India y Sri Lanka tras la devastación del tsunami de 2004, o la asistencia para auxiliar en las inundaciones que, año tras año, anegan de manera invariable las zonas más pobres del país. La prensa extranjera estima que sus ingresos anuales se sitúan alrededor de los 60 millones de euros.
Pero si hay algo incuestionable es su capacidad de trabajo. Este periodista, que prefirió no identificarse como tal ante la ineludible condición de tener que pasar entonces nueve meses en el ashram antes de ser atendido por Amma en una entrevista personal —ni era Enrique Meneses buscando entrevistar a Fidel Castro en Sierra Maestra, ni me enviaba Paris Match—, pudo comprobar cómo Amma repartía abrazos durante más de veinte horas seguidas sin levantarse ni para ir al baño. Hacer fotografías está expresamente prohibido y muy vigilado, y las que ilustran este reportaje fueron tomadas ilegalmente. Así que de mi abrazo, gonzo y empírico, solo queda el recuerdo.
Ocurrió entrada la madrugada y suele suceder así. Uno va adelantando casillas conforme avanza su número, como en cualquier cola de gente esperando algo, solo que a partir de cierto momento, cuando apenas queda una docena de personas por delante, pierde el control de lo que vaya a hacer hasta caer entre los brazos de Amma. Porque tú no vas ante ella. Te llevan. Un séquito de 150 ayudantes perfectamente coordinados te pasa de brazo en brazo mientras te susurra al oído lo que va a suceder. Primero, limpiarte la cara con las mismas toallitas que llevan horas usando para evitar que contagies de cualquier cosa a Amma durante el abrazo. Pero también puedes comprarle una ofrenda de última hora para colmar de bendiciones su audiencia. Por ejemplo, una cesta con cuatro piezas de fruta y una bolsa de caramelos por dos euros que, más tarde, cuando haya terminado la ceremonia, será devuelta a su origen, el almacén, lista para ser vendida de nuevo.
En el último tramo, ya de rodillas, te preguntan de dónde eres para que pueda decirte algunas palabras en tu idioma. Y entonces, llegas, literalmente a cuatro patas, hasta ser engullido por la imagen felliniana de la estanquera pechugona de Amarcord, que no te dice «sopla» sino «querido, querido, querido», mientras departe, ajena a todo, con un paisano, tal vez repasando la lista de la compra, y tú ahí, aturdido y rodeado de un penetrante aroma a pachuli. La gente llora. De emoción. Se supone. «¿Qué has sentido?», te preguntan con alegría sincera los españoles con los que has trabado cierta amistad en los tres días que llevas allí. No es fácil explicar lo que uno siente cuando avanza a cuatro patas y ofrece su trasero, en pompa, a un auditorio repleto que espera su turno para su darshan.
Este periodista se queda con la última de las monjas españolas con las que habló. Anandama (nombre espiritual que significa Bienaventuranza), una asturiana de 68 años ya enferma y recluida en el ashram desde hace tres lustros a la espera de su «último viaje», después de una vida aventurera entre África, América y prácticamente la totalidad del planeta: «Que yo sepa, los únicos que conocen India son los que la han visitado en 15 días».
* Este reportaje se publicó originalmente en el número 46 de la revista Plaza